Fragmento de la portada de Duelo, de Eduardo Halfon. Foto de Larry Lilac.
A veces basta una frase para que un libro te seduzca. Esa frase suele ser la primera, claro, o una de las que encontramos en las primeras páginas. Duelo, de Eduardo Halfon, arranca así: «Se llamaba Salomón». Tres palabras. Al llegar al punto ya me había atrapado.
El primer párrafo de un libro es casi tan importante como el último. Hablo de mí, cómo no, de un lector como otro cualquiera, con sus manías y vicios (por ejemplo, no leo nunca los textos de contraportada, quizá porque me ha tocado escribir alguna que otra).
Aunque el primer párrafo de Duelo es corto, ocupa algo más de una página porque Libros del asteroide publicó esta novela el año pasado en un formato pequeño, de 12,50 por 20 centímetros. Pero la cantidad de palabras de una novela no guarda ninguna correspondencia con su calidad. Con un centenar de páginas, Duelo es un novelón y, como dijo Manuel Hidalgo sin miedo a exagerar, una obra maestra.
En el primer párrafo muchos libros nacen o mueren. Y este Duelo merece que viva en muchos lectores, como podéis juzgar por el primer párrafo:
«Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago de Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala. Que el hermano mayor de mi padre, el hijo primogénito de mis abuelos, el que hubiese sido mi tío Salomón, había muerto ahogado en el lago de Amatitlán, en un accidente, cuando tenía mi misma edad, y que jamás habían encontrado su cuerpo. Nosotros pasábamos todos los fines de semana en el chalet de mis abuelos en Amatitlán, a la orilla del lago, y yo no podía ver ese lago sin imaginarme que de pronto aparecía el cuerpo sin vida del niño Salomón. Siempre me lo imaginaba pálido y desnudo, y siempre flotando boca abajo cerca del viejo muelle de madera. Mi hermano y yo hasta nos habíamos inventado un rezo secreto que susurrábamos en el muelle —y que aún recuerdo— antes de lanzarnos al lago. Como una especie de conjuro. Como para ahuyentar al fantasma del niño Salomón, por si acaso el fantasma del niño Salomón aún estaba nadando por ahí. Yo no sabía los detalles de su accidente, y tampoco me atrevía a preguntar. Nadie en la familia hablaba de Salomón. Nadie siquiera pronunciaba su nombre.»
Si quieres seguir leyendo, en la web de la editorial puedes catar nueve páginas. Además, en Zenda ya colgamos una reseña escrita por José Luis Martín Nogales, que destacó estas líneas de la novela:
«De niño, si yo dejaba comida en el plato, mi abuelo, en vez de regañarme o decirme algo, sólo extendía la mano en silencio y se terminaba toda la comida él mismo. De niño, mi abuelo me decía que el número tatuado en su antebrazo izquierdo (69752) era su número de teléfono, y que se lo había tatuado ahí para no olvidarlo. Y de niño, por supuesto, yo le creía.»
Y si te apetece conocer un poco más a este escritor nacido en la ciudad de Guatemala en 1971, puedes pasarte, también aquí, por una entrevista de Ana Mendoza a Halfon. El siguiente intercambio de preguntas y respuestas encaja como un guante en este diario apátrida que tan poco mantengo:
«—Realmente, ¿la literatura puede ayudar a entender el Holocausto?
—No. Lo que sucedió es incomprensible y yo, después de escribir sobre estas cosas, estoy peor, lo entiendo menos, me siento más lejos de todo aquello. No me ayuda en nada, me desayuda. Parafraseando a Tolstoi, yo me pregunto: ¿por qué escribo sobre estos temas? Porque es más difícil no escribir sobre ellos. Sería más difícil para mí renunciar a escribir sobre mi pasado, pero no sé por qué lo hago. La historia de mi familia la tengo muy metida dentro de mí.
—¿Te ves escribiendo sobre otras cosas?
—Escribir sobre temas relacionados con mi pasado familiar es complicado, para mí, para mi familia. Sería más fácil esconderse tras el velo de la ficción o de lo policíaco, y ya está. Y no tendría que estar contestando preguntas sobre qué tanto es real, y por qué mezclas tu vida con la ficción. No sé la respuesta. Yo empecé así y así sigo escribiendo. Sé que es poderoso, me dicen los lectores que es poderoso, o sea, que funciona. En última instancia, lo que quieres es comunicar algo, compartir algo…
—¿Cómo consigues contar sin dramatismos y con ciertas dosis de humor estas historias de tu pasado familiar, tan trágicas en el fondo?
—Yo soy muy contenido, soy cuentista. Soy de libros muy breves. Duelo es una novelita cortísima, o un cuento largo, pero sentirás lo mismo, sentirás una contención del lenguaje, muy cuidado. Es mi voz, es mi manera de contar. Me encantaría poder escribir un libro de 300 páginas, y a mis editores también les encantaría porque es más normal, más vendible. Yo escribo el relato que me pide ser escrito, no impongo una extensión. Me dejo llevar y se van apareciendo cosas en el camino. Es todo muy intuitivo, muy espontáneo, muy musical. Lo siento más que lo pienso, pero es mi manera de contar.»
Llegados a este punto, poco o casi nada importa que las novelas de Halfon, o las de cualquiera, sean reales o ficticias, ¿no?
El último párrafo y la última frase de un libro son cruciales. A duras penas he aguantado la tentación de copiar aquí cómo termina Duelo. Me duele no haberlo hecho. Tendréis que leer el libro.
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Autor: Eduardo Halfon. Título: Duelo. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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