A la mañana siguiente, Holmes, disfrazado de clérigo, se disponía a montar en un coche para acudir a su cita con Watson en la estación Victoria. En ese momento un furgón de mudanzas se estrelló junto a él con gran riesgo de su vida, y un armario francés de palma de caoba salió disparado como un proyectil. Quizá fuera el primer aviso dado por Moriarty. De inmediato llegaron Lestrade y Gregson y se hicieron cargo del caso. Ambos inspectores le traían una carta urgente de su hermano Mycroft, en la cual poco más o menos venía a decirle que un par de patrulleras inglesas seguían desde hacía dos días, a prudente distancia, a un velero que navegaba escorado y a la deriva bajo el nombre de Sophie Anderson. En él ondeaba en la popa un pabellón en el que ponía «Regalo de Sherlock Holmes a la ciudad de Londres». En ese momento se encontraba a unas 25 millas del estuario del Támesis. Según los informes de las patrulleras, la bañera de la embarcación estaba cubierta con unas tupidas redes que parecían ocultar algo vivo: semejaban ser animales del tamaño de conejos, puesto que toda la carga depositada en ella se movía misteriosamente, haciendo escorar peligrosamente la embarcación.
El detective se puso en contacto telefónico con su hermano y le comunicó que una vez que recogiera a Watson en la estación Victoria partirían en dirección al Almirantazgo para establecer un plan de actuación. Según Holmes, el velero podía contener miles de ejemplares de peligrosas y prolíficas ratas holandesas que si llegaban a la costa pondrían en un serio aprieto a la población, por su terrible voracidad. La marea estaba subiendo a 9 millas por hora y el Sophie Anderson estaba dejándose arrastrar por ella. No disponían de ningún medio de impulsión, puesto que las velas estaban arriadas y la barra del timón sujeta por un cabo. Seguro que todo el plan había sido urdido de una manera ingeniosa por Moriarty y aquello seguro que constituía el anunciado segundo aviso. Y el tercero, sin duda alguna, fue el incendio provocado en el 221 de Baker Street. Sus ideas cada vez eran más diabólicas. Lo primero que hizo Holmes fue acudir a la estación Victoria a buscar a Watson, lugar donde había quedado el día anterior para acudir a la ineludible cita del continente.
Una vez en el almirantazgo, Holmes habló con el primer lord, Thomas Baring, también primer conde de Northbrook, y ambos establecieron el plan de operaciones. Ante todo era preciso que las dos patrulleras no se acercaran al velero, porque las ratas podían romper las redes que las aprisionaban, caer al mar y subir a bordo de las fragatas formando un muro a los costados de las naves montando unas sobre otras. Por lo tanto era imprescindible mantenerse a una prudente distancia. Después lanzarían sendas granadas contra el Sophie Anderson para causar la mayor destrucción posible. No debía quedar ni una tabla flotando en el agua. Holmes calculó por los datos facilitados por las patrulleras que la cantidad de ratas era muy superior a lo que se suponía en un principio. Después de lanzadas las granadas las lanchas deberían escapar a la mayor brevedad posible, porque ese tipo de ratas podían nadar y permanecer bajo el agua unos 15 minutos.
Todo se hizo como ordenó Holmes, auxiliado por los expertos del Almirantazgo, pero a pesar de ello cuando el velero se hundió parecía que el agua hervía varias millas cuadradas a la redonda por la cantidad de ratas que nadaban enloquecidas. Algunas de ellas lograron llegar al costado de una de las patrulleras y formaron el muro que Holmes temía, trepando sobre sus propios cuerpos, pero como los marineros estaban avisados lo iban desmoronando con mangueras de agua a presión.
Al darse cuenta las ratas de que la marea les era favorable para llegar a tierra cambiaron de rumbo, pero de ninguna manera pudieron nadar las 15 millas que entonces las separaban de su nuevo objetivo.
Cuando no quedó ni un pedazo de madera del Sophie Anderson las ratas no se dieron por vencidas, y las más fuertes hundían a las más débiles aupándose sobre ellas, pero en 15 minutos el peligro desapareció y la marea solo trajo a la costa algunos restos.
Al volver a tierra, Holmes quiso saber qué contenía el armario francés cargado en el furgón de mudanzas, y Gregson le contestó: «El cadáver de un individuo llamado Wilson, apodado el entrenador de canarios». Como las reiteradas denuncias por el ensordecedor canto de sus pájaros no habían dado resultado, alguien que acababan de detener, un pianista, se había tomado la justicia por su mano.
Holmes y Watson decidieron salir hacia el continente pasado un día de descanso en Baker Street. El duelo acababa de comenzar.
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