Es una mujer menuda. De piel reseca y aspecto amojamado. Envuelta —casi amortajada— en un cárdigan demasiado grueso para la época del año, María Kodama atraviesa el vestíbulo del hotel como una sombra emancipada de Jorge Luis Borges. No hay un pliegue de la biografía y la obra del autor argentino que ella no controle. Fue su amiga, su secretaria, su mujer y ahora la depositaria de su legado. La dueña de su recuerdo. La administradora y lugarteniente de su leyenda.
Apenas tiene tabique para sostener las gruesas gafas de sol con montura de alpaca tras las que esconde parte de su rostro. En lugar de un complemento, aquello parece un biombo, una barrera interpuesta entre su personaje y el resto del mundo. Hija de padre japonés casado con una argentina, la escritora y traductora nació en Buenos Aires en una fecha no del todo clara: unos documentos indican que ocurrió en 1937 y su acta de matrimonio con Borges apunta a que fue en 1941. Puede tener 81 o… 77. A pesar de los años, su estampa es la de una ninfa aprisionada en la senectud.
María Kodama es amable y locuaz, dueña de un agudo sentido del humor que recuerda a las ráfagas con las que Borges desarmaba a sus interlocutores. La suaviza, en apariencia, su levísimo tono de voz y la melodía en ocasiones impostada de quien ríe como si bebiera el té. Una cercanía que desaparece cuando algo le desagrada. Ella, que tan cercana dice sentirse a la Alicia de Lewis Carroll, recuerda en ocasiones a las imágenes con las que Alejandra Pizarnik fabuló al personaje del inglés. Pero no porque la albacea del argentino evoque a la lánguida jovencita del clásico literario, sino porque algo en ella recuerda al trasunto del conejo versionado por Pizarnik que, en lugar de sacarse del bolsillo un reloj, sacaba una pistola en la cual consultar la hora.
La albacea de la obra de Borges visitó Madrid para dar a conocer La biblioteca de Borges (Paripé Books), un volumen exquisito y excepcional. Los libros fotografiados en estas páginas no llegan al cinco por ciento de los que formaban parte de la biblioteca del escritor argentino, que hoy se conserva en la fundación que lleva su nombre. No son todos, pero sí los suficientes para recomponer al Borges lector, un ser inagotable, casi mitológico, que igual apuntaba en las solapas y hojas traseras, como se inventaba un mundo autónomo en el acto de la lectura. El rastro de esos libros nos habla de su obra. De su temperamento. De sus manías. De sus simpatías y antipatías literarias.
Los lectores pueden disfrutar en La biblioteca de Borges de una reproducción detalladísima de los ejemplares que formaban parte de la biblioteca del argentino. Con un texto introductorio de María Kodama, viuda del autor de Ficciones, este libro de Fernando Flores Maio despliega las fotografías que hizo Javier Agustín Rojas a muchos de los volúmenes en los que Borges encontró horas de placer y felicidad. “Tus libros preferidos, lector, son como borradores de ese libro sin lectura final”. Así se presentan, uno tras otro, Tomas Carlyle, Schopenhauer, Unamuno, Dickens, De Quincey, Quevedo, Henry James, Homero, Stevenson. Una selección, pues, de los libros de cabecera de alguien para quien, de existir un paraíso, éste se hallaba en una biblioteca.
Desde la Biblia en la que Borges anotó, en 1941: “En el principio Dios fue los dioses (Elohim)» hasta Spinoza. La mayoría de ellos están escritos en inglés —ediciones preciosas de Penguin—, porque muchos los heredó de su padre, quien los conservaba de la biblioteca de la abuela de Borges, que era inglesa. Sobre este libro ha venido a hablar María Kodama. Tan amable como en ocasiones autoritaria —«¿No quieren tomar nada ustedes?», insiste ante un vaso de hielo y una Coca-cola—.
María Kodama se muestra encantadora, hasta que alguien, reportera o fotógrafa, se acerca más de la cuenta. “A mí me gusta sacar fotografías, y vos sabés que al que le gusta sacar fotografías no le gusta que le saquen. Yo no soy fotogénica, entonces estoy dividida. Si me fotografías mientras conversamos, no presto atención”, dice. Ante la advertencia que hace la fotógrafa de que escogerá las mejores instantáneas, Kodama responde: “Es difícil que encuentres mejores”. Así, pues, ha sido esta conversación. Veintiocho minutos y cuarenta y un segundos de entrevista con María Kodama, la viuda y guardiana de esa obra maestra llamada Jorge Luis Borges.
—Borges ya había hecho una lista de los 74 libros que le inquietaban. En este volumen se muestran, también, sus raíces como lector. ¿Cómo se gestó?
—La idea surgió porque, viendo los libros, muy lindos físicamente, y además con notas de Borges en las portadillas, pensamos que podía ser interesante este tipo de libro así, con las fotos de los otros libros y con los escritos de él, y a mí me pareció interesante mostrar los libros que a él le gustaban —María Kodama tose. Lo hará muchas veces—.
—Desde su punto de vista, ¿qué Borges retrata esta biblioteca?
—Son libros heredados de su padre y que su padre heredó de su abuela inglesa. Son las cosas que a Borges —Kodama se refiere a él así, por su apellido— le leían desde chico. Así que podríamos decir que refleja a la abuela de Borges, que era la dueña de esos libros.
—¿Qué libros de los que están ahí le parecen más significativos del Borges lector y autor?
—Si tenía esos libros era porque le gustaban. Si no le gustaba un libro no lo tenía. Los más significativos en ese caso serían todos, porque todos le interesaban. Borges tenía sus autores. Adoraba a Kipling, parte de la obra de Oscar Wilde, le gustaba muchísimo Browning, también Dante. De hecho, tiene muchas ediciones de las distintas traducciones que se hicieron. Le interesaba cotejar la primera versión y la primera versión traducida, y así sucesivamente. Eran los gustos que él tenía, y si esos libros están ahí es porque para él tenían una importancia.
—Está contenta con el resultado, asumo.
—Estoy muy contenta con el resultado. Es un libro muy lindo. Fernando y Pablo han hecho un trabajo estupendo y la edición es preciosa.
—¿Tenía mucho tiempo sin acercarse a este material?
—No, yo me asomo cada vez que lo necesito —dice, como quien responde ante una obviedad—.
—Fue alumna de Borges, su compañera intelectual…
—Su amor —puntualiza, sin dejar acabar la frase—.
—… Y ahora es su memoria. ¿Existe una parte de su vida no tocada por Borges?
—Sí, por supuesto —ríe, así como quien esquiva, nuevamente, otra obviedad—. Mi formación anterior al momento de conocerlo forma parte de mi vida sin Borges. Justamente eso fue lo que hizo posible esa relación. Yo soy una persona totalmente libre y él era totalmente libre. O me aceptaba así… o lo dejaba.
—Usted tenía apenas cinco años la primera vez que escuchó el nombre de Borges.
—El nombre no. Era alguien que había llamado mi atención. Yo tenía una profesora que debía de ser una adolescente, pero yo la recuerdo como una señora. Ella me leía en voz alta, sin decirme el nombre de los autores. Me leía una pequeña traducción y seguía leyendo en inglés. Un día me leyó uno de los dos poemas ingleses de Borges, obviamente sin decirme el nombre del autor, para que en mi casa no se dieran cuenta de que estaba leyendo cosas que no eran para una niña. Era muy divertido. Lo que me llamó la atención de aquel poema es que él le ofrece a la mujer de la que está enamorado su soledad, su desdicha, y agrega: «Y el hambre de mi corazón». Para una criatura de cinco años el hambre está en el estómago, no en el corazón. Le pregunté a la profesora qué era el hambre del corazón y ella me dijo: «Cuando crezcas lo vas a saber, es el amor». Durante mucho tiempo, sin saber qué era el amor, estaba esperando sentir hambre del corazón y no lo sentía. Y por suerte no lo sentí nunca.
—Borges aparece muy pronto en su vida. Lo escucha por primera vez a los 12 años, y a los 17 ya coincide y habla con él.
—Fue una cosa totalmente loca. Él estaba así, totalmente libre y loco, y yo totalmente libre y loca. Yo había ido a comprar libros a la calle Florida. Entonces estaba en el secundario. Yo caminaba rapidísimo. Así que, de pronto, me llevé un hombre por delante. Casi lo tiro. «Perdón, perdón», le dije. Cuando me di cuenta de que era él, le dije: «Yo lo escuché cuando era chica». «Claro, y usted ahora es grande. ¿Dónde trabaja?», me preguntó. Yo le contesté que estaba en el secundario. Cuarto año, le respondí. «¿Y qué quiere estudiar?», me preguntó. Yo le dije que literatura. «¿A usted le interesaría estudiar inglés antiguo?», me preguntó en ese momento. Yo, para hacerme la sabia, le dije que leía a Shakespeare. «No, hablo de uno mucho más antiguo», me dijo. «El anglosajón, siglo nueve». «Ah, no, eso va a ser muy difícil. Yo no puedo», contesté. «Yo tampoco lo sé. Le propongo que lo estudiemos juntos». Ah, bueno, ¿por qué no?
—¿Y cómo se gestaron los siguientes encuentros?
—Nos encontrábamos en confiterías. Él venía con el diccionario, la gramática y el libro para que estudiáramos. Debió de comentárselo a su madre, porque un día me dijo: «Madre me dice que yo no puedo tener a una chica de café en café, que vayamos a casa». Supongo que quería conocer quién era esa chica, que a lo mejor era una loca que andaba de café en café con él. «Madre quiere conocerla», dijo. Fuimos a su casa y tomamos las clases ahí. Su madre era una mujer inteligentísima y encantadora. Conocía y sabía de todo. Aquí estaba el living y acá el comedor —dice, señalando sobre la mesa una escala imaginaria e imposible—, y entonces la madre recibía a gente que yo veía en las fotos de los diarios, políticos, y las conversaciones que sostenía eran muy interesantes. Borges comenzó a darse cuenta de que yo estaba prestando más atención no a lo que él estaba diciendo, sino a lo que estaban discutiendo. «No preste atención a esas cosas, porque son estupideces, pasan. Esto es lo importante, concentrémonos aquí», decía —ríe, encantada de sus propias anécdotas—.
—¿Qué clase de vínculo tan fuerte pudo conducirla hasta él? ¿Iba usted muy convencida o se hizo la encontradiza?
—Fue el azar. A mí me interesa estudiar idiomas, me gusta. Fue el azar o… lo que Borges decía: posiblemente lo más lógico es que nos conociéramos de antes y que lleváramos varias reencarnaciones juntos. Todo esto como una broma, porque ni él ni yo creíamos. Los dos éramos agnósticos. Así que me propuso que en la siguiente reencarnación nos reencontráramos. Yo le decía: «Prometido, Borges, en la próxima nos reencontramos». Pero como soy brutalmente sincera, le dije: “Ahora, yo seré científica», y él me decía. «No me diga eso, por favor’, porque él quería volver a ser escritor.
—¿Se trataban de usted?
—Sí. Yo trato de vos a todo el mundo. En la intimidad es al revés. Si yo trataba de usted a todo el mundo, a él lo habría tratado de vos. Pero a las personas que son muy significativas para mí, por ejemplo mi padre, lo trataba de usted y por el apellido.
—En la sociedad actual, quizá, se censuraría la relación que mantuvieron los dos.
—No lo creo. Mis amigos, que eran muy divertidos, me hicieron recordar algo que yo había olvidado con el tiempo. A muchos de ellos los seguí viendo en conferencias en Estados Unidos y mantuvimos el contacto, pero hubo otros que siguieron otras carreras y cogieron otro rumbo. Suelen volver a Buenos Aires cada tantos años. Tienen familia allí —Kodama vuelve a toser, bebe un sorbo de su Coca-cola—, pero al volver se encontraron con otro país, con otro pensamiento. Un día me invitan a comer. «Mirá, tenemos que pedirte disculpas, María», me dicen, «porque cuando éramos chicos vos expresabas tus ideas y nosotros creíamos que estabas loca. Pero ahora nos damos cuenta de que hiciste las cosas antes de tiempo. Porque ahora toda la juventud argentina vive como tú lo hacías». En ese momento les parecía el escándalo total —hace una nueva pausa, aclara su garganta y prosigue—. Vos nos dijiste: «¿Compartir una casa con la persona que yo quiero? ¡De ninguna manera! Imagínense que me he enamorado de un dios griego y al día siguiente me encuentro un tipo semi-barbudo, malhumorado y que va a la toilette. Se terminó. En cambio, en el amor con el dios griego digo ‘muá, mi amor, hasta mañana’. Él parte a su casa y yo a la mía. Y, cuando nos reencontremos, él seguirá siendo el dios y yo seré para él una diosa griega». Siempre pensé así. Para mí era así.
—¿Borges es intocable?
—No sé a qué te refieres cuando decís eso.
—Para usted es intocable. Cuida mucho la memoria y la obra de Borges, incluso la sobreprotege. Lo que dice que no hizo con él en vida lo hace con su obra.
—Te equivocás: no es sobreprotegerla, es protegerla de personas que quieren distorsionar o invadir la obra de una persona de la que sé lo que para él significaba. Para nada sobreproteger, es la responsabilidad que vos podés tener con tus hijos, por ejemplo.
—María Kodama es un personaje tan mítico como Borges. Y la idea que solemos tener de usted es la de una mujer muy inflexible y estricta. ¿Qué dice de eso?
—Lo que pasa es que la gente, mucha gente, no tiene sentido ético, así que consideran rígido a alguien que es ético. Ético no es hacer lo que yo quiero con la obra de una persona, es hacer lo que esa persona quería con su obra. Mi responsabilidad sobre la obra de Borges es ética, no lo que a mí se me antoja.
—Usted ha tenido muchísimos enfrentamientos legales…
—Ah, por supuesto.
—Ya, pero todas esas querellas siembran la duda: ¿se lo pidió expresamente Borges, o es una decisión suya?
—Si Borges me dejó su obra, es porque sabía cómo era yo.
—¿Y cómo es usted?
—Ética, como él.
—¿Qué más es María Kodama?
—Ética, como Borges.
—Hace poco se cumplieron los 30 años de la muerte de Borges. Si usted pudiera revivir algo de la persona que conoció, ¿qué traería al presente?
—Cualquiera de los viajes que hicimos y en los que nos divertíamos como locos
—Dígame uno.
—Por ejemplo, en Egipto. Fue divino. Teníamos un chofer que era copto y estaba totalmente enloquecido. Borges quería dormir en el desierto. Nos llevó a las pirámides de Saqqara. Al atardecer, el hombre silba. Entonces yo no sabía que quienes duermen en las pirámides son las personas que no tienen casa. Luego de silbar vimos salir a un montón de personas. En ese momento le dije a Borges: «Nuestros amigos tienen razón, comentemos locuras y puede que si nos quedamos a dormir muramos asesinados, porque está viniendo gente extraña, a uno le falta una oreja». «No, María», me dijo él, «no se preocupe». Para llegar hasta ahí había que caminar, así que dos de aquellos hombres le hicieron sillita de oro a Borges. Comenzaron a correr. Y yo empecé a correr detrás de ellos y le decía: «Borges, cuidado con la cabeza». Pensé: «Estos van a entrar corriendo. No sé cómo es la altura. Borges se va a dar un golpe y va a caer desmayado». «Cuidado con la cabeza», repetía. Borges se dio la vuelta y me dijo, nunca se me va a olvidar: «No diga esa palabra, María, porque ellos dicen cabiza, cabiza, y debe de ser una palabra obscena. Mire cómo se ríen» —entonces arranca ella, con su risa de salón de té—. Así que entramos en la pirámide, él no se lastimó y lo pasamos bomba en aquella noche en el desierto.
—Borges tenía un sentido del humor afilado y desconcertante. ¿Poseía algún rasgo melancólico?
—Para nada. Yo jamás habría podido estar con una persona melancólica y triste, como te das cuenta, creo —vuelve a reír—.
—¿Cuál fue la mayor traición que tuvo Borges? ¿Tuvo alguna?
—No entiendo a qué te referís.
—En sus afectos, en su círculo más próximo.
—Eso habría que preguntárselo a él.
—Hábleme de su relación con Bioy Casares.
—¿Por qué preguntás eso?
—Usted lo conoció muy bien y estuvo a su lado muchos años.
—Sí, toda mi vida. De hecho, sigo con él… pero no sé qué querés. ¿Qué buscás, el artículo escándalo?
—Entienda, María. Alrededor de su nombre hay polémica en lo que a la memoria de Borges respecta.
—¿Y por qué la polémica?
—Porque a usted la señalan como alguien que se ha apropiado de Borges. Le reprochan querer ser la dueña de la verdad con respecto a él.
—Yo no soy la dueña de la verdad con respecto a nadie, ni siquiera Borges, y justamente por eso pude tener la relación con Borges. Lo que tú dices es lo que se han inventado un grupo de periodistas que hacen entrevistas a gente que hubiera querido apoderarse y lucrarse con la obra de Borges, y eso no fue posible, porque Borges los conocía y no estaba dispuesto a dejársela a ninguna de esas personas. Por eso les da el ataque de celos, de envidia y de frustración con respecto a mí. Eso es obvio y notorio. ¿Qué querés que haga con eso?
—¿Cuál es el libro de Borges, desde su punto de vista, que tiene mayor vigencia?
—No sabría. No puedo hablar en general… —se interrumpe y vuelve a comenzar—. Yo tengo una experiencia maravillosa. Tenía más o menos diez años cuando cayó en mis manos una revista, que seguramente era Sur. Al abrirla, leo: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche». Me dije a mí misma: «¿Qué es esto?». Lo leí hasta el final sin entender nada. Tenía diez años y aquello era Las ruinas circulares. Imposible entenderlo intelectualmente con aquella edad. Cómo sería aquella obra que me tomó para siempre, que si saliera una ley que dijera que hay que quemar toda la obra de los escritores y salvar una única pieza, yo salvaría Las ruinas circulares. Y lo leí con diez años. Hace tres años, en el salón del libro de París iban a hacer una exposición de libros. La editorial Sur me llama y me da un reportaje fotográfico muy interesante que Victoria Ocampo le hace a Borges. Yo no lo había visto. Así que me dan el libro para que escriba el prólogo. Leí atentamente todo y lloré. Cuando llego a la descripción que Victoria Ocampo le hace a Borges —acá tengo una foto de una casa que tiene un jardín a la derecha y una escalera a la izquierda—,Borges le contesta: «Sí, es ésa, es la casa de la calle Anchorena, en la que durante en una semana escribí Las ruinas circulares. Yo trabajaba en la biblioteca Miguel Cané, comía con mis amigos, caminaba, pero lo único que quería era volver a esa casa, porque nunca, ni antes ni después, pude escribir algo con la intensidad con la que yo escribí ese cuento». Esa identidad es la que yo sentí siendo una chica de diez años que no entendía intelectualmente nada. Y esa misma intensidad fue la que sentí y la que hace que hasta el día de hoy sea mi cuento, el que yo salvaría, el mismo del que él dijo que jamás escribiría otro con igual intensidad. Era su cuento. ¿Te das cuenta…? No necesito decirte por qué. Si nos amábamos, si no nos amábamos, si la gente dice o no dice, no importa nada de eso.
—¿Por qué es tan importante para usted la Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll?
—Me fascina. Es… ¿cómo decirlo? La entrada a un mundo maravilloso. Además, siempre le decía a Borges lo mismo: que él tenía una cabeza de conejo. Y el conejo es el que lleva a Alice al descubrimiento de un mundo fascinante. Además, desde chica me gustaba, no sé por qué… Cuando sos chico no sabés por qué te gustan algunas cosas.
—Usted es como una eterna Alicia. Conserva algo aniñado, incluso infantil…
—¿Sí? Qué maravilla —ríe—… Ha de ser por eso que todos mis fans son jóvenes.
—¿Qué va a pasar con la obra de Borges cuando usted no esté?
—Sinceramente, no me parece una pregunta delicada para hacerme. Es historia mía.
—¿Le preocupa?
—No me preocupa. Es historia mía.
—Se ha dicho que no existen más inéditos de Borges. Sin embargo, ¿cabe la posibilidad de que surja un nuevo texto?
—Él me dictó algunas cosas que quedaron inconclusas y que por supuesto habría corregido muchísimo. Una era algo que le pidió el hijo de la actriz italiana Valentina Cortese, que era para salvar a Venecia, porque en ese momento se decía que la ciudad se hundía. Era como una obra de teatro. Es una pena que no se haya editado, era una preciosidad.
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