Omega Seamaster Deville. Fuente: novelaenconstruccion.com.
A pesar de que mi vocación era la Historia, me hicieron estudiar Derecho. Mi padre, tan prusiano que sólo le faltaba el Pickelhaube, el casco de pincho de la época del Kaiser, decidió por mí cuando acabé COU. Fueron años desaprovechados y desgraciados. Él siempre pensó, hasta su muerte, que debía haber sido abogado, dedicarme a ganar dinero y emplear mi tiempo de ocio a la Historia y la literatura, mis dos tempranas pasiones. La vocación y el amor no se buscan, llegan.
De las decisiones trascendentales de mi vida, una fue estudiar Humanidades. Mantuve un idilio con la carrera. Me entusiasmé tanto con tantas asignaturas que me sentía importante por el mero hecho de conocer las gestas de Alejandro, la evolución de la república romana, el arte de las vanguardias y el reinado de Felipe II, cuyo lema no tiene parangón ni en la historia ni en el cine: Non sufficit orbis, «El mundo no es suficiente». Con un par.
No creo en determinismos geográficos, políticos o económicos, pero sí hay algo determinista en las biografías, un poso que, en los primeros años, predispone a tener una cierta visión del mundo. Como me amamantaron entre libros, música y viajes en coche, desde chico me acostumbré a sentir y pensar que lo histórico pervive en el presente; que los países y mentalidades son como matrioskas, muñecas rusas donde lo actual encierra sucesiones de pasado; y que las novelas y las canciones unas veces nos aportan una vida de recambio y otras veces nos enseñan la cara b de la vida.
En la disparatada Sopa de ganso (1933), Groucho Marx, al montarse repetidas veces en una moto con sidecar y quedarse en tierra, dice: “Es el quinto viaje que hago hoy, y no he ido a ninguna parte”. En mis años universitarios humanistas emprendí múltiples viajes en el tiempo sin salir de las aulas. Jamás he disfrutado tanto como escuchando los discursos de Pericles en una Atenas resplandeciente, a bordo de un galeón de escolta de la flota de Indias, peleando en el barro de Waterloo mientras la guardia imperial reculaba, o en la Inglaterra de la revolución industrial de Dickens, a pesar del humo de las fábricas y de la niebla tóxica de Londres. Sin remordimientos ni dolor de corazón simultaneé pasiones: historiadores de cabecera, cursos de verano en El Escorial y Santander, García Márquez, Cela, Cunqueiro, Stevenson y el cine de John Ford. En sólo cinco minutos de cualquiera de las pelis de este director hay más cine que en toda la filmografía de algún realizador de cuyo nombre no quiero acordarme.
Para un escritor existen pocas escuelas de aprendizaje mejores que las cintas de John Ford: la estructura, el contrapunto humorístico de sus actores de reparto, la importancia del paisaje en el relato, los amores pasionales, el ritmo narrativo y el drama subyacente. Aún sigo prendado de la pelirroja Maureen O’Hara, pego un bote al oír Garry Owen y me reconozco en muchos códigos éticos del director que tenía un parche en el ojo, pues he conocido hombres y mujeres que podían haber figurado en el reparto de sus filmes.
Las clases, las lecturas, las películas, los museos y los viajes me prestaban un don de la bilocación temporal para habitar en dos mundos a la vez, me injertaban una forma de pensar al estilo de una narración cinematográfica con flashbacks intercalados. A partir de entonces, incubé el dulce mal de los letraheridos, los que ni sabemos ni queremos pasar sin leer. Y también, germinó en mí la vocación escritora, consistente no sólo en querer escribir a todo trance, sino en sedimentar en la memoria todo lo que veía, leía o me contaban para reutilizarlo después.
Recuerdo de niño que los ancianos, cuando se caía al suelo un pedazo de pan, lo besaban al recogerlo. Para ellos, que habían pasado una guerra, dejarse comida en el plato o tirarla a la basura era un pecado, y las sobras se reaprovechaban. Los escritores aprovechamos todo para metabolizarlo en literatura. Patricia Highsmith así lo reflejó en Suspense: Cómo se escribe una novela de misterio (Círculo de tiza, 2014): “La función de la libreta de notas consiste en parte en llevar un registro de cosas de este tipo, de experiencias emocionales, aunque en el momento de anotarlas uno no sepa en qué narración o novela saldrán”.
Mario Vargas Llosa, en El pez en el agua (Alfaguara, 2005), al narrar su infancia y juventud en Perú, cuenta cómo el hecho de conseguir una beca de estudios en España supuso cumplir el sueño de viajar a Europa para desarrollar su vocación escritora, y al llegar el momento de partir en avión se despidió de tres familiares en la pista: “Los divisamos desde la ventanilla y les dijimos adiós, a sabiendas de que no podían vernos. A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un escritor”.
Y es que la cabeza del escritor es un ordenador insomne, un archivo de cotidianidades, un laboratorio alquimista que nunca echa el cierre por vacaciones. Esto último puede comprobarse al leer las memorias y diarios de escritores, siendo un buen ejemplo, por su sencillez y honestidad literaria, el de la escritora P. D. James en La hora de la verdad: Un año de mi vida (Ediciones B, 2015).
Pocas veces he entendido mejor la pasional aleación entre historia y literatura que al leer Viajes con Heródoto (Anagrama, 2006), de Kapuściński, cuando el corresponsal de prensa en África decía que, en ocasiones, le interesaban más las Guerras Médicas sucedidas dos mil quinientos años atrás que la guerra del Congo independizado que él cubría. El periodista polaco expresó de manera deslumbrante el magnetismo que nos producen hechos acaecidos hace siglos o milenios, los cuales llegan a conmovernos y subyugarnos, pero no como una forma de evasión de la realidad, sino que en nuestra memoria los estamos reviviendo como si aconteciesen por segunda vez, pues a menudo son mucho más interesantes que los cotilleos de nuestra comunidad de vecinos, los titulares del telediario o las conversaciones de algunos compañeros de trabajo. La narración en dos épocas y tiempos que se solapan en Viajes con Heródoto me ha servido más para enamorarme de un mundo perdido y ser abducido por la historia, que cualquiera de los muchísimos manuales de historiografía que he leído en veinticinco años.
Para quienes conjugamos el verbo amar con un libro entre las manos, la literatura como salvoconducto, refugio o llave maestra arde en nosotros al igual que la llama al soldado desconocido. No se apaga nunca. Visito ciudades que no conozco pero en las que antes he estado gracias a la literatura. Y cuando paseo por ellas lo hago con familiaridad y no me sorprendo, pues son tal y como las imaginaba.
Un viaje implica acopio de lecturas al prepararlo, estar acompañado por un libro en el trayecto ferroviario o en el avión, adentrarse en un tiempo en suspensión al abandonar el hogar, pensar en itinerarios sentimentales que antes recorrieron nuestros personajes de papel predilectos, disponerse a sentir para, a la vuelta, reflexionar sobre lo sentido.
En Oxford, los turistas guardaban serpenteantes colas para entrar en el Christ Church, el college donde se emplaza la cinematográfica Hogwarts, la escuela de magia de Harry Potter. Pero yo visité su jardín trasero, el War Memorial Garden, donde Lewis Carroll sitúa el agujero por el que se cuela Alicia persiguiendo al conejo blanco con chaleco. Y busqué el agujero en el césped y entre los parterres.
Roma suena a Nino Rota, su color es el ocre de sus fachadas y su tacto el de las tapas duras de los libros de Indro Montanelli que yo devoraba de muy joven. De Lisboa me gustan las eses vaporizadas de los lisboetas, la digna decadencia, sus barrios populares sin mancha de populachería, la convivencia de lo exótico con lo provinciano, peregrinar por los lugares de Pessoa y leer en voz alta a Saramago cuando tengo saudade por regresar. O, sencillamente, leerlo porque sí.
No creo en el destino, la astrología me repatea y pienso que la suerte hay que buscarla con obcecación, hasta forzarla a base de esfuerzo y sacrificio. Sí creo que una de las claves de la satisfacción es dejarse conducir por la vocación. Cuando uno la encuentra, lo mejor es poner el piloto automático.
Esa vocación escritora se manifiesta con claridad en la autoficción. Esta modalidad me agrada especialmente, con el matiz de que me gusta la literatura del yo y me estraga la del ego. Narrar lo que le acontece a cada cual, universalizar lo local y personal, y en suma, demostrar que cualquier asunto, por banal que parezca, es susceptible de ser elevado al rango literario, lo han acometido con solvencia escritores tan dispares como Knausgård en La muerte del padre (Anagrama, 2012), punto de partida de una obra que lleva el inverosímil título de Mi lucha; Marcos Giral Torrente en Tiempo de vida (Anagrama, 2010) y Gonzalo Torrente Ballester en Dafne y ensueños (Áncora y Delfín, 1983).
Acaso, lo mejor en toda novela es lo que tenga de autoficción más o menos emboscada. Cuando Arturo Pérez-Reverte estaba escribiendo El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara, 2012), puso en marcha un blog singular —por lo novedoso— llamado Novela en construcción donde, periódicamente, explicaba qué episodios narrativos se traía entre manos, la documentación que utilizaba, aspectos técnicos problemáticos finalmente resueltos y localizaciones en otros países. Esperaba cada nueva entrada en dicho blog al igual que ansío un nuevo capítulo de una serie televisiva de la que esté enganchado. Y hubo un detalle que me gustó mucho. El escritor cartagenero introdujo en una escena un personaje que llevaba un reloj determinado. Era el que tenía el padre de Pérez-Reverte. Fue un homenaje íntimo, delicado, que ilustró con una foto de dicho reloj.
Cuando decidí darle un giro a mi vida para estudiar Humanidades, mi padre me regaló un Longines más o menos fechable en la época en la que John Ford rodó El hombre tranquilo. Lo compró en Notting Hill, en el mercadillo de Portobello Road. La última vez que estuve en Londres fui a Notting Hill, no tanto para buscar, entre las casas de fachadas de colores, la librería en la que se basó la película que protagonizó Julia Roberts, sino para darme un garbeo entre los tenderetes. Vi relojes similares y sonreí.
Todos los días le doy cuerda. Como en el bolero que canta Lucho Gatica, es el reloj que marca las horas cuando escribo, doy clases o viajo, o cuando practico el civilizado arte del dolce far niente como un espía de vidas, sentado en una plaza con una copa de vino escuchando conversaciones ajenas, observando formas de caminar y de cruzar las piernas, fabricando vidas alternativas que se disiparán en mi memoria o serán tecleadas en el ordenador cuando un artículo o una novela comiencen a burbujear en la mente.
Ésa es la vocación escritora. La que me secuestró sin provocarme ningún síndrome de Estocolmo. Y es que amor y pasión son palabras siamesas.
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