En la anterior entrega nos centramos en los antecedentes familiares de nuestra heroína, desde su abuelo Layo hasta el aciago final que tuvo el reinado de su padre Edipo en Tebas.
Según la historia transmitida por Sófocles en Edipo Rey, éste, una vez descubierto que mató a su padre y se casó con su madre, totalmente ignorante y víctima del castigo de los dioses a los crímenes paternos, muestra la decisión de exiliarse para librar a su polis de la epidemia con la que la divinidad castigó sus nefandas acciones.
La continuación de las vicisitudes del desdichado monarca y su progenie nos las narra también Sófocles en la última pieza que compuso, a la muy provecta edad de casi 90 años: Edipo en Colono. En el imprescindible ensayo del helenista Pedro Olalla sobre el ars senescendi, o sea, el arte de envejecer, llamado De senectute política. Carta sin respuesta a Cicerón (Editorial Acantilado), se nos cuenta cómo los hijos de Sófocles quisieron incapacitar a su padre ante un tribunal por no ser apto para gestionar el patrimonio familiar. El dramaturgo se ganó a sus jueces recitando de memoria su Edipo en Colono y convenciéndolos de que no podía estar senil cuando había compuesto versos como éstos.
Dicha tragedia comienza con Edipo, anciano y ciego, con su hija Antígona como lazarillo. Ambos han de vagabundear tras ser expulsado el padre de Tebas por sus propios hijos, Etéocles y Polinices. En su penosa marcha arriban a las inmediaciones de Atenas. El anciano pide descansar en un lugar colmado de laurel, olivo y viñas, donde trinan alborozados los ruiseñores. Lugar que es considerado como sagrado por Antígona, atendiendo a la vegetación que lo conforma y el enclave que ocupa.
Un transeúnte les confirma la sacralidad del emplazamiento y les pide que lo abandonen, ya que en él “no es piadoso poner los pies”. Antes de hacerlo, Edipo pide saber a quién está consagrado ese paraje, a lo que su interlocutor le responde que a las Erinias, también llamadas Euménides. Escuchada la respuesta, el hijo de Layo ve llegada su hora y decide no moverse. Pide al extranjero que solicite la presencia ante él del soberano de estas tierras para que le permita permanecer en ese bosquecillo sagrado. Aquél le informa de que está en el demos de Colono, una de las demarcaciones de Atenas (patria también de Sófocles) y que irá a avisar a sus pobladores para que ellos decidan qué hacer.
Al quedarse solos, Edipo informa a su hija de que un oráculo de la pitia de Delfos le había asegurado que encontraría la paz definitiva “cuando llegara a una región extrema donde encontraría un asiento y un hospedaje en las venerables diosas. Que allí llegaría el término de mi desdichada vida y que, una vez instalado, aportaría ganancias a los que me habían acogido, pero infortunio a los que me arrojaron y despidieron”.
Todos los indicios marcan que éste es el sitio predicho e invoca a las Euménides para que le concedan el fin de su vida.
Al cabo se presenta un coro de ancianos de Colono que intenta expulsar al suplicante del bosquecillo sagrado y, al enterarse de su identidad, le pide que se aleje también de la polis a fin de que sus desdichas no contaminen a la ciudad y a sus ciudadanos. Antígona, cual hija devota, se interpone suplicando por su progenitor:
“Yo lo imploro por mi padre abandonado; os lo suplico mirando a vuestro rostro con ojos que no son ciegos —como si se mostrara alguien de vuestra misma sangre—, que este desdichado obtenga vuestra consideración.
Estamos en vuestras manos con nuestras miserias como en las de la divinidad. ¡Ea, pues!, concedednos esta inesperada merced. Te lo suplico por lo que te sea grato, hijos, mujer, negocio o dios. Pues si te fijas, no podrás ver a ningún mortal que pueda escapar cuando una divinidad le guía” (traducción de A. Alamillo para la Editorial Gredos)
A las palabras de su hija, Edipo manifiesta su inocencia de los crímenes que se le achacan:
“ya que éstas (sus acciones) las he padecido más que cometido… ¿cómo voy a ser malvado por naturaleza, yo que devolví lo que había sufrido, de suerte que, aun si lo hubiera hecho conscientemente, ni en ese caso hubiera llegado a ser un malvado? Y, luego, sin saber nada, llegué adónde llegué y estoy perdido por obra de aquellos que, sabiéndolo, me hicieron sufrir”.
El coro y su corifeo, apiadados, deciden aguardar a Teseo, el soberano de Atenas, para que sea él quien tome la decisión.
En esos instantes Antígona se alboroza al ver llegar a su hermana Ismene con noticias de Tebas. En un pasaje que se ha tomado como un homenaje a Heródoto, el padre de la historia como la conocemos y amigo de Sófocles, Edipo compara a sus dos hijos varones con los hombres egipcios, que se quedan en casa guardando sus hogares mientras sus mujeres “siempre fuera de su vivienda, preparan los recursos de la vida”. Alude así a que sus hijos se han desatendido de él, permaneciendo, a lo que cree, en su patria, en tanto que han de ser sus hijas, sobre todo Antígona, las que velen por él y lo acompañen en sus desdichas.
Las nuevas que trae Ismene siembran de acíbar el alma de los vagabundos: los hermanos varones habían acordado repartirse el trono, otrora ocupado por su padre. Reinarían ambos en la polis cadmea, pero no simultáneamente, sino de manera alterna, un año cada uno. Mientras el uno ocupara el reinado, el otro, para no interferir en los mandatos de su hermano, se habría de exiliar de forma voluntaria hasta que le llegara su turno. Etéocles (el mayor según todos los estudiosos, pero no según Sófocles, que considera el primogénito a Polinices) ocupa el trono por primera vez, mientras su hermano se refugia en Argos, donde se casa con la hija del rey de la misma, Adrasto.
Al llegar el turno de que Polinices ciña la corona de Tebas en su año, Etéocles le cierra las puertas. El despechado vuelve a Argos y arma un ejército para atacar su propia patria (hechos cantados con anterioridad por Esquilo en Los siete contra Tebas).
Ismene también comunica a su desolado padre que un oráculo dado a los tebanos ha profetizado que él será de utilidad, vivo o muerto, para el bienestar de su patria, por lo que no ha de extrañarse si el propio Creonte, su tío y cuñado al mismo tiempo, acude en breve en su búsqueda. Edipo conoce también de su hija menor que sus dos vástagos conocen el oráculo dado a su ciudad, pero que ninguno hizo ademán de ir a buscarlo, anteponiendo sus disputas por el poder a sus obligaciones filiales. Por lo cual, y por no haberlo auxiliado cuando sus conciudadanos decidieron expulsarlo de su ciudad, los maldice de manera funesta y desea que perezcan en enfrentamiento fratricida.
Se presenta Teseo, rey de Atenas, mientras que Ismene se ha ausentado para ofrecer una libación a las Euménides. Teseo empatiza con Edipo, pues él también sufrió destierro en su mocedad. El ciego le suplica que lo deje morir allí y que permita que su cuerpo yazca en ese mismo entorno, ya que tiene por seguro que su tumba servirá de salvaguarda a Atenas en el porvenir. Le pide también que los proteja a él y a sus hijas de los emisarios de Tebas, que querrán llevárselos con ellos a su polis natal. El monarca, hijo de Egeo, le concede al exiliado todas sus peticiones y le encomienda al coro que proteja a su ahora invitado, según los sagrados lazos de hospitalidad.
A continuación el coro entona ante sus huéspedes un bello canto de alabanza a Colono, patria chica del dramaturgo, recordémoslo:
“Has llegado, extranjero, a esta región de excelentes corceles, a la mejor residencia de la tierra, a la blanca Colono, donde más que en ningún otro sitio el armonioso ruiseñor trina con frecuencia en los verdes valles, habitando la hiedra color de vino y el impenetrable follaje poblado de frutos de la divinidad, resguardado del sol y del viento de todas las tempestades”.
El coro es interrumpido por la irrupción de Creonte, escoltado por hombres armados. El recién llegado intenta primero convencer a Edipo de que regrese con él, apelando a que se apiade ante los infortunios que ha de padecer Antígona al acompañarle en su desdichado vagabundear:
“veo que eres un desventurado en tierra extraña, (…), siempre de un lado a otro, arrastrando una vida sin medios con sólo una acompañante que nunca hubiera creído yo, ay de mí, que cayera en tal grado de infortunio cual ha caído esta infeliz, preocupándose siempre de ti y de tu persona en una vida de mendiga, a la edad que tiene, sin conocer el matrimonio y a riesgo de que el primero que llegue la rapte”.
Edipo no se deja embaucar y le reprocha a su interlocutor que lo arrojase de su palacio antaño. Pone en evidencia sus aviesas intenciones: quiere llevarlo a él a las inmediaciones de Tebas, pero sin dejarlo entrar en ella, porque los oráculos han predicho que el cuerpo de Edipo protegerá al lugar en donde esté sepultado.
Creonte, descubierto, evidencia que ha atrapado a Ismene y que está dispuesto a hacer lo mismo con Antígona, para usarlas como rehenes y forzar a su padre a acompañarlo. Ordena a sus soldados que se lleven a Antígona, pese a que los coreutas intentan interponerse. Edipo maldice al infractor deseándole que él y su familia vivan las mismas penalidades que él mismo está viviendo en su aciaga ancianidad.
El enfrentamiento es interrumpido por la oportuna irrupción de Teseo acompañado de guerreros. El rey obliga a Creonte a acompañarlo para dar caza a los tebanos que han arrebatado a las hijas de Edipo y ponerlas en libertad.
Al cabo retorna el hijo de Egeo con las dos doncellas, que se funden en un emotivo abrazo con su padre, quien se deshace en palabras de gratitud hacia el benefactor de los suyos. Teseo le avisa de que ha llegado un suplicante, “que no es conciudadano tuyo, pero sí de tu familia”, el cual implora entrevistarse con él.
Edipo deduce quién es el suplicante, su hijo Polinices, llegado desde Argos, y se niega a recibirlo, pero los ruegos de Antígona lo persuaden.
Antes del encuentro el coro entona un canto donde se lamentan los males que la vejez acarrea consigo:
“Quien no haciendo caso del comedimiento desea vivir más de lo que le corresponde, es evidente, en mi opinión, que tras una locura anda. Porque los días, cuando ya se cuentan por muchos, atraen muchas cosas que están más cerca del dolor; mientras que no podrás ya ver dónde están los gozos cuando se ha pasado del tiempo debido”
“El no haber nacido triunfa sobre cualquier razón. Pero ya que se ha venido a la luz, lo que en segundo lugar es mejor, con mucho, es volver cuanto antes allí de donde se viene. Porque, cuando se deja atrás la juventud con sus irreflexivas locuras, ¿qué pena se escapa por entero? ¿cuál de los sufrimientos no está presente? Envidia, querellas, discordia, luchas y muertes, y cae después en el lote, como última, la despreciable, endeble, insociable, desagradable vejez, donde vienen a parar todos los males”.
Conviene recordar que cuando Sófocles escribe estos versos es casi nonagenario y que, como dijimos, mantiene una serie de litigios con sus hijos, quienes lo quieren incapacitar ante los tribunales. Recomendamos encarecidamente la lectura del mencionado opúsculo de Pedro Olalla, De senectute politica, para poner en contexto estas palabras, cotejándolas con las que inmortalizó también Cicerón en su casi homónima obra De senectute o Acerca de la vejez. A los osados en su lectura auguramos una edificante y enriquecedora experiencia, donde podrán libar una prosa transparente y, encima, preñada de poesía. Audentis fortuna iuvat, cual cantara Virgilio.
El segundo conflicto de este drama lo protagonizan Edipo y su primogénito según Sófocles, Polinices, ante la atenta mirada de Antígona y el coro. El recién llegado entra regado en lágrimas, lamentando en primer lugar la situación en la que ve a su padre y a sus hermanas, tras pasar por alto que fue él uno de los que lo forzaron al destierro. No obstante, se arrepiente de ello y pide el perdón de su padre, apelando a Compasión, que está sentada junto a Zeus en su trono. Ante el mutismo paterno, ha de acudir a sus hermanas. Antígona lo anima a explicar lo que quiere.
Polinices expone, al fin, que ha sido expulsado por Etéocles. Culpa de ello a la Erinis o Furia familiar (no olvidemos que están ante un altar consagrado a las Erinias o Euménides), que no ha cesado de perseguir a los descendientes de Layo por los crímenes de aquél.
Continúa relatando que se ha casado con la hija del rey de Argos, ciudad que lo cobijó en su exilio, y que ha reunido un ejército con siete caudillos, elegidos entre lo más granado de la juventud aquea, para atacar Tebas y recuperar su trono.
Polinices suplica a su progenitor que deponga la cólera que éste sufre hacia su persona y que apoye su causa. Un oráculo le ha profetizado que la victoria en ese conflicto estaría con los que Edipo se asociara.
Edipo se ve forzado por el corifeo a responder a su hijo. Comienza echándole en cara que fue Polinices, mientras reinaba, quien lo condenó a él a la miserable vida por la que antes se lamentaba con llantos. Son sus hijas las que velan por él:
“Ellas son hombres —no mujeres— para participar en mis fatigas, mientras que vosotros habéis nacido de otro, que no de mí”
El anciano pronostica a su hijo que no podrá tomar su ciudad sino que “antes caeréis manchados con vuestra propia sangre tú y tu hermano”. Así lo expresó cuando los maldijo otrora ante su impiedad filial, maldición que ratifica apelando a las Erinias que enseñorean aquel lugar donde se hallan. Y despide a su vástago con estas terribles palabras:
“Tú vete en mala hora, aborrecido y sin contar conmigo como padre, más malvado que nadie, llevándote contigo estas maldiciones que invoco contra ti: que ni conquistes por la lanza la tierra de nuestra patria ni regreses nunca a la cóncava Argos, sino que mueras por mano de quien comparte tu linaje y que mates a aquel por quien fuiste desterrado. (…) invoco a la odiosa oscuridad paterna del Tártaro para que en ella te preparen morada, e invoco a esta diosa, así como a Ares, que ha infundido en vosotros dos el terrible odio”.
Apabullado por estas palabras, Polinices acepta su fracaso y suplica a sus hermanas que, en el caso de cumplirse la maldición paterna, hagan lo imposible por darle honrosa sepultura a su cadáver, para cumplir con los rituales que las leyes divinas prescriben.
Antígona intenta mediar para que deponga su actitud y haga volver a Argos al ejército que ha armado contra su propia patria. En vano. Polinices abandona de manera abrupta la escena, tras recordar su petición de ser adecuadamente sepultado. ¿Se oculta en este pasaje, en el que el padre repudia a su progenie masculina, un paralelo con la situación real que estaba viviendo el propio Sófocles en su litigio con sus hijos? Tal vez nunca lo sepamos.
Edipo, que ha escuchado el trueno que la pitia le profetizó como epílogo de su vida, solicita de nuevo la presencia de Teseo, pues ve inminente su final. Al llegar el rey, le declara que su tumba protegerá por siempre esos parajes, pero que sólo él, Teseo, podrá saber el lugar exacto de su sepultura, sin decírselo a nadie, ni siquiera a sus propias hijas. Sólo cuando Teseo esté en los umbrales de la muerte podrá desvelar a su sucesor, en exclusividad, el secreto.
Y así, sin necesidad ya de lazarillo, como si un dios lo guiase, Edipo desaparece de escena seguido por sus hijas y por Teseo, rumbo al lugar donde hallará por fin la ansiada paz del Hades.
Poco después un mensajero refiere los prodigiosos fenómenos que precedieron a la muerte del héroe. Vuelven a entrar en escena Antígona e Ismene, entre las alabanzas del coro por sus muestras de amor filial. Ambas acaban emprendiendo retorno a Tebas, donde las alcanzará el destino a cada una según su temperamento.
En el estío de 1998 los dioses me sonrieron haciéndome participar en un curso sobre el teatro griego, recorriendo los diferentes teatros históricos del Ática bajo los auspicios del eximio helenófilo José Luis Navarro. Como actividad paralela teníamos previsto acudir a una representación, precisamente del Edipo en Colono, en el fastuoso teatro de Epidauro. Fue una de esas experiencias por las que, sola, merece la pena haber vivido. El espacio, concebido para unos 14.000 espectadores, estaba lleno casi en dos tercios. Muchos de los asistentes venían del mundo rural, como se deducía por sus ropajes y facciones, lo cual me llenó de sana envidia. Se palpaba que habían sido los griegos los que habían inventado el teatro y que para muchos el ir a una representación teatral era algo casi sagrado.
Por desgracia no sé griego moderno y, aunque habíamos estudiado el texto a conciencia, no pude valorar en forma correcta la actuación de los actores y su fidelidad a las sagradas palabras sofocleas. Recuerdo que en lo más álgido de la acción, cuando Edipo maldice a Polinices, una bandada de gansos surcó volando la noche estrellada. El sordo rumor de su aleteo subrayó la dureza de la maldición edípica.
La última noche del curso nuestro didáskalos nos llevó a cenar a una taberna donde servían comida cretense. Con el alma ahíta de los versos de los trágicos que habíamos estudiado y los monumentos que habíamos vivido y con el vientre lleno del excelente vino trasegado y las suculentas viandas que lo acompañaban, José Luis nos sugirió acercarnos a la barriada de Colono, a unos centenares de metros.
A pesar de que el entorno urbanístico no era el adecuado y de que hubimos de atravesar vías de tren y carreteras congestionadas, disfrutamos aquella excursión nocturna como Edipo y Sófocles se merecían. Nuestro guía nos condujo hacia una colina, la de Hippios, en la que habían construido un parque. En él existe un pequeño recinto funerario en honor de dos personajes del siglo XIX. Las tumbas tienen forma la una de hidria o jarra para transportar el agua y la otra, de columna con reminiscencias más que clásicas. Sabíamos que aquella no era la tumba de Edipo, pues aún debía quedar ignota para salvaguardar la salud de Atenas. Nos dio igual. Como tal la adoramos, al mismo tiempo que volvíamos a honrar a Sófocles, al que pronto habremos de volver para poner fin a las vicisitudes que sufrió nuestra heroína.
La próxima entrega la dedicaremos a paladear la lectura de Antígona, la más antigua de la trilogía sobre Edipo y los suyos de entre las piezas conservadas compuestas por el tragediógrafo de Colono.
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