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Los autores y los personajes

Fotograma de Misery

Fotograma de ‘Misery’.

Un escritor al principio no es nada. No existe, aunque escriba. Su nombre resuena en ecos reducidos, de forma no muy diferente al tuyo o al mío. El proceso de escritura, pues, no significa nada a priori, más allá de que cumpla o no los criterios de calidad que se le exigen a una persona que quiera recibir ese sobrenombre. Un escritor. La palabra se pronuncia de aquella forma que decía Nabokov, pero en lugar de la lengua es el aire el que recorre la cavidad bucal desde sus profundidades hasta el exterior como una exhalación de oxígeno caliente. Es. Cri. Tor. Una palabra que es casi como una catedral. Una palabra que debe ser destripada para que sus connotaciones sean comprendidas.

El viaje del escritor parte, pues, de la nada. Una persona que escribe. Punto. La cosa cambia cuando sus palabras se alejan de él para pasar a formar parte de esa extraña especie de imaginario colectivo que conforman los libros disponibles en los puntos de venta. En ese momento, el crédito del escritor comienza a crecer. Se va haciendo, poco a poco, más digno de la palabra. De todos modos, ese paso del proceso no asegura que el eco de su nombre se realce. Las librerías están llenas de silencios, de libros escritos por fantasmas.

"El autor de El guardián entre el centeno se vio obligado a retirarse a una cabaña apartada de la civilización ante el impacto psicológico que le produjo el hecho de convertirse en un personaje público"

Una persona se convierte definitivamente en alguien que escribe cuando se desposee de sí misma, de su propia identidad. Debió de existir algún momento en la biografía de Ernest Hemingway en el que murió el Hemingway hijo, el Hemingway hermano, el Hemingway amante. En el que nació el Hemingway escritor. El Hemingway que entraría en las catedrales de la palabra gigante.

Así es como aparece, desde la garganta hasta el aire que rodea las ciudades. Es. Cri. Tor. Pero volvamos a las cosas que mueren en ese momento. En Rebelde entre el centeno, película dirigida por Danny Strong sobre la vida de J.D. Salinger, se cuenta cómo el autor de El guardián entre el centeno se vio obligado a retirarse a una cabaña apartada de la civilización ante el impacto psicológico que le produjo el hecho de convertirse en un personaje público. Cierto: no todos los escritores son Salinger. También cierto: no todos los libros —casi ninguno, de hecho— poseen el impacto entre la sociedad que tuvo la historia de Holden Caulfield. Pero nos sirva el ejemplo para trazar la parábola.

Hace unos días Laura Fernández, periodista de El País, publicaba una historia en la que explicaba cómo varios autores se estaban adscribiendo a un programa de talleres literarios consistente en pasar un fin de semana con ellos, compartiendo hábitat, respirando el mismo aire y demás cosas. Los primeros afortunados: Chantal Maillard, Manuel Vilas y Alejandro Palomas. Podemos afirmar que ellos lo son: tres es-cri-to-res.

En su pieza, Laura Fernández comenzaba reflexionando sobre el inevitable nexo trazado por el que escucha hablar de este proyecto con Misery, de Stephen King, novela en que una apasionada seguidora secuestra y tortura a su escritor favorito para lograr que los personajes que la asolan alcancen el destino que ella desea. Este mismo año se han estrenado otras dos películas que profundizan en esa enfermiza relación personal entre autores y fans: Basado en hechos reales, de Roman Polanski; y El taller de escritura, de Laurent Cantet.

"El autor se vuelve personaje de un mundo que escribe sin palabras"

En esta última, además, se cuenta la historia de unos jóvenes que pasan el verano con una famosa autora de novela negra. Algo similar a lo que se relataba en el artículo de El País. Quizá todo este torrente de casos similares —en la ficción y en la realidad— se deba a la eminente ruptura de la pared entre el es-cri-tor y el que lee, propiciada por las redes sociales. O quizá por aquella cosa de la muerte de la persona y el nacimiento del escritor, que se convierte en el más desarrollado y grande de todos sus personajes al traspasar esa barrera del lenguaje, al recibir ese apelativo catedralicio.

Así que los seguidores pagan por el tiempo de ese personaje ficticio que ha logrado hacerse un hueco en la vida real —o ese personaje real adentrado en mundos ficticios, quién sabe—. Porque hoy, en este mundo en el que hasta el tacto se ha virtualizado, un escritor ha dejado de ser simplemente una persona que escribe. Hoy su identidad literaria trasciende el papel y llega a la tierra que pisamos. El autor se vuelve personaje de un mundo que escribe sin palabras y, a los ojos de aquellos que viajan a esos talleres de intimidad, el personaje que inunda sus mentes se transforma, aunque sea por un breve periodo de tiempo, en un autor. O quizá incluso en una persona. Quién sabe.

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