Horas después de que un desconocido fuera aclamado en París como triunfador del Tour de Francia me puse una camiseta de dormir, me calé un casco de 12 euros, un culotte de Decathlon, las zapatillas descosidas de cuando corría y bajé al desván a por la bici con más polvo que telarañas. No sólo tuve que inflar las ruedas pues hube de desmontar la delantera (tarea no tan sencilla si se ha perdido la práctica), empaquetarla en el coche (no es una furgoneta) y salir al carril bici del extrarradio. Media hora entre una cosa y otra. Coloca de nuevo la rueda, ajusta el sillín (demasiado bajo todo el trayecto), hazte con la mochilita con las llaves de casa, del desván, el móvil, la cartera, amén de parches y artilugios varios con que me engañaron en la tienda donde compré la bici hará unos diez años.
Ilusionado, di una vuelta de reconocimiento antes de salir donde corredores vestidos con el traje a juego me adelantaban conn descaro. Pero como la bicicleta es una actividad que depende sólo de quien pedalea, puse el empeño de quien debuta en alta competición. Mi escasa pericia y un cartel que anunciaba a los coches próximos “Modere su velocidad” no me hicieron mella, que allí iba yo (“adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya”, que cantaban en mi niñez Desde Santurce a Bilbao Blues Band, aquel grupo que lideraba Moncho Alpuente).
Mi sombra no es que fuera larga sino larguísima. Nueve de la noche, cuando las chicharras están hartas de su canción. Muy pronto recordé que no había rellenado con agua el botellín de plástico (vaya, otra vez); enseguida sentí que tenía seca la garganta (respiraba ya por la boca y pensaba que cualquier abejaruco, uco uco, que escribió García Lorca, se me colara hasta el esófago), pero el ímpetu del novato (creí) puede con todo.
“Esta vez no me coloco la radio”. La radio fue un regalo de Yvonne por mi cumpleaños cuando no había estrenado la decena larga en la que vivo. Por supuesto que hay inventos mejores pero allá los que no disfruten de Kiss FM, luego Radio Clásica y más tarde la Cope según avanzas por un sitio u otro y al albur del capricho de las ondas; esto sí que era una sorpresa constante, una lotería y un sinvivir que ayuda a no caer en la melancolía del paisaje.
Como apenas tenía vecinos que me incordiaran (“respeta el carril”, “cuidado” o un silbido de pastor) pisaba con ganas las líneas blancas discontinuas que separan los carriles como si fueran charcos (plof, plof, plof). Intentaba pensar en las musarañas para que el cansancio de piernas, brazos y riñones no menguaran mi arrojo dominguero. Las anécdotas de Ander Izagirre en su sabroso libro Plomo en los bolsillos se agolpaban: que si al principio del Tour, en los primeros años del 1900, los ciclistas corrían por la noche, que si los amigos de un corredor ponían chinchetas o clavos en la carretera cuando pasaban por su pueblo (el colega ya estaba advertido por dónde estaban cuidadosamente colocados), que si los dopajes… ¿Dopaje? Yo con mi cola-cao de leche fría y una rodaja de melón como merienda ya tenía suficiente.
Repechos (tachuelas en el argot de los ídolos), curvas, curvas sin saber qué te vas a encontrar, más subiditas… y alguna bajada que festejaba sin pedalear. Los descensos los celebro dejando que el viento me abrace, abro las piernas a sabiendas que freno la velocidad pero quiero sentir ese prurito tan escaso y tímido de vértigo a mi modo: un éxtasis que apenas logré tres o cuatro veces a la ida, porque el regreso fue una tortura sólo comparable al cabreo de aquel ciclista que en los años diez del siglo pasado se encaró con los organizadores del Tour y les gritó a bocajarro algo así como: “sois unos asesinos”, y acto seguido se subió a un árbol, como el barón rampante de Italo Calvino, y nadie osó sugerirle que bajara durante dos horas.
Uno entiende muchas cosas cuando pedalea, aunque no tenga claro por qué se sale con la bici. Quizá se pedalee como se escribe, por estar a gusto, por encontrarse a uno mismo (aunque Picasso dijera que no se busca, se halla), por aburrimiento, por pasar el rato o por empeñarse en probarse hasta lo imposible.
En las (escasas) cuestas abajo no intento alzar los brazos del manillar como los campeones, esos que demuestran pericia sin que nadie se lo haya pedido. Yo bajo cantando para mis adentros “bicycle, bicycle” a ritmo de Queen y me doy por satisfecho, que no se me pasa el miedo a pinchar (nunca), porque pinchas y a ver cómo vuelves. Bastante tengo con mirar los cambios de marcha, a saber: con la mano izquierda cambias de plato, o como se llame (tres posibilidades en mi caballo de acero), siete en el de la derecha. Y mira que me advirtieron: “no te compliques la vida, mantente en el dos, que con eso llegas donde quieras (evitaron el ‘donde puedas´)”. Pero uno siempre quiere más y ya sabemos lo que pasa con la avaricia. Pues en estas estaba cuando me tocó la subida (breve pero insolente) donde hay que dar el do de pecho. Como ya lo sabía de otras veces (estoy como para aventurarme por itinerarios que desconozco, prefiero ir de segurola) iba concentrado, había guardado las fuerzas necesarias pero, ay, algo falló cuando apreté con mi pulgar derecho… se me salió la cadena. La suerte de pedalear cuando la noche ya es no una promesa sino una certeza es que no te encuentras a nadie que pueda reírse a tu lado. Con la humildad que se me supone puse la bici patas arriba, corregí el desaguisado, volví grupas unos metros y encaré la dificultad con valentía y esfuerzo. Aquí estoy para contarlo.
Para entonces la noche era tan negra como un tizón, o casi, pero como no me dio por mirar el reloj (para qué) seguí pedaleando como si un clamor de fans me jalearan escalando el Tourmalet. Me vine arriba. Enfrente me topé con soldados que arrastraban su trolley camino del cuartel, aspiré el aroma a chuletas asadas que revoloteaba cerca de una casa con pinta de haberse construido a base de bloques de cemento en fines de semana y por donde un enjambre de niños aullaban como indios entre las piernas de domingueros que bebían vino fresco con gaseosa, como en El Jarama de Ferlosio (es un decir). Uno tiene que fantasear porque la vida es muy aburrida, demasiado cruel y entre repecho y repecho te dices: “ahora tarareo El rey del glam, ahora Escuela de calor“. Eso lo hago cuando nado. Philip Roth (lo leí hace poco) utilizaba el mismo truco en la piscina, se lo dijo a Zadie Smith. Por lo visto elegía un año e intentaba recordar lo que le ocurrió por aquellos meses. “Juegos para aplazar la muerte”, escribió muchos años antes el poeta Joan Vinyoli.
Sigamos. No he dicho aún, aunque tampoco es difícil de adivinar, que soy de los que uso timbre cuando tengo ocasión, ni tampoco que al regreso me encontré con una paloma oscura encima de un cable de luz admirando mi desmesura y una docena de conejos que contemplaban asombrados ese pedaleo lento (parsimonioso) que se queja cada vez que cambio de marcha (he de engrasar la cadena, aunque igual no porque, ya lo cantaba Atahualpa Yupangui, “porque no engraso los ejes me llaman abandonao…” y ese lamento me hace compañía).
Tenía que volver al coche como fuera. La noche era más noche todavía. Me guiaba por algunas farolas ocasionales (agradezco al Ayuntamiento su auxilio a descarriados menesterosos como yo), vi sin ver la inquietud de una mujer sola esperando en una marquesina la tardanza del autobús… Otro repecho. Más cambios. Ahora intentaba recordar lo que contaba Benito Muñoz cuando volvía de cubrir el Tour para el periódico sobre las hazañas que había visto de Indurain. Y me decía: “a ver si me llega a través de la noche de los tiempos un empujón, un ‘venga chaval que lo peor ya ha pasado”.
Y entre bromas y veras llegué (para qué contar más detalles) al coche, cumplí con las rutinas de rigor y ya con la bici a buen recaudo (tan exhausta como yo) me senté en una terraza, pedí una pinta y encendí un cigarro. Si Bahamontes esperaba en la cima a sus perseguidores deleitándose con un helado por qué no podía disfrutar de un Marlboro cuando el esfuerzo (por qué hay que comparar siempre) había sido semejante. “Luego pongo El larguero”, me dije, “a ver qué han hecho los colegas”. Y, según me comentó el camarero, me quedé dormido. Seguro que soñando que entraba con un maillot amarillo por los Campos Elíseos.
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