Hay personas que saben contar y otras que saben contarse. Rodrigo Cortés (Orense, 1973) consigue ambas cosas. Su conversación es casi tipográfica. Habla como si escribiera: dueño y señor de las comas, incluso aunque no exista un papel donde colocarlas. El escritor y director de cine estrena esta semana nuevo largometraje, Blackwood, una película que mezcla el suspense y el terror para narrar el oscuro tránsito de la adolescencia de un grupo de cinco niñas en un internado dirigido por madame Duret, una estricta mujer —protagonizada por Uma Thurman— que intenta sacar de sus alumnas una veta artística de donde sólo hay confusión. Y ahí está lo oscuro. En la extracción que ejecuta cada una en el pozo de sí mismas.
Basada en la novela de Lois Duncan Down a Dark Hall —la autora de Sé lo que hicisteis el último verano—, Blackwood está producida por Stephenie Meyer, aquella que escribió la saga Crepúsculo y que un día llamó por teléfono a Rodrigo Cortés para proponerle este proyecto, a todas luces pirómano para alguien con una profunda mirada de autor. Acaso por eso, porque Cortés consigue combinar las formulas más arriesgadas, asumió el reto, consciente de que lo suyo no sería una saga juvenil. Esto no es comida rápida, sino la larga digestión de las historias conflictivas.
Dice Cortés que el autor opina con el estilo. Y en su caso, se cumple. Hay algo de él en esta cinta oscura, más decimonónica que millennial, en la que Cortés dirige la sinfonía de las comas sin papel: esa forma de relatar que tienen los que saben contar y contarse. A estas chicas, como a la mayoría de sus personajes, las controla una fuerza superior. Así como le ocurría al personaje de su novela Sí importa el modo en que un hombre se hunde (Delirio) o al Ryan Reynolds que despertaba dentro de un ataúd en Buried, las chicas de Blackwood existen tamizadas por la mirada de un hombre con algunas certezas. Alguien que añade consistencia a lo que pudo ser sólo terror.
La cinematografía de Rodrigo Cortés tiene títulos de relumbrón. Aquella Luces rojas, película en la que reunió a Cillian Murphy, Sigourney Weaver y Robert De Niro para convertir la percepción en infierno e incluso como productor de Grand piano, dirigida por Eugenio Mira y protagonizada por Elijah Wood. Todo lo que ha hecho Cortés, ya sea en cine o literatura, está construido a lo grande, con una impronta específica, la de alguien que crea de forma permanente y en distintos formatos. Un humanista contrarreloj —que diría Juan Villoro— aunque el aludido ría cuando la frase va enmarcada entre signos de interrogación.
Rodrigo Cortés participa en tertulias —La Cultureta, de Carlos Alsina, por ejemplo—, escribe novelas, guiones, columnas de opinión, dirige largometrajes y hasta se inventa greguerías, como las de A las tres son las dos (Delirio), un pequeño volumen que mezclaba el tuit, el aforismo y el minicuento, o su Verbolario del ABC. Lo ha dicho, en varias ocasiones: la vida transcurre en los huecos que deja el Internet Movie Data Base (IMDB). Él, ya ve, lector, se lo toma al pie de la letra y anda por ahí como un Ramón Gómez de la Serna… sin sobrepeso.
Hijo de un ingeniero agrónomo y una botánica, Rodrigo Cortés veía películas «de oídas». Las que no lo dejaban ver, las imaginaba. Un doble ejercicio que lo hizo espabilar en el acto de la fabulación, o al menos eso cuenta él en la que puede que sea la entrevista número cuarenta o cuarenta y cinco de esta agenda de promoción. Media hora de charla en la que Rodrigo Cortés se desmarca de los pagados de sí mismos. Cuando está a punto de volverse solemne, hace un chiste, introduce una ironía. Echa abajo el castillo de su propio ego y lo deshace el ventarrón de un humor de esos que no se practican ante el espejo.
Teniendo a la escritora de una saga romántica de vampiros como productora y un guion basado en una novela para adolescentes, el asunto podía acabar muy mal.
Reconozco que la primera llamada me sorprendió y la recibí como una nota discordante, como una luz roja. ¿Por qué Stephanie Meyer quiere hablar conmigo de una novela juvenil de los años setenta? Mi cuerpo se puso en postura de prevención. Leí un borrador seminal que, contra todo pronóstico, resonó en mí por las grietas que percibí en el subtexto y que podían ser explotadas. Dediqué varios meses a asegurarme de que quedara claro qué es lo que pretendía hacer con la película, para que, si no era eso lo que ellos querían hacer, lo dejásemos lo antes posible. La relación con un estudio se parece mucho a una relación amorosa. Al comienzo, te inventas a la otra persona. Conviertes cada vaguedad en la confirmación exacta de tus deseos y eso garantiza la frustración. Les dije que mi intención era llevarlo a un territorio más polanskiano, más perverso y que resonara con la creación como un acto casi sacrificial y el arte como una laguna muy negra.
Blackwood plantea la adolescencia como un proceso oscuro de transformación. Ese territorio le gusta. En sus historias escritas y en sus películas hay una fascinación por el estropicio, ¿no?
No soy consciente de todas las decisiones que tomo en el momento, pero a posteriori puedo ver que suelo someter a los personajes a fuerzas superiores a ellos y que les toca atravesar circunstancias que los obligan a despertar, para bien o para mal, zarandeándolos. Algunos lo hacen demasiado tarde, otros a tiempo, e incluso contra su propia voluntad. Supongo que es una mirada sobre el mundo. Un modo de interpretar la realidad, más bien asombrado y a veces perplejo.
Ha hablado de un clima de los cuentos de Hoffmann en Blackwood. Si pudiese abocetar la película y describir los recursos literarios e incluso estéticos de los que echó mano, ¿cuáles serían?
Necesitaremos varios minutos, porque son muchos -ríe Cortés, cogiendo carrerilla-. La película es una experiencia, en gran medida, sensorial. Blackwood huye de determinados recursos de las sagas juveniles que hemos visto en los últimos años. Resuena con el mundo de Polanski, sobre todo de Repulsión y El quimérico inquilino, atmósferas tensas y progresivamente opresivas. Arquitectónicamente, y porque tiene un espíritu gótico, sigue un camino muy diferente. Blackwood no es la mansión de Drácula, por lo que sigue un universo mucho más romántico que gótico. Con líneas rectas que huyen de la contrafuga y con un ambiente académico y frío que la película va negando poco a poco. En términos de iluminación no es nada hollywoodense. Es muy sensorial. Toma referencia, en parte, de Picnic at Hanging Rock, de Peter Weir, y una luz muy naturalista y pictórica que va evolucionando y va a haciendo que la propia casa esté viva.
¿Y la música?
Ese es otro aspecto, por eso decía que necesitaríamos varios minutos para hablar de esos referentes. La música trabaja a niveles muy diversos. Empieza con ecos muy franceses, casi impresionistas, para definir esa mansión regentada por Madame Duret, de una sofisticación muy europea con ecos de Debussy, y sin embargo se va a haciendo más rugosa y primitiva hasta acabar con texturas de la música casi contemporánea, a lo que habría que añadir el compositor referente de la película que es Wilhelm Kestler, que es un compositor inventado, que es decimonónico y tiene resonancias de Liszt y Brahms. EL siglo XIX resuena en todas las decisiones de la película. Es más romántica que gótica.
¿Blackwood partió de los ingredientes de una «happy meal» (menú infantil de la cadena de hamburguesas) y terminó servida, bastante más sofisticada, con cubertería de plata?
Vamos a decir que con los mismos elementos pudo ser una «happy meal». Es decir, con el mismo fondo textual se pudo hacer una «happy meal», de cuatro millones, rodada en vídeo, en Canadá con actores de televisión y lanzada directamente a vídeo. Por otro lado, podríamos decir eso del 90% de las películas. Creo, firmemente, que el creador opina a través del estilo, y generalmente cuando oyes a grandes creadores hablar de su perspectiva social, política, ideológica del mundo tienden a decir las mismas convencionalidades que cualquiera, sin embargo a través de su digestión del mundo, de ese procesado profundo que se vierte a través de su oficio, es cuando expresa verdades mucho más hondas y que tienen que ver con su mirada depurada y comprendida de las cosas. La película trata de expresarse a través de los sentidos.
Lo sensitivo es algo que explota y sobre lo que reflexiona. Lo hizo en Buried, también en Luces Rojas.
No intento enterrar a Ryan Reynolds, sino a ti. Trato de que sea una experiencia física, que te afecte físicamente. Las cosas no sólo se absorben con el intelecto o la razón, sino con los sentidos. Ahí hay verdades igualmente válidas, que tu cuerpo entiende, aunque no puedo convertir en definiciones racionales. Idealmente, una película debe verse con la piel, con los huesos y con los músculos. No sólo debes poner tu cerebro en marcha, sino también tus ojos, tus oídos, e incluso tu piel, de la forma más limpia y abstracta posible.
¿Hay alguna impronta escultórica, renacentista o incluso dieciochesca en su manera de concebir lo cinematográfico?
Antes mencionabas los cuentos de Hoffmann, Michael Powell y Pressburger. Ellos hicieron una adaptación maravillosa de los cuentos de Hoffmann. Han sido uno de los referentes al abordar la película, porque expresaban historias de gran penetración popular, muchas veces basadas directamente en relatos, a través de las cuales vertían su sensibilidad humanística, su mirada sobre la pintura, la arquitectura o la música. Hablaban de algo que se llamaba película compuesta: la manera en la cual una película debía vertebrarse, a través de ritmos internos, con ecos musicales y cadencias específicas, que hacían que las películas más que escribirse se compusieran. Cuando tú hablas de la escultura, no es un acercamiento literal, y no lo había pensado, pero creo que las películas están modeladas, en gran medida. Y una de las cosas que haces con la cámara como pluma estilográfica y con el montaje, que te permite «musicar» la película, lo que haces es modelar. Sientes de manera casi física cómo estás apretando y deprimiendo cada una de las zonas, encontrando un relieve nuevo.
La música es a una película, lo que al narrador es… ¿la coma? ¿el punto? ¿la frase?
La música es importante, no desde el punto de vista del sonido, sino de la música interna. Una película puede no tenerla en absoluto y sin embargo estar llena de música. El montaje son los signos de puntuación, pero sólo puedo definirlo en términos musicales, hablando de melodía, ritmo y armonía.
Usted ha dicho que la escritura de cine y la literaria no son primas hermanas. Pero un director es un narrador. En usted coexisten ambos. ¿Cuál se impone?
Digamos que uno usa diferentes volantes según la disciplina, porque la narrativa literaria y la cinematográfica ni siquiera son compatibles. Usan armas distintas. Muchas veces, la literatura no es ni siquiera narrativa. Y puede ser más importante expresar la reacción de alguien con sed cuando bebe por fin un vaso de agua. Es más resonante la literatura mientras que en el cine los personajes se expresan a través de la acción, que puede vertebrarse con poesía, pero los personajes se definen no por cómo se piensan sino por lo que hacen. En la literatura suele ser al revés, y por lo tanto apagas al escritor cuando diriges, entre otras razones porque tus armas son otras.
Milena Busquets es el pseudónimo que usa Uma Thurman para escribir, ¿verdad?
¿Se parecen mucho?
Bastante.
Su nombre real es Karuna, así que ya tiene su propio pseudónimo.
Está muy cambiada en esta película.
De alguna manera, había que crear un personaje que pudiera proyectarse en la pared en forma de sombra, esa mantis religiosa que es Madame Duret. Por eso tiene el pelo corto, oscuro, para alejarnos de la visión que tenemos de ella, además del vestuario diseñado por Zack Posen, que define de forma definitiva esa silueta.
Las niñas también son rocosas. Aún siendo tiernas adolescentes, hay un endurecimiento y ferocidad importante.
Son niñas sobrantes. Niñas problemáticas que sobran en sitios muy distintos. Y ahí dentro no encuentran la solidaridad. No se apoyan. No se quieren y no se gustan. Y una de ellas, que sería el personaje de Verónica, la hispana, prácticamente se ha criado haciendo de la desconfianza bandera y rechazando cualquier posible ayuda que pudiera recibir, perfectamente conocedora de que conllevaría un pago que no desea satisfacer. Sí, son duras y reales en ese sentido, pero es que el tránsito de la adolescencia es duro y es oscuro, porque uno tiene que deshacerse de quien era, lo sepa o no, y acceder a un mundo que le exige hacerse cargo de sí mismo.
Escribe novelas, aforismos, columnas, guiones, dirige películas, participa en tertulias. Casi a lo Ramón Gómez de la Serna. ¿Es usted un humanista contrarreloj?
¿Cómo puedo contestar a eso? ¿Sí? ¿No? ¿O digo una obviedad de esas del tipo «eso queda para los demás» o «es una pregunta que debería hacer a los otros»?.
Ah, eso ya es cosa suya. Pero bueno, es cierto que en su personalidad coinciden muchas otras sensibilidades.
Tal vez he acabado dedicándome al cine porque concita muchas otras disciplinas que se pueden unir de forma armónica. Hay una parte literaria, no sólo en el desarrollo de una trama sino en los diálogos. Hay una parte pictórica, que tiene que ver con la composición de la imagen. Otra de música, tanto interna como externa, y tal vez es la forma de narración que permite una penetración más poderosa en el inconsciente del receptor, porque usa volantes muy diversos.
Su primer recuerdo… ¿es de lector o de espectador?
Diría que lector…. —se detiene—. Bueno, no. Es una respuesta pretenciosa, como si leyera con dos años, y no es verdad. Te diré que, como espectador, tengo un recuerdo muy claro de una película que no vi. Cuando me llevaron a ver Tarzán y su hijo, lo que me afectó de manera profunda fue el cartel de King Kong que había en la entrada. Eso se acabó convirtiendo en una constante en mi vida. Me quedaba mirando las marquesinas de los cines para ver las fotos que me permitían deducir películas. Entraba en los videoclubs para ver las carátulas e imaginar el catálogo inagotable que jamás pude ver. Era mucho mejor imaginar El alimento de los dioses viendo la carátula que la inevitable decepción de verla por fin en casa de un amigo. Y me formaron más en el género las películas que entreví desde la raja de la puerta de la sala de mis padres cuando veían películas que yo no podía ver, que escuchaba parcialmente y veía de forma muy confusa en la distancia, que las que pude ver con comodidad.
Conscientemente, ¿qué se consideró primero: lector o espectador?
Lector. En casa no nos dejaban ver la tele en la semana y no teníamos vídeo, así que robaba libros de la estantería de mis padres y los leía de forma furtiva, con un dedo en el interruptor de la luz para reaccionar a cualquier ruido del exterior. Aún ahora, si llego muerto a casa, mi demanda placentera inmediata es mucho más dedicar una hora a leer algo que ponerme a ver una serie
Por lo que cuenta, en su casa confluían sensibilidades. ¿Alguien de su familia se dedicó a la literatura o el cine?
Mi padre era ingeniero agrónomo y mi madre botánica, pero teníamos una biblioteca nutridísima. Mi padre escuchaba mucho jazz y mi madre mucha clásica, también discos de los sesenta y setenta. Mi padre era un cinéfilo impenitente. Me enseñó que mi segundo director favorito, ya que de niño tenia en el altar a Spielberg, era John Ford. Me enseñó la grandeza de La diligencia y Centauros del desierto, más allá de ese ET que yo adoraba.
El western es la gran épica del siglo XX. Hay quienes dicen, como Marías, que se perderá, porque las nuevas generaciones no lo ven. ¿Qué piensa?
Tengo escrito un western. De hecho, me entusiasmaría hacer un western. Es el género cinematográfico definitivo, porque la palabra sobra. Es el género del paisaje. Es cruel. Es puro, como la nobleza. Puro, como el mal, porque no hay donde esconderlo. No admite adornos. Se manifiesta y desarrolla a través de la atmósfera, que es el lugar donde se desarrolla la personalidad de los personajes callados. Por eso es un tablero tan resonante y goza de una mala salud de hierro, y por eso siempre regresará.
¿Veremos un Rodrigo Cortés a lo Visconti? ¿Dirigiría una ópera? ¿Haría teatro?
Me gustaría mucho hacer teatro. Una de las razones por las que siempre me llevo muy bien con los actores es porque era muy malo en los café teatros, cuando empecé a escribir mis primeros sketches con dieciocho años. Sé lo que es enfrentarse al público y hacer algo con la voz. Aunque yo lo hiciera muy mal. Sé apreciar ese arte del que yo he carecido y que respeto profundamente.
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