La religión es poderosa porque bloquea los sentidos. Es como un tapón: se coloca delante de la vía de escape y el agua se acumula hasta acabar desbordando. Uno se desliza por sus paredes y siente esa liviana sensación de lejanía, comprendiendo la toma de decisiones y la realidad material como algo ajeno. La religión es un refugio cómodo, anestésico, un cuarto acolchado para dormir plácidamente —Lorca decía eso de es como si me bebiese una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas, aunque él hablaba de otra cosa—. Y en ese delirio noctámbulo es donde se pierden las voluntades.
Jeidi, la niña que da nombre a la novela debut de Isabel M. Bustos (Chile, 1977) —publicada en España por Alianza Editorial—, nunca ha tenido esa voluntad. Nacida huérfana de madre, soportó pronto el peso de la culpa. «Todos me dicen siempre que yo maté a mi madre». Con su padre desaparecido, Ángela —que así se llama realmente— vive junto a su abuelo en la cima de una colina —de ahí su sobrenombre— en el pueblo chileno de Villa Prat. A sus once años, despierta un día con la certeza de estar embarazada, pese a no conocer siquiera de forma lejana los mecanismos del sexo. Ella, así como pronto los habitantes del pueblo, no puede pensar en otra cosa: aquello que allí ocurre es un milagro divino.
Así es como cae la religión en la narración de Isabel Bustos: primero se extiende como una niebla que todo lo cubre, que logra incluso escurrirse en los más remotos rincones de esa Villa Prat mística —uno, por el ritmo y el estilo de la autora, no puede evitar remitirse mentalmente a la Comala de Pedro Páramo—, y después cae sobre ella como una lluvia intensa, como una concatenación de temibles tormentas. Y el lector asiste a una cosa arrebatadoramente genial a nivel literario por lo siniestro de la atmósfera que logra dibujar: la sacralización y posterior comercialización de una niña que cree que Dios la ha elegido para su nueva cruzada terrestre.
La autora chilena traza en Jeidi un retrato salvaje por su profundidad crítica del sistema de creencias que todavía domina al rural chileno, de cómo su aislamiento los induce en un estado de perpetua desconfianza hacia el humano y redentora entrega a sus liturgias. Su prosa eléctrica, adosada con habilidad a esa citada lluvia tormentosa que se desprende sobre Villa Prat a lo largo de todo el libro, encuentra el camino para descansar en lagunas reflexivas de honda fuerza poética, que dotan al relato de la ambigüedad necesaria para sostenerse en equilibrio entre un dramatismo desabrido y su sutil ejercicio de la ironía.
Los personajes que describe Isabel Bustos están asustados sin remedio, invadidos por una soledad cancerosa que se apodera de ellos y de la que buscan huir sin tener mucha idea de cómo hacerlo. Así, en esa búsqueda ciega, acaban encontrándose con la única cosa capaz de salvar a una persona perdida: un propósito. Villa Prat se induce a sí misma, ante el virtuoso embarazo de Ángela, en un estado de aterradora autoindulgencia, de imaginarse bendecida ante los ojos de Dios. Y así se sostiene a sí misma, gastando el tiempo de la forma más ligera posible.
Existe algo en esa génesis de lo sacro que inventa la escritora que resulta, al mismo tiempo, inquietante y esperanzador. Jeidi inquieta porque expone, con su parábola imposible, aquello de que no somos sino seres susceptibles de caer víctimas de aquellas mentiras que prometen brindarnos paz. Y difícilmente existirá algo menos pacífico que una paz sostenida sobre mentiras. Sin embargo, brinda esperanza en el sentido de que no deja de convertirse, en un desdoble inteligente y un ejercicio elegante de trabajo de los subtextos, en un canto a la capacidad que el ser humano posee para moldear su propia realidad e incluso escapar de ella si es necesario. Jeidi es mártir, sí, pero también se erige como eventual heroína. Porque si Jeidi pudo ser la Virgen María, lo más probable es que cualquiera de nosotros pueda ser cualquier cosa que se proponga.
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Título: Jeidi. Autora: Isabel M. Bustos. Editorial: Alianza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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