Repensar a los clásicos es siempre una temeridad. Lo es dado que la vigencia temporal solo llega a manos de un pequeño grupo de autores que, por uno u otro motivo, trascienden el muro de su propia época. Sobre Anton Chéjov se puede afirmar, con la perspectiva que nos han entregado los más de cien años que se acumulan ya tras su muerte, que es uno de los dramaturgos y escritores —en especial, por su aportación en el apartado de los cuentos— más relevantes de la historia de la literatura rusa, europea y mundial. Y una de sus cimas, por inusual que parezca, fue esa descreída comedia en cuatro actos llamada La gaviota. Adaptada hasta la saciedad en escenarios de todo el mundo desde su estrepitoso estreno en 1896, esta obra capital de Chéjov llega esta semana a las salas de cine españolas, comandada por el cineasta y director teatral Michael Mayer.
Consciente de las ventajas que ofrece una narrativa audiovisual frente a una teatral, Lumet siempre supo cómo conjugar ambos mundos sin hacer que ninguno sometiese al otro
Esta no es, sin embargo, la primera ocasión en que La gaviota es trasladada al lenguaje audiovisual. El director ruso Yuli Karasik la adaptó en 1972 y el italiano Marco Bellocchio en 1977. Este mismo año, el sudafricano Christiaan Olwagen ha hecho lo propio con una versión rompedora de la obra. Sin embargo, la que probablemente sea la versión cinematográfica de La gaviota con más fama hasta la fecha es la realizada por Sidney Lumet en 1968, con un reparto encabezado por James Mason, Vanessa Redgrave, Simone Signoret y David Warner. Cuando llegó su adaptación de Chéjov, la devoción de Lumet por el mundo del teatro ya había quedado más que patente: antes ya había trabajado sobre Largo viaje hacia la noche, de Eugene O’Neill, o Panorama desde el puente, de Arthur Miller. Además, el sello teatral de su ópera prima, 12 hombres sin piedad, es indiscutible.
La versión de Sidney Lumet destacó entonces por la forma en que lograba adherirse al imaginario del autor ruso. El empleo de recursos cinematográficos por parte del director de Philadelphia resultaba atractivo, aunque nunca intrusivo. Consciente de las ventajas que ofrece una narrativa audiovisual frente a una teatral, Lumet siempre supo cómo conjugar ambos mundos sin hacer que ninguno sometiese al otro. Su película respeta a rajatabla la estructura de la obra original, rehuyendo así el idealismo del personaje de Konstantin Tréplev, que brama, desde el primer acto, aquello de que «es preciso emplear nuevas formas». En este sentido, la película de Sidney Lumet funciona casi mejor como extensión de la propia obra de Chéjov. La adaptación de Michael Mayer ha decidido apartarse un poco más de esos territorios del respeto y el homenaje.
Mayer, que hasta la fecha solo contaba con dos largometrajes en su haber (Una casa en el fin del mundo y Flicka), acumula tras de sí una vasta experiencia como director de escena, incluyendo en su haber una versión del Tío Vania de Chéjov. Sin embargo, partiendo de aquella premisa de que cine y teatro emplean dos lenguajes diferentes para contar las mismas historias, en su adaptación de La gaviota ha optado por una puesta en escena de corte intimista, colocando siempre la cámara próxima a los rostros de sus protagonistas en busca de ese intangible del cine que resulta mucho más ajeno al teatro: el matiz gestual.
Para ello, ha contado con un reparto de excepción. Annette Bening, que este mismo año demostró sentirse cómoda interpretando a antiguas estrellas venidas a menos en Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, encarna con precisión a la frágil y orgullosa Irina Arkadina; Saoirse Ronan se introduce en la suave y delicada Nina Zarechnaya; Elizabeth Moss se convierte en Masha para exclamar: «Cuando una persona siente un amor como este, lo que debe hacer es arrancárselo». Pero hay mucho más: Corey Stoll, Brian Dennehy, Billy Howle —quien ya compartió desamores con Ronan hace unos meses en otra adaptación literaria, en aquel caso de En la playa de Chesil, de Ian McEwan—, etc. Así, la lucidez de su reparto se convierte en una de las mayores bazas de la cinta de Michael Mayer.
Además de la ligera ruptura de la estructura narrativa —Mayer traslada el principio del cuarto acto al principio de la película para, a posteriori, trazar todo el recorrido que lleva a los personajes hasta ese punto, con el propósito de dotar a la película de un carácter circular—, otra de sus innovaciones fundamentales es la de romper con los decorados estáticos presentes tanto en la obra de Chéjov como en la película de Sidney Lumet. Esto, sin embargo, juega a veces en contra del poder sugestivo de su propia narración, dado que, en su propósito por extender el espacio físico de su película, muestra al espectador escenas que el autor ruso pensó fuera del cuadro, es decir, más allá de la percepción del lector, que se encuentra directamente con las consecuencias de los actos cometidos por sus personajes, y no con los actos en sí mismos.
Esta simplificación de la narración va de la mano de una ligera afectación en el tono, paliada a menudo por el buen trabajo de los intérpretes, que en ningún caso aparece en la obra original de Chéjov, al mismo tiempo trágica y cómica; desoladora y sarcástica. La vertiente ácida de La gaviota parece, pues, esfumarse de la película de Mayer —con excepción de alguna salida de tono de los perfectamente ejecutados personajes de Elizabeth Moss y Annette Bening—, en favor de un aire melodramático enfocado particularmente en el personaje de Billy Howle, ese Konstantin Tréplev avasallado por su propio entorno y en constante lucha con la parte de sí mismo que parece pretender aplastarlo.
La temeridad no le ha salido mal a Michael Mayer, dado que el resultado resulta efectivo en muchas de sus dimensiones, aunque no deje de tratarse, si se observa con detenimiento, de una relativa simplificación del trabajo de Chéjov: las herramientas cinematográficas empleadas —cromatismo melancólico, banda sonora tibia, psicologización excesiva de los personajes— trabajan solo en una de las múltiples direcciones propuestas por el dramaturgo ruso. Así, de una magistral obra de teatro nace una película correcta, ejecutada con talante sobrio, aunque de forma un tanto desapasionada.
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