«Es necesario que todo cambie para que todo siga igual», escribió Lampedusa. Aunque la gente cita de memoria a este gran escritor italiano, así que a veces dice que todo cambia para que nada siga igual, que nada cambia para que todo siga igual y cosas del estilo, variaciones sobre un mismo tema; rara vez estas palabras de El Gatopardo, una de las mejores novelas del siglo pasado, se repiten al pie de la letra; en cualquier caso, suelen servir tanto para un roto como para un descosido, es decir, para intentar recalcar que todo cambia o para tratar de subrayar que todo sigue igual.
Así que todo cambia, que todo sigue igual, o que nada cambia, o que no sabemos cómo digerir los cambios, o cómo interpretar lo que nos pasa, y entonces desembocas en septiembre sin sacudirte la resaca de las vacaciones, desconcertado, cargado de buenas intenciones pero cansado, como siempre; de nuevo al tajo, al andamio, detrás del mostrador, a las órdenes de la pantalla del teléfono, del cliente, siempre tan razonable y con toda la razón del mundo; vuelves, si es que te habías ido, si es que habías huido, y los primeros días, sobre todo, parece que el que ha vuelto es otro, no el que sesteaba en la tumbona, allá en la playa o el pueblo, ni tampoco el intrépido que se aventuraba por el mundo.
Al cabo de unas semanas (o de unos días, o incluso de unas horas) todo cambia. O todo sigue igual. Como antes. Parece que nunca te has ido. Inmerso en las pequeñas alegrías y las grandes preocupaciones (o viceversa, para los afortunados) de la vida cotidiana, más pronto que tarde percibes cómo el paréntesis de las vacaciones se inserta velozmente en el pasado y se distancia de tu presente, de tus rutinas. El espejismo de vivir sin trabajar se disipa.
Decía Groucho o Karl Marx que el trabaja aliena, nos hace otros. Se equivocó: las vacaciones alienan.
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Publicado en Diario de Burgos, después de veranear, en septiembre de 2006.
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