Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
P. Kavafis. Antología poética.
Alianza Editorial, Madrid 1999.
Edición y traducción: Pedro Bádenas de la Peña
Desde que descubrí a Kavafis con poco más de 18 años, este poema se convirtió en himno vital. Glosaba a Homero, uno de los dioses de mi panteón, a través de su personaje Odiseo, cuyas peripecias para retornar a su patria, Ítaca, una humilde isla en el mar Jónico, libamos en La Odisea.
Ulises renuncia a la pasión de dos diosas e, incluso, a la inmortalidad, con tal de volver a su mísero terruño, bueno sólo para la cría de cabras, donde espera que lo aguarde el amor de su esposa Penélope y de su hijo Telémaco.
Desde entonces Ítaca se ha trocado en una metáfora de vida, en esa patria, no sólo física, sino también espiritual, a la que todos soñamos con tornar, esa conjunción de espacio, tiempo y personas en la que nos hemos visto plenamente realizados. Ítaca no ha de ser sólo un espacio geográfico, sino, ¿por qué no?, un paisaje, un cuadro, un libro o una canción, que han esculpido su impronta en nuestra ánima y a los que invocamos cuando sentimos haber perdido el rumbo o tan sólo queremos paladearlos en nuestros instantes de recogimiento.
La vida, veleidosa, no me ha concedido una única patria, sino que me ha arrastrado de acá a acullá, lo cual ha hecho que me convierta en una especie de peregrino y que no tenga una sola Ítaca, sino varias. Considero mis Ítacas aquellos lugares donde he sido feliz, que han marcado mi trayectoria vital y que han sido compartidos con personas que, en su momento, dejaron huella en mi alma andariega. Desde Peñarrubia, la aldea de Elche de la Sierra, donde galantea el río Segura aún mozo y a la que trasladaron a mi padre en los últimos 60, cuando yo tenía tres meses. En la que mi Maestro, al que tuve la fortuna de hallar en aquel caserío recóndito de poco más de 300 almas, me enseñó a leer y me inoculó el amor por los libros, la lengua y la historia, mientras la agreste naturaleza serrana acompañaba mis andanzas infantiles. Pasando por Elche de la Sierra, en el cual los maestros y profesores del colegio y del instituto públicos me proporcionaron una robusta formación, que me escoltaría el resto de mi deambular por los senderos de la vida. Allí fue donde los dioses me ofrendaron ser discípulo de mi Magister Raimundo, quien me contagió su pasión por las letras y el mundo grecolatino y me enseñó casi todo cuanto de ello sé aún hoy en día.
Es por lo dicho por lo que poseo varias Ítacas, a las que siento anhelos de retornar con cierta periodicidad, ya que alimentan cada una de ellas una faceta de mi poliédrico espíritu. Inicio con este artículo una serie dedicada a aquellas de entre mis Ítacas que más me han marcado, con la intención de compartirlas con el paciente lector, a la espera de despertar en él el deseo de vivirlas en primera persona.
Permítaseme comenzar por Cartagena, ciudad del sureste español, a la que la vida me ha ligado de una manera u otra en los últimos tiempos. Muy pocas ciudades hay en Europa que atesoren a sus espaldas tanta historia. De ella han hablado autores griegos, romanos y árabes. Ha sido descrita en caracteres helenos, púnicos, latinos o arábigos. Poblada por iberos, cartagineses, romanos, visigodos, bizantinos, vándalos, mahometanos y cristianos provenientes de los reinos de Aragón y de los de Castilla.
Sus calles han sido holladas por caudillos de la talla de los púnicos Asdrúbal el Bello y Aníbal Barca o los romanos Publio Cornelio Escipión, Sertorio, Pompeyo, Julio César y Augusto. Desde sus muelles partieron rumbo a algunas de sus campañas el Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, o Don Álvaro de Bazán. Fue puerto de entrada para un rey de España, Amadeo I, y de salida hacia el exilio para otro, Alfonso XIII.
La han glosado autores del nivel del heleno Polibio o los latinos Tito Livio y san Isidoro de Sevilla, amén de aparecer citada por Miguel de Cervantes, Benito Pérez Galdós, Ramón J. Sender o el cartagenero Arturo Pérez-Reverte. Ahí es nada.
Varias veces arrasada hasta los cimientos, siempre ha sabido resurgir de entre sus cenizas.
La mayoría de los estudiosos coincide en que fue fundada ex novo por Asdrúbal el Bello, lugarteniente y yerno del general cartaginés Amílcar Barca, en torno al 227 a.C. con el nombre de Qart Hadasht, o sea, la Nueva Cartago, patria africana de los púnicos. Aunque muchos van más allá, todavía sin mucho fundamento arqueológico e historiográfico, y defienden que previamente a la llegada de los cartagineses existía un poblado de nombre Mastia, habitado por los iberos, citado por Avieno en su Ora Maritima.
Autores más osados, vigentes los más hasta el Barroco, como el erudito murciano Francisco Cascales, autor de un famoso discurso sobre el origen de la ciudad pronunciado en 1597, remontan sus orígenes a los brumosos tiempos del legendario reino de Tartessos. O bien le atribuyen su fundación a Teucro, uno de los aqueos que combatió en la conquista de Troya. Según ellos, el héroe, que aparece en los poemas homéricos y es medio hermano del legendario Áyax, fue expulsado de su isla, Salamina, a su regreso de Troya y obligado a seguir navegando hasta arribar a estas costas y fundar una ciudad con el nombre de Teucria nada menos que en el 1184 a.C., hipótesis que aparecían en escritores de la latinidad como Silio Itálico, Juniano Justino o Pompeyo Trogo.
El tristemente desaparecido creador murciano Luis Federico Viudes compuso una tragedia, Asdrúbal, publicada en Ediciones Clásicas, en la que intentaba conjugar la existencia de una ciudad pre-cartaginesa, Mastia, cuyos orígenes serían tartesios, con la refundación de la misma por el púnico Asdrúbal, que acabaría cambiándole el nombre e intentando unir a los primigenios habitantes de etnia ibérico-tartesia con los cartagineses. Asdrúbal será asesinado por un indígena disconforme con su política de ocupación y su sucesor en el gobierno de la ciudad y de la Ispania sometida a las tropas cartaginesas habrá de ser su cuñado Aníbal Barca, el legendario caudillo.
Subiendo al Cerro de la Concepción, en una recóndita plazoleta cabe los muros de la fortaleza medieval que lo corona, un humilde busto, erigido por un autor cartagenero en 1965, recuerda la figura del fundador de la urbe.
Desde esta población, Aníbal Barca planificó la conquista de la Ispania no sometida a sus requerimientos de vasallaje a Cartago. Ejemplo de resistencia a las ansias imperialistas de los africanos lo dio Sagunto. A pesar de que, según el tratado firmado por Asdrúbal y la República Romana en el 226 a.C. (Tratado del Ebro), todos los territorios situados al sur del río Ebro quedaban bajo la esfera púnica, Roma se saltó este tratado y firmó un pacto con los edetanos que poblaban Sagunto. Aníbal puso cerco a la población, que acabó cayendo ocho meses después, tras haberse suicidado sus últimos pobladores. Esta acción fue tomada por Roma como casus belli, dando comienzo a la Segunda Guerra Púnica.
En Qart Hadasht Aníbal reunió un ejército, formado en su mayoría por mercenarios íberos, celtas y númidas, con el que partió en el 218 a.C. a atacar a los romanos en la propia Italia, tras atravesar los Pirineos y los Alpes sin que se percataran sus enemigos. Aquí dejó también el inmenso tesoro obtenido de sus conquistas y de la explotación de las cercanas minas, con el cual pagaría a los mercenarios que partieron con él desde este rincón del sureste y a los que se le irían uniendo al ver cómo derrotaba a Roma en Trebia, Tesino, Trasimeno y Cannas, sin que los de la loba supieran reaccionar. Igualmente recluyó en esta capital a los hijos y nobles de las ciudades iberas aliadas o sometidas. Pretendía asegurarse la lealtad de las mismas tomándolos como rehenes.
La ocupación cartaginesa duraría poco más de 18 años, ya que en el 209 a.C. fue conquistada por Publio Cornelio Escipión, al que la Historia acabará motejando como Escipión el Africano. Aun así la ciudad conserva algunos restos de época cartaginesa cuales la imponente Muralla Púnica, uno de los pocos vestigios de esta época que conservamos en España. Muy recomendable su visita, además de por su valor histórico, porque sobre ella se construyó la cripta mortuoria de una ya desaparecida ermita, la de San José, cuya visita no deja indiferente.
El historiador griego Polibio nos ofrece la mejor descripción de Carthago Nova en las fuentes antiguas. Polibio visitó la ciudad en compañía de su amigo Escipión Emiliano, conquistador a la sazón de la Cartago de Túnez en la Tercera Guerra Púnica y, después, de Numancia. Es Polibio quien nos habla de las famosas cinco colinas sobre las que se asentaba la ciudad, del marjal que la circunda por el poniente y el norte y del istmo que la separa de tierra firme y del mar.
Escipión Emiliano era nieto del mítico Escipión el Africano, conquistador a los púnicos de Qart Hadasht y vencedor de Aníbal. Es más que probable, entonces, que Polibio recogiera de su amigo detalles jugosos, transmitidos por su familia, para describir la toma de la ciudad por los romanos, en una compleja operación anfibia, prodigio de táctica militar. También compartía amistad con los anteriores y los acompañó en su visita Cayo Lelio Sapiens, hijo del lugarteniente del Africano, sujeto activo de los hechos narrados.
Tito Livio, contemporáneo de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia, nos ofrece igualmente un vívido relato de dicha conquista en el libro XXVI de su monumental Ab urbe condita. En un afamado pasaje de la misma, Livio nos da noticias de la clemencia de Escipión una vez conquistada la urbe para con los rehenes que tenían los cartagineses confinados allí.
“Cuando aparecieron los rehenes, Escipión empezó por inspirarles confianza y disipar sus temores. Habían, les dijo, pasado bajo el poder de Roma, y los romanos preferían mantener atados a los hombres más por los lazos de la amabilidad que por los del miedo. Preferían más que los países extranjeros se les unieran bajo términos de alianza y de mutua buena fe a mantenerlos bajo dura servidumbre y sin esperanza. A continuación, recogió los nombres de las ciudades de procedencia y cuántos pertenecían a cada una. Se mandaron embajadores a sus hogares, pidiendo a sus amigos que vinieran a hacerse cargo de aquellos que eran de los suyos; de donde resultaron estar presentes embajadores, les hizo entrega en el acto de sus paisanos; el cuidado del resto fue confiado a Cayo Flaminio, el cuestor, con órdenes de prestarles protección y tratarlos bondadosamente. Mientras estaba en estos menesteres, una dama de alta cuna, la esposa de Mandonio, el hermano de Indíbil, régulo de los ilergetes, se adelantó entre la multitud de rehenes y, echándose a llorar a los pies del comandante, le imploró para que acentuara fuertemente en sus guardas el deber de tratar a las mujeres con ternura y consideración. Escipión le aseguró que nada le faltaría a este respecto. Luego, ella continuó: «No damos mucha importancia a estas cosas, pues, ¿qué hay en ello que no sea lo bastante bueno, en las presentes circunstancias? Soy demasiado vieja para temer el daño al que está expuesto nuestro sexo, pero es por las demás jóvenes por las que siento inquietud». Alrededor de ella estaban las hijas de Indíbil y otras doncellas de igual rango, en la flor de su belleza juvenil, que la miraban como a una madre. Escipión le respondió: «Por el bien de la disciplina que yo, junto al resto de los romanos, mantengo, procuraré que nada de lo que en cualquier parte es sagrado se viole entre nosotros; tu virtud y nobleza de espíritu, que ni en la desgracia has olvidado tu decoro de matrona, me hará ser aún más cuidadoso en este asunto». A continuación, las puso bajo el cuidado de un hombre de probada integridad, con órdenes estrictas de proteger su inocencia y modestia con tanto cuidado como si fueran las esposas y madres de sus propios huéspedes”.
Dion Casio y Apiano, a su vez, nos hablan del mencionado pasaje de la toma de la capital púnica en Hispania, transcendental para el desenlace posterior de la Segunda Guerra Púnica. Silio Itálico, por su parte, nos da una versión más poética en el libro XV de su epopeya Punica.
Todas estas fuentes, y otras más específicas, han sido usadas por Santiago Posteguillo para relatar, en una prosa trepidante, la toma de la ciudad cartaginesa por las tropas de Escipión y su lugarteniente Lépido en Africanus, el hijo del cónsul.
Para el lector que sienta más curiosidad sobre el tratamiento que los autores antiguos le dieron a nuestra particular Ítaca cartagenera, le recomendamos bucear por los siguientes enlaces:
- https://www.cervantesvirtual.com/bib/portal/simulacraromae/cartagena/biblio.htm
- https://bib.cervantesvirtual.com/portal/simulacraromae/libro/c5.pdf
- José Antonio Artés, La descripción de Cartagena de Polibio.
Recientemente se ha excavado una porción de la Plaza de la Merced, popularmente conocida como la del Lago. En ella, aparte de un estupendo tramo del decumano máximo, una de las vías que recorría la urbe de este a oeste, se han encontrado los vestigios de una casa cartaginesa que fue incendiada en el momento en el que las tropas de Escipión conquistaron la ciudad. Subir al abandonado Castillo de los Moros, pendiente de urgente restauración, significa encaramarse al cerro desde el que Publio Cornelio Escipión coordinó la compleja operación militar, por tierra y mar, que desembocaría en la toma de la población. Intentar recorrer las cinco colinas descritas por Polibio y Tito Livio, llevando a estos autores en el alma, es una experiencia que recomendamos al viajero ávido de emociones.
Aconsejamos ascender a la colina del Molinete, antiguo Arx Asdrubalis, donde el fundador de la ciudad erigiera su fastuoso palacio (del cual aún no se han hallado rastros). Allí hay un parque arqueológico que nos ofrece una excelente panorámica de la ciudad, a la par que indagar en busca de restos desde la cultura púnica, con un templo cartaginés mantenido con culto también por los romanos dedicado a la diosa Atargatis hasta la entrada de un refugio antiaéreo construido en plena Guerra Civil. Asomándonos a la zona nueva de la población, al norte, sobre las murallas que en el siglo XVI se levantaran por orden de Carlos I, conviene tener presente que aquello era un almarjal, una laguna salada conectada con el mar, y que hasta finales del XIX y comienzos del XX no fue desecado. Vadeando esa laguna salada, algo que los púnicos consideraban imposible, un comando de legionarios de Escipión consiguió escalar los muros por una zona cercana a esta colina y sorprender por la espalda a los defensores cartagineses, que, confiados en que la laguna protegía este flanco, concentraron su defensa en el istmo que guardaba la actual Muralla Púnica y en la zona del puerto, desde donde eran atacados por la flota romana.
En 1990 un grupo de cartageneros, enamorados de su ciudad y de la milenaria historia de la misma, idearon un festejo mediante el que se conmemoraran los hechos acontecidos desde la fundación de la ciudad por Asdrúbal hasta su conquista por Escipión. Nacieron, así, las Fiestas de Cartagineses y Romanos. En los poco menos de 30 años que vienen celebrándose sin interrupción, en la segunda quincena de septiembre, han conseguido ser declaradas de Interés Turístico Internacional.
Cerca de 4.000 festeros, ataviados con sus mejores galas, cartaginesas o romanas según sus querencias, lo dan todo para homenajear a sus ancestros y transmitir esa pasión a sus visitantes. Paseando por las plazas y calles de Cartagena en esas fechas el viajero podrá bucear en la historia y asistir a representaciones teatrales que recuerdan la fundación de la ciudad, la destrucción de Sagunto, las bodas de Aníbal e Himilce, la batalla que supuso la caída de la ciudad en manos de los de Escipión y un largo etcétera. Aconsejamos rematar la jornada nocturna viviendo el Campamento Festero, a la vera del Estadio Carthagonova, en el que podremos admirar los cuarteles de las tropas y legiones participantes en el evento y compartir con los festeros las decenas de actividades que organizan para agasajar a los visitantes y hacerles partícipes de su memoria.
Tras la conquista romana la urbe, llamada ahora Carthago Nova, experimentó un período dorado gracias, sobre todo, a la explotación de las cercanas minas, especialmente de plata, de La Unión y a la manufactura de una gama de salazones, cuyo buque insignia era el afamado garum sociorum. Esta característica salsa, confeccionada macerando en grandes piletas pescados azules, con sus vísceras incluidas, mezclados con sal y hierbas aromáticas, alcanzó gran reputación y fue considerada la que se producía en estos lares como una de las mejores de todo el imperio. No son de extrañar, por tanto, los millares de ánforas con la etiqueta de garum sociorum que se han hallado bien en el vertedero de las ánforas del puerto de Roma, que ha dado lugar al conocido Monte Testaccio (sobre el que en la actualidad se alza un barrio residencial), bien en las excavaciones de suntuosas villas a lo largo de la geografía mediterránea. Restos de estas factorías de salazón podemos conocerlos en la bahía de Portmán, guardiana además de un precioso tramo de calzada romana, o en la vecina población de El Puerto de Mazarrón.
De la importancia que alcanzó Carthago Nova en época republicana y altoimperial dan testimonio personajes clave de la historia que hollaron sus calles en algún momento. Sertorio, uno de los hombres leales a Mario, se sublevó contra el gobierno de Sila y organizó un ejército en Hispania que puso en serios aprietos a la República. En su lucha contra ésta puso sitio a la urbe, donde se concentraba la flota senatorial, mas la férrea defensa de Lucio Cornelio Barbo, que acabaría siendo uno los más estrechos colaboradores de Julio César, impidió que la población cayera en manos rebeldes.
Durante el Primer Triunvirato, Pompeyo Magno, que había combatido a los sertorianos en la península como procónsul, haciéndose con una nutrida red clientelar, dotó a la ciudad de un acueducto, el más antiguo de entre los que se conservan en Hispania. La fuente o brocal donde acababa el mismo la podemos admirar, algo escondida, en uno de los patios del Museo del Teatro Romano.
Su hijo, Cneo Pompeyo el Joven, pone de nuevo sitio a la ciudad, que se había decantado por el bando cesariano. Tal vez fue esto lo que motivó que, tras el fin de la contienda civil, la urbe fuera nombrada colonia por César al haberle permanecido fiel: Colonia Urbs Iulia Nova Carthago.
En esta época se levantó en la ladera oriental del Mons Aesculapii, en cuya cima las fuentes cuentan que se erguía un templo a Esculapio, el Asclepios del que hablaba Polibio, dios de la medicina, un magnífico anfiteatro para albergar los combates de gladiadores, anfiteatro sobre el que, pasados los siglos, construyeron una plaza de toros. Monumento que está aguardando a que el gobierno autonómico, muy rácano a la hora de invertir en cultura, libere los fondos para proceder a su excavación y posterior puesta en valor. Los sondeos y estudios previos aseguran que el potencial de este edificio será equiparable a la de su vecino teatro romano, en la otra vertiente de la misma colina, cuya excavación y musealización revolucionó para bien la historia de Cartagena.
El propio César pasa una temporada en la ciudad, acompañado del que luego será su hijo adoptivo: su sobrino nieto, Cayo Octavio Turino, al que conocerán tras la adopción como Cayo Julio César Octaviano, el futuro Augusto. Esto explicaría que el primer emperador distinguiera a Carthago Nova con un ambicioso plan de embellecimiento urbanístico, gracias al cual se erigió a los pies del Arx Hasdrubalis (actual cerro del Molinete) un monumental nuevo foro, con templo capitolino inclusive. En la ladera occidental de la mencionada colina coronada por el santuario a Esculapio (hoy, cerro de la Concepción) se levantó, sin escatimar en gastos, el fastuoso teatro, uno de los más grandes de Hispania. La urbe correspondió a la magnificencia imperial dedicando este edificio a los hijos adoptivos de aquél, Lucio y Cayo César, quienes eran, realmente, sus nietos, a través de su hija Julia y de su íntimo amigo Agripa.
Entre el foro propiamente dicho y las instalaciones portuarias, a los pies de la colina del Molinete, se ha excavado y puesto en valor una amplia franja de terreno, conocida como Barrio del Foro. Recorrerla permitirá al viajero pisar amplios tramos de calzadas, mientras intenta localizar el falo tallado en un sillar llamando a la buena suerte o anunciando un burdel, amén de conocer las termas del puerto, decoradas con un lujo que daba testimonio de la riqueza que conoció la urbe. Pared con pared con las termas se levantó, parece que a cargo de una ignota hermandad religiosa, un edificio con capilla y amplios salones, decorados con frescos, donde celebrar banquetes, edificio que fue reutilizado durante siglos, perdida ya su función primigenia, y compartimentado para construir viviendas. En una de éstas se ha excavado una estancia levantada en el siglo III, en cuya decoración se usaron unos excepcionales frescos, arrancados de una vivienda del siglo I, y colocados de nuevo a modo de museo para deleite de sus nuevos propietarios. Estos frescos, de calidad par a los hallados en Pompeya, representan a Apolo y a las musas. Por desgracia, sólo se conservan tres o cuatro de los diez originales. Esperan la pronta inauguración del Museo del Barrio del Foro para poder ser libados por sus visitantes como se merecen.
Lo último en ser acondicionado en esta zona ha sido un templo dedicado a la diosa egipcia Isis, erigido en torno al siglo I, lo que da noticia de la vigencia del puerto de Carthago Nova y de su carácter cosmopolita. La visita a este enclave nos permite descubrir también una cisterna púnica, anterior, pues, a la erección del santuario, así como adivinar bajo el complejo dos imponentes aljibes, que almacenaban el agua que se usaba en el ritual de las divinidades veneradas en el templo. Igualmente, se puede comprobar que las tres capillas de la zona trasera, vinculadas en origen al culto, fueron reutilizadas para otros fines con posterioridad a que la adoración a Isis y Serapis cayera en el olvido.
Bajo un edificio levantado en la céntrica Calle del Duque, se ha habilitado un espacio museístico en el que disfrutar los restos de una domus, vivienda de las clases adineradas. Una inscripción en mosaico dedicada a la diosa Fortuna en uno de sus pasillos ha hecho que esta mansión sea conocida como la Domus de la Fortuna. En ella admiraremos en el antiguo tablinum o despacho del dueño otras preciosas pinturas murales, decoradas con aves, pequeñas figuras humanas o de sátiros y motivos vegetales, a la vez que imaginamos cómo era la jornada de un ciudadano adinerado reclinado en su triclinium para cenar o recibiendo a sus visitantes de más confianza o alcurnia en el mencionado tablinum. Del mismo modo caminaremos sobre un cardo que subía hacia el no muy lejano anfiteatro, mientras vemos cómo la ingeniería romana supo solucionar el problema del alcantarillado de una ciudad tan populosa.
En el año 68 el gobernador de la Tarraconense, Servio Sulpicio Galba, se encuentra en la ciudad presidiendo el Concilio Provincial de la Citerior. Hasta él llegan emisarios de Julio Vindex, administrador de la Gallia Lugdunensis. Vindex se ha sublevado contra Nerón y le ofrece el trono a Galba. El propio Consejo Provincial aclama a Galba Princeps, aunque él prefiere ser llamado Legatus SPQR. La derrota y el suicidio de Vindex lo hacen huir hacia Clunia, llevándose consigo la plata de Carthago Nova, con la que, a la muerte de Nerón, podrá pagar su campaña para hacerse con el poder absoluto, ya como Caesar Augustus.
A partir del siglo II comienza a sentirse un lento declive económico y demográfico, atribuido al agotamiento progresivo de las minas de La Unión y al abandono de la guarnición militar tras la Pax Augusta y el traslado de los conflictos a los limites germánico y danubiano.
Por decreto del emperador Diocleciano, que divide la antigua Tarraconense en tres provincias, Carthago Nova sale de su letargo en el 298, al convertirse en cabeza de la nueva provincia Carthaginensis. Pero, aún así, no llega a alcanzar ni la población ni el esplendor logrados en época altoimperial.
Contemporáneamente, más o menos, a estos hechos, se produce un gran incendio en la escena del teatro, que acarrea el desplome de la fachada, con sus dos pisos de columnas exquisitamente talladas. Se abandona el teatro como espacio escénico, pero se reutilizan las columnas, algunas hechas con mármoles rosados traídos desde una cantera de Mula o, incluso, capiteles labrados en la propia Roma con mármol pentélico, de origen helénico. Con estos materiales se construyó un mercado, cuyos vestigios podemos contemplar junto al gran escenario.
Del foro, también abandonado, se extraen bloques y columnas para construir otros edificios. La ciudad se ve reducida desde las laderas del Cerro de la Concepción hasta el del Molinete. Poco más de la mitad de lo que fue en tiempos augústeos.
Cartagena no escapó a la crisis que desencadenó el final del Imperio Romano de Occidente y fue entrando en una penosa decadencia. En torno al 425 fue arrasada por los vándalos en su imparable avance hacia África. 40 años después, el emperador Julio Valerio Mayoriano concentra en la ciudad una escuadra de unos 40 navíos con la intención de invadir el reino vándalo del norte de África. El monarca vándalo Teodorico II se anticipa a los planes romanos, y con tan sólo 17 barcos sorprende a la escuadra imperial. Se entabla una batalla en la misma bocana del puerto. Muchos de los capitanes de Mayoriano fueron sobornados y no plantaron batalla. La flota imperial fue totalmente desarbolada. El norte de África seguirá siendo vándalo.
Tras la caída del último emperador romano de occidente en el 476, la ciudad pasa a manos visigodas, aunque su población está muy romanizada. Por entonces debe de constituirse la ciudad como sede episcopal, pues hay constancia de que un tal Héctor, obispo de Cartagena, acude al Concilio de Tarragona en el 516.
En estos comienzos del siglo VI, un noble emparentado con el monarca visigodo, de nombre Severiano, original de Carthago Nova, se desposa con otra aristócrata llamada Túrtura. De este enlace nacerían Leandro, Fulgencio, Florentina, Isidoro y Teodosia. Los cuatro primeros se destacarán por impulsar la conversión al catolicismo de los reyes y nobles visigodos, arrianos hasta entonces. Por ello, acabarán siendo reconocidos como santos: los Cuatro Santos de Cartagena. La menor, Teodosia, será madre de otro santo: san Hermenegildo.
De los Cuatro Santos, san Leandro y san Isidoro serán sucesivamente arzobispos de Sevilla, a donde la familia se trasladó al ser conquistada Carthago Nova por los ejércitos bizantinos. San Isidoro llegará a ser una de las cumbres de la literatura latina de su tiempo, merced a sus Etymologiae o De viris illustribus.
A un par de calles del teatro romano, en una encrucijada, cuatro hornacinas recuerdan a los Cuatro Santos con estatuas, réplicas de las originales, labradas por el cincel del insigne escultor murciano Francisco Salzillo, a las que la fortuna y el celo de sus devotos salvó de ser incendiadas durante la Guerra Civil y que se veneran en el altar mayor de la iglesia de Santa María de Gracia. La exuberante fachada principal de la catedral de Murcia recuerda la figura de estos santos con esculturas dispuestas en lugar preeminente. También se guardan en su altar mayor algunas de sus reliquias.
En torno al año 550 la urbe es arrebatada a los godos y conquistada por órdenes del emperador bizantino Justiniano I. Con el nombre de Carthago Spartaria, pasará a ser capital de la provincia de Spania. Vestigio de esta época es la lápida mandada tallar por el patricio Comenciolo, magister militum en España, a fin de conmemorar la erección de una puerta en la cinta muraria. De la misma forma, la excavación para restituir el teatro romano sacó a la luz una barriada portuaria bizantina, levantada sobre el antiguo graderío. En las vitrinas del museo del teatro romano podemos admirar algunos de los restos que dejaron los bizantinos en esta área, algo muy infrecuente en España.
Poco duró la presencia de los bizantinos en la ciudad, pues en el 622 las tropas visigodas de Suintila la reconquistan y, de creer a San Isidoro (Etym.15, 1, 67), fue arrasada hasta los cimientos.
Mas de sus cenizas pronto renacerá, ahora con el nombre de Qartayannat al-Halfa. De ella y de su fascinante historia hasta llegar a la actualidad, así como los rastros que ésta ha dejado en la literatura y en sus monumentos, hablaremos en una segunda entrega.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: