Milito en ese extrarradio de la cultura en donde se ubican las causas perdidas que son las que realmente merecen la pena, reivindicando la voz que no tienen y rompiendo el silencio que las envuelve.
Pertenezco por vocación, por elección, a ese universo de las gentes del camino que aman el viejo circo, la ciudad de lona itinerante, ecuestre y europea. Oficio de zíngaros adiestradores de caballos lipizanos del sur de Eslovenia, que recorren los pueblos y las ciudades anunciando la primavera con un más difícil todavía y música de fanfarria.
Soy miembro de esa saga literaria que apadrinó el circo cuando todavía tenía quien le escribiera. El ultimo eslabón de la cadena de Marquerie, de Gash, de Ramón, de Pepe Armero, que hicimos del menor y más denostado de los espectáculos, todo un compromiso. El mismo que nos llevó a defender los circos de fortuna vagando por descampados de las ciudades, con su carro de la farsa pintado con todos los colores del arco iris. Circos con nombres impostados, de carcelería repetida, con falsos apellidos artísticos de nombres supuestamente rusos o eslavos regalando a los espectadores las habilidades de la contorsión, la risa de los augustos, el equilibrio de los caminantes del acero, del alambre y la cuerda floja, o los poseedores del don de volar en la cúpula de la carpa, los trapecistas.
Por supuesto me enamoré mil veces de la trapecista de las medias de malla recosidas, me reí a carcajadas con los payasos fellinianos de la escuela española de la clownería, y respiré el serrín de la pista cuando aquel intenso aroma de los animales embriagaba de magia a quienes disfrutábamos con las elementales piruetas de las fieras adiestradas por un domador que casi siempre era francés.
Seguí los viejos circos españoles, el Monumental y el Price, viajero de Feijoo, el Americano de Castilla, el Ruso de Ángel Cristo, el Atlas de Tonetti, los materiales de feria de Carcellé y sus circuitos de ferias, los circos de las rutas catalanas de Amorós y Sivestrini y las decenas de circos anónimos que habitan en el olvido.
Pero hoy el circo está acosado y perseguido, una extraña pandemia animalista consiguió que ochocientos municipios españoles prohíban en sus demarcaciones la actuación de circos con animales, desoyendo normativas como las de los países del norte de Europa que legislaron la autorización en los circos para animales sin jaula. Es decir caballos y elefantes, sobre todo.
Los animales que trabajan en la pista son animales artistas, sostén económico de muchas familias que los adiestran con mimo, yo sé que responden a los aplausos, que saben que las más de las veces son de los niños que admiran la destreza de un número de tigres y la habilidad de un elefante. En Francia y Alemania no existe ningún problema para que trabajen en las dos funciones diarias, solo en España, reserva del papanatismo progresista europeo, se persigue y se penaliza a los animales artistas y se demoniza el circo.
Es una de las causas perdidas más evidentes. Ya no sirven las greguerías circenses de Ramón, para interpretar ese viejo sueño circular del mayor espectáculo del mundo. ¡¡Ale hop!!
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