Para don Juan Gutiérrez
1
La niña ya no es niña pero sigue siendo niña. La niña que fue niña (dicen) crece triste. Aún no se me ha olvidado su carita redonda de albaricoque y su peca de chocolate cercana al ojo izquierdo.
Aquella niña se pintarrojea mucho ahora frente al espejo que comparte con unas amigas (tan alborotadoras, tan chillonas) que se ha traído para llenar esos huecos de ausencia.
La niña peinada y pintada reclama el vestido de ranchera para el baile de disfraces que está a punto de comenzar, «mamá, mamá». La niña lo quiere todo y lo quiere ya.
La niña que sigue siendo algo niña vive entre la excitación y el silencio, y arrastra arriba y abajo y a un lado y a otro a padres, hermanos, amigas, vecinos y visitas.
Hace años que no la oigo cantar, hace mucho que no la veo desfilar por el pasillo imitando a las modelos de alta costura, hace demasiado tiempo que ya no me recita poemas, que no imita a personajes famosos, que no salta y salta en su cama antes de dormirse, hace (vaya si hace) que no me lleva a su cuarto a enseñarme las muñecas.
A la niña que a ratos es más niña que cuando era niña la llevan de médicos para que le devuelvan la sonrisa, pero es un secreto que no debo saber.
Esa niña que fue tan pizpireta se ha de preguntar cuando me mira (aunque apenas me mira) si sé lo que le pasa (y claro que sé lo que le pasa) porque es lo mismo que me ocurrió a mí y que todavía regresa. No sabemos crecer porque no podemos crecer, no podemos crecer porque no sabemos crecer.
La niña que siempre seguirá siendo niña imagina cómo sería yo siendo más niño todavía, cuando jugábamos a seguir siempre siendo niños (y no crecer jamás).
2
Miro y admiro cómo se va hundiendo la techumbre de la casona de enfrente, el dibujo discontinuo de las tejas recortando el cielo de añil de mediodía salpicado por el canto de un puñado de jilgueros que regalan el picoteo alegre de un sábado de verano.
Viene y se aleja el moscardón con su vuelo de enjambre. Llega en silencio la hondura de la oscuridad de la casona a través de un ventanuco picado de viruela. Y a través de la herrumbre de la antena vieja sujetada por un cordel de plástico negro regresa el vaivén de cuando en la casa vivían abuelos, tíos, primos, muchachos en bicicleta, tardes con reteles para pescar cangrejos, cumpleaños con queso y azúcar, hogaza y vino clarete, escondites, citas acordadas mediante papelitos escritos con una piedra encima («¿nos vemos en la ladera del campanario cuando el sol empiece a esconderse?»).
Toda la algarabía nerviosa de la adolescencia se fiaba a aquellos encuentros de promesas y amor eterno que se firmaban juntando las dos sangres que surgían oscuras y densas de cortes de navaja en la palma de la mano. «Te escribiré cada semana», «Viajaremos donde nadie nos encuentre», «Te besaré 24 veces los días pares y 25 los impares».
Guárdabamos la ilusión en los bolsillos rotos del pantalón corto y el crepúsculo no tenía fin. Por la noche, echados en la cama, mirábamos sin pestañear la sombra de la lámpara del techo. Luego, a la luz de marfil de la luna, llorábamos de nostalgia; sentíamos una inexplicable pureza por un deseo a punto de estallar.
Las tormentas de verano se deslizaban entre las tejas de esta casa ya abandonada, de ese barro rojo cansado; como se harta el sol de iluminar el gorgoteo de los arroyos, de sacar lustre a todas y cada una de las hojas de la chopera, de pintar de ese azul intensísimo todos los cielos de agosto.
¿Cómo hablarte del temblor brillante y transparente de esa telilla de araña que abraza las tejas de enfrente; cómo describirte las pequeñas manchas de musgo reseco que las protege; la sombra que cobija una pared panzuda de piedra y adobe con huecos para que aniden los pájaros, rama a rama, hoja a hoja, hasta edificar una cuna de música?
Todo el aroma de este día se mezcla con el de entonces. Todo es presente y pasado. Como aquellas promesas de futuro.
3
Ese ciprés (si hablara) tendría que nombrarme. Este pino (de sombra y miel) ha de recordarme. Debiera acercar el oído para escuchar su murmullo, para adentrarme en su savia, en su resina; hacerme ciprés y pino, dejar de ser yo, descender por sus venas hasta aparecer medio siglo antes y mirar a través de sus cortezas, ir haciéndome a la luz hasta reconocer las veredas, las fuentes, los manzanos y el perejil, los dibujos del vuelo de los vencejos, el cacareo de las gallinas y la mansedumbre de las vacas sesteando en las campas.
Toda la serenidad de estos días la cifra ese movimiento de cola de los terneros para deshacerse del acoso de las moscas. El secreto de todo está en la caída de una piña sobre la hierba mullida.
Sigo mirando el tejado apacible, el cielo tal y como lo había dejado, la geometría deshecha de estas horas sin que nadie pueda coserlas, un pálpito de zanahoria, una bocanada de salitre.
Sombra, ya sólo soy sombra. Hueco de la casona de enfrente, respiración paciente, como de ubre de oveja dormida sobre un saco de alfalfa. Sombra que mira y contempla, sombra que se aposenta sobre las vigas como se acomoda un gato con sueño.
Sí, sueño he de ser. De ese gato. Sueño del arroyo de los cangrejos que nunca pescamos, sueños de nube, sueños de cualquier sueño.
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