Foto Jakob Bauer
Una vez escuché en una película que existía un factor clave para alguien que busca lucrarse en un negocio. Ese factor era la guerra.
Una guerra se podría analizar por estratos que comparten el mismo espacio en una anomalía del tiempo, tan espantosa como natural, lo que le restaría, en cierto modo, esa carga anómala. Está el odio entre los contingentes de a pie, por motivos personales y ajustes de cuentas presentes y pasadas, matándose por la gloria, supervivencia, patria, honor, Dios… y de esta manera creer solucionar agravios que un día empezaron con simples resquemores. Luego están los otros, los que lo han orquestado todo desde despachos, sin mancharse la camisa, aunque luego les espere su propio campo de batalla. O su propio patíbulo. En realidad, ni los valientes ni los cobardes que sobreviven salen indemnes.
Cuando hablamos de Hitler, Himmler, Eichmann, Hess, Goebbels, Mengele o Speer nuestro cerebro proyecta la estrella de David, las imágenes horribles de Birkenau, o las manos alzadas de miles de soldados desfilando acompasadamente y perfectamente engalanados por las avenidas de Berlín. El Tercer Reich, la conquista de toda Europa y Rusia. ¿Las razones? Varias. Al margen del ansia expansionista y delirante de un loco, al que siguieron otros locos, estaba el odio hacia lo diferente, el absoluto convencimiento de una pretendida superioridad a todos los niveles. Pero, paradójicamente, aquellos altos mandos que orquestaron la barbarie Nazi para crear una raza poderosa y pura, representaban la antítesis de la belleza y fortaleza arias.
No obstante, hay algo muy desconocido en esta contienda bélica. Algo que, al parecer, fue lo que sustentó las campañas de Hitler y su aparatosa e impresionante maquinaria de guerra. Ese algo fue el wolframio, un mineral que es el eje vertebrador de esta sorprendente y fascinante historia de la que fue testigo un pequeño lugar de nuestro país.
En ese lugar impactante, que se alza en el pequeño municipio pirenaico de Canfranc, en el mismo borde fronterizo con Francia, sonó La Marsellesa en junio de 1944, año en que los aliados franceses y los guerrilleros españoles expulsaron a los nazis de ese enclave, el único que fue ocupado por el Tercer Reich en toda España, concretamente entre 1941 y 1944. Todo sucedió cuando en 1941 Hitler instaló a sus esbirros nazis en este pequeño lugar de la España neutral con el fin de usar su estación ferroviaria como enlace y control del transporte del oro que era robado por toda Europa y usar una parte del mismo como moneda de pago para el wolframio que se obtenía en nuestras minas. En 1941 destacamentos de la SS y de la Gestapo controlaban este paso fronterizo ferroviario.
En Canfranc se ayudó a combatir el nazismo, y a través de esos trenes no solo viajaron toneladas de wolframio rumbo a las factorías germanas, sino, a cambio, también toneladas de oro rumbo a Madrid y Sudamérica. En esta misma villa Pirenaica sucede además una de las más sofisticadas y sorprendentes tramas de espionaje de la historia de nuestro país, en la que héroes hasta hace poco anónimos trabajaron entre Canfranc, Zaragoza, San Sebastián y Madrid con los aliados franceses e ingleses, pasando información valiosísima en arriesgadas operaciones que ayudaron a derrotar a la Alemania Nazi.
La estación internacional de Canfranc (Huesca) fue construida por franceses y españoles, inaugurándose el 18 de julio de 1928, en presencia del Rey Alfonso XIII, el Presidente de la República de Francia, Gaston Doumergue, y el entonces director de la academia militar de Zaragoza, Francisco Franco. Se trata de una prodigiosa obra de ingeniera, que habría de vencer numerosas vicisitudes, empezando por el mismo terreno en que se enclava. Está edificada a una altitud de casi 1.200 metros, a orillas de la garganta del río Aragón y bajo el puerto del Somport, a escasos ocho kilómetros de la frontera con Francia. Franco vio a este lugar como estratégico en cuanto al paso de mercancías y, al poco, ordenó controlarlo mandando construir cientos de búnkeres con el fin de evitar deserciones y exilios desde España o facilitar la entrada de apoyo aliado. Fue uno de los lugares más vigilados de toda España entre 1936 y 1944.
Esta colosal estación ferroviaria se halla rodeada de picudas montañas, y bien podría recordar, gran parte del año, al Titanic navegando entre icebergs por el Atlántico norte. Pero, tras su periodo de mayor auge, su aspecto se convirtió en fantasmagórico y misterioso. De hecho, su alargada estructura metálica quedó en el abandono tras sufrir diversos percances, como los descarrilamientos de 1949 y 1970 en esta zona de la línea, y el progresivo descenso de pasajeros en la ruta que seguía uniendo esta parte del Pirineo con Zaragoza y Madrid. No obstante, el lugar era mágico, como si albergara cierto enigma en sus entrañas, deseando ser algún día desvelado. Y los habitantes del pequeño pueblo de Canfranc sabían bien la razón.
En el año 2000 un chófer francés de autobús, Jonathan Díaz, que cubría la ruta entre Oloron (Francia) y Canfranc y Jaca, paseaba por el muelle postal de la olvidada estación cuando se topó con unos papales viejos, manchados de humedad por las goteras de la vieja techumbre. Los cogió intrigado y leyó al azar lo que figuraba escrito. Lo que aquel hombre vio allí desvelaría de la verdadera historia de lo ocurrido en cierto momento en ese lugar. En Canfranc, los ancianos lugareños hablaban de las historias de espías, de nazis, y del oro que había pasado por allí. Se decía que eran habladurías, leyendas. Pero no. No lo eran.
De repente leí «Importación de lingotes de oro», el famoso oro del que me habían hablado en Canfranc los viejos del lugar. Mi corazón empezó a latir a cien por hora y por un momento mi mente se transportó a esa época de 1942-1943. Entrando en el subterráneo empecé a sentir miedo. Era como si unos metros más allá del pasadizo fuera a encontrarme a los nazis.
(Jonathan Díaz)
Por esta estación, según revelan los documentos encontrados por el conductor francés, pasaron unas 87 toneladas de oro robado por Hitler y sus secuaces en todos los rincones de Europa durante la II Guerra Mundial. El destino era Portugal, para ser enviados a Sudamérica (refugio y banco de muchos nazis huidos). No obstante, para Ramón J. Campo esta información es solo la punta del iceberg de lo que en realidad llegó a transportarse por aquí, pues en el legajo hallado tan solo consta un año de registro del envío de este oro, pero durante tres años más los misteriosos trenes estuvieron a pleno rendimiento. El oro era trasladado desde Canfranc por camioneros suizos hasta Lisboa. La mayoría de lingotes cruzó el Atlántico (74 toneladas) y otra parte del oro se quedó en Madrid (12 toneladas). ¿La razón? Ese fue el precio convenido por Hitler para pagar el wolframio y el hierro que España le proporcionaba desde las minas de Galicia y Teruel. Ese valiosísimo material le servía al Führer para blindar parte de su ejército, concretamente a sus potentes tanques.
Cada lingote pesaba cinco kilos y las cajas, de veinte a veinticinco, con cuatro o cinco cada una […]. Lo mismo descargaba oro que latas de sardinas, y por eso le dábamos mucha importancia. ¿Qué íbamos a hacer con el oro? Yo prefería las latas, que he pasado mucha hambre.
(Daniel Sánchez, vecino de Canfranc)
El edificio de la Estación Internacional de Canfranc servía, por tanto, de enlace, aduana y frontera. La mitad de la estación era francesa y la otra, española. Ambas se comunicaban por un vestíbulo. En el interior de esta majestuosa estación había dependencias de policía, enfermería, cafetería, hotel, biblioteca, oficina de correos y bancos de cada país. Los Nazis, que residían tanto en el hotel de la estación como en el pueblo, tomaron control de la parte francesa de la estación de Canfranc en noviembre de 1942 y lo mantuvieron hasta el final de la II Guerra Mundial en 1945.
El oro no es la única historia fascinante de este lugar. En Canfranc se montó una compleja trama de espionaje, digna de novela, a través del jefe de la aduana de dicha estación, el bretón Albert Le Lay, que a su vez trabajaba para las fuerzas de Liberación de la Resistencia Francesa. Esta se encargaba de redactar documentos e informes con información crucial sobre las tropas alemanas, y se lo pasaba a los enlaces que tenía en Canfranc —entre éstos estaba la legendaria espía Lola Pardo—, personas que a su vez llevaban esta información a Zaragoza, donde nuevos enlaces la remitían a otros en Madrid y de ahí al consulado británico, donde los aliados a su vez planificaban los contraataques al avance de Hitler. Jugándose la vida por algo más en lo que creían, su arriesgado trabajo propició el final de conflicto. Le Lay nunca quiso reconocer que fue un héroe, como lo fue también su amigo Ángel Sanz-Briz, el diplomático de Zaragoza que había salvado la vida a más de cinco mil judíos en la Embajada española en Budapest, que también rechazó el reconocimiento de Justo entre las naciones.
—¿Qué puesto quieres? le preguntó Mendès France.
—Ninguno, volver a la Aduana de CF. ¡Un bretón es más testarudo que un judío! —respondió Le Lay.
Además, por este lugar pasaron los denominados trenes de la libertad. Se llamaron así porque gracias a los mismos pudieron escapar de la Europa ocupada miles de judíos rumbo a América. A pesar de la presencia de los nazis en esta zona fronteriza, ese milagro de salvación fue posible gracias a la acción de héroes anónimos del pueblecito de Canfranc que llegaron a hospedar en sus casas a muchos de los que huían. También a través de esta misma estación se alimentó a la hambrienta Europa de aquellos años, pues por aquí pasaron cantidades ingentes de víveres procedentes de España y Argentina.
El hallazgo de los papeles con los detalles del oro Nazi que pasó por aquí reactivó la rehabilitación de la estación de tren de Canfranc, y aunque los años de la reciente crisis económica paralizaron los proyectos inicialmente diseñados, ahora se puede disfrutar de visitas guiadas y recuperar, al fin, la historia olvidada de este espléndido enclave.
Con todo lo vivido históricamente en la estación de Canfranc se pueden escribir varias decenas de guiones para documentales, series de televisión, películas de guerra y espionaje a porrillo, libros de arquitectura por un tubo, novelas, desde negras hasta históricas, policiacas…
(Antonio Fraguas, Forges)
Un libro nos hace grandes porque recupera nuestra historia, porque da vida a nuestros sueños y los saca del olvido.
(José Luis Soto)
Pues bien, todo esto formaba parte de la historia olvidada de nuestro país, hasta que llegó el investigador que dio lugar a este libro. Ramón J. Campo (Huesca, 1963) es licenciado en Derecho y Máster en Periodismo. Empezó escribiendo para El País y desde 1991 trabaja en El Heraldo de Aragón. Su personalidad es la de un investigador nato, también demostrada en la pormenorizada reconstrucción de la desastrosa gestión del gobierno en el accidente de aviación militar y que Ramón plasmó en su libro Yak-42, honor y verdad. Tras descubrir el secreto que escondía la estación de Canfranc, escribó El oro de Canfranc (2002), La estación espía (2006) y el libro del que hablamos hoy en Zenda, Canfranc, el oro y los nazis (2015) que va por su tercera edición y por el cual su autor ganó el Premio de Periodismo Pirenaico del Gobierno de Andorra 2002 y el Premio Nacional de Periodismo Digital José Manuel Porquet (2011).
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Autor: Ramón J. Campo. Título: El oro y los nazis. Editorial: Mira. Venta: Amazon y Casa del libro
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