Impedimenta publica El ala izquierda, de Mircea Cărtărescu. Este volumen abre «Cegador», la trilogía en forma de mariposa que es considerada la obra maestra del autor rumano. Circos errantes, agentes de la Securitate, gitanos adictos a la flor de la amapola, una oscura secta, la de los Conocedores, que controlan todo lo visible y lo invisible, un ejército de muertos vivientes y una hueste de ángeles bizantinos enviados para combatirlos, un iluminado albino que burla a la muerte, jazz underground en una Nueva Orleans soñada, la irrupción del Comunismo en Rumanía…, habitan en este libro del que Zenda reproduce un fragmento.
PRIMERA PARTE
Antes de que construyeran el bloque de enfrente y de que todo se tornara opaco e irrespirable, yo contemplaba Bucarest, durante noches enteras, desde la triple ventana panorámica de mi habitación de Ştefan cel Mare. El ventanal reflejaba habitualmente el mobiliario pobretón de la estancia, un dormitorio de madera amarillenta, un tocador con un espejo, unas plantas —un aloe y una esparraguera— colocadas sobre la mesa en macetas de barro. Una lámpara con tulipas de cristal verde, una de ellas desportillada desde hacía tiempo. El espacio amarillo de la habitación se volvía más amarillo aún al hundirse en el gigantesco ventanal, y yo, un adolescente demacrado y enfermizo, vestido con un pijama andrajoso y una especie de chaleco por encima, pasaba toda la tarde sentado en el baúl de la ropa, mirando como hipnotizado mis ojos en el reflejo del espejo translúcido de la ventana. Colocaba los pies sobre el radiador de debajo de la ventana; en invierno me abrasaba las plantas, algo que me provocaba una mezcla perversa, subliminal, de placer y sufrimiento. Veía en la ventana amarilla, bajo la triple flor del fantasma de la lámpara, mi rostro afilado como una cuchilla y mis ojos rodeados por ojeras violetas. Los pelillos del bigote resaltaban más aún la asimetría de la boca, que era, de hecho, la asimetría de toda mi cara. Si cubrías la mitad izquierda del rostro en una fotografía, obtenías la imagen de un joven franco y voluntarioso, de rasgos casi bellos. La otra mitad, sin embargo, sorprendía y asustaba: su ojo estaba muerto y la boca era trágica, la desesperanza se extendía por la piel del rostro como un eczema. Solo cuando apagaba la luz de mi habitación me sentía, sin embargo, verdaderamente yo. De repente, por las paredes empezaban a girar las bandas azul eléctrico y verde fosforescente de los tranvías que atravesaban rugiendo la carretera, cinco pisos más abajo; de repente era consciente del ruido espantoso del tráfico y de la soledad y de la tristeza infinita de mi vida. El interruptor estaba detrás del armario y, cuando apagaba la luz, la habitación se transformaba en un acuario lívido. Me movía, como un pez viejo, entre los muebles podridos que olían a residuos marinos atrapados entre las rocas; caminaba por la alfombra de yute, áspera bajo las plantas de mis pies, hasta el baúl, me sentaba de nuevo sobre él, colocaba los pies en el radiador y el fantástico Bucarest estallaba súbitamente bajo el cristal azuleado por la luna. Era una especie de tríptico nocturno de un brillo vidrioso, infinito, inagotable. Allá abajo veía una parte de la carretera, sus postes eléctricos como cruces de metal que sostenían los cables del tranvía, y las luces rosadas que, en invierno, extraían de la noche oleadas y oleadas de nieve furiosa o lenta, dispersa como en los dibujos animados o tupida como una pelambrera. En las noches de verano, sin embargo, me distraía imaginando a los crucificados, con su corona de espinas en la cabeza, clavados unos junto a otros en la interminable hilera de postes. Escuálidos y melenudos, con lienzos húmedos alrededor de las caderas, seguirían con ojos lacrimosos el discurrir de los automóviles por la calle empedrada. Dos o tres chavales —rezagados en la calle, quién sabe por qué, a aquellas horas de la noche— se detendrían y mirarían al Cristo más cercano, alzando hacia la luna sus caras triangulares.
Enfrente había una panadería, luego unos cuantos patios y un estanco redondo. Una sifonería. Una tienda de ultramarinos. Tal vez sueñe tan a menudo con ese lugar porque es la carretera que atravesé yo solo por primera vez para ir a comprar el pan. En mis sueños no es una casucha miserable, siempre a oscuras, donde una vieja en bata blanca manosea panes cuya forma y olor recuerdan a las ratas, sino un espacio misterioso al que conducen unos escalones altos que cuesta subir. La bombilla mortecina, unida tan solo por dos cables pelados, cobra un sentido místico y la mujer resulta ahora joven y hermosa entre las ciclópeas banastas de pan. La mujer es alta como una torre. Cuento mi dinero bajo esa luz quimérica, las monedas brillan en mi mano pero no consigo calcular cuánto es y empiezo a llorar, pues no sé si me llega para comprar un pan. Más allá, calle arriba, está el tío Căţelu, un jubilado infeliz y holgazán que tiene un huerto como devastado por la guerra donde no crece absolutamente nada, se trata, de hecho, de un descampado lleno de basura. El viejo y su mujer se mueven desorientados de aquí para allá, entrando y saliendo de una chabola cubierta con tela asfáltica, tropezando con un perro esquelético cuyo apodo ha heredado él. Un poco más lejos, hacia el estadio del Dinamo, está la tienda de ultramarinos, pero, en realidad, no distingo sino una esquina. Cerca del Circo Estatal se encuentran el bloque del autoservicio y otro quiosco de prensa. Allí, en mis sueños, empiezan los subterráneos. Merodeo, con una cesta metálica en la mano, entre las estanterías de los refrescos y la mermelada, de las servilletas y los paquetes de azúcar (en las que se escondían a veces cochecitos de metal verde o naranja, o al menos eso decían los chavales), penetraba después, a través de una puerta batiente, en otra zona de la tienda que no ha existido nunca y me encontraba fuera, bajo las estrellas, cargando aún con la cesta llena de tarros y botes. Estaba en la parte trasera del bloque, entre cajas amontonadas, y ante mí había una puerta metálica pintada de blanco, donde a veces vendían queso. Pero ahora no había una única puerta, como en la realidad, sino unas diez, alineadas a lo largo del bloque, y, entre ellas, las ventanas fuertemente iluminadas de unas habitaciones situadas en el semisótano. A través de los cristales podías ver unas camas curiosas, de patas muy altas, y en esas camas dormían unas niñas muy jóvenes con sus pequeños senos desnudos y el cabello desparramado por la almohada. En uno de mis sueños abrí la puerta que tenía más a mano y descendí una escalera de caracol que conducía a las profundidades de una pequeña alcoba, iluminada en colores eléctricos; allí me esperaba una de esas dóciles niñas-muñeca de cabellos rizados. Aunque era ya un hombre cuando tuve este sueño, no se me concedió poseer a Silvia, y toda mi excitación se disipó en una maraña pastosa de palabras y gestos. Abandoné la estancia con ella de la mano, atravesé la carretera nevada y contemplé su cabello azul a la luz de los escaparates de la farmacia y del restaurante Hora, luego esperamos juntos al tranvía en medio de la nevada que nos emborronaba los rasgos de la cara; llegó el tranvía, sin carcasa, tenía tan solo unos asientos de madera sobre el chasis, Silvia subió y se perdió en una zona de la ciudad en la que volvería a encontrarla más adelante, en otros sueños.
Detrás de esa primera línea de edificios se veían otros, cubiertos de estrellas. Había una villa maciza de tejas rojas, también había una casa rosa como un castillo, había bloques bajos del periodo de entreguerras, entreverados de hiedra, que tenían ventanas redondas y cuadradas con adornos Jugendstil en el hueco de la escalera y torreones grotescos en el tejado. Todo ello se perdía entre el follaje, ahora negro, de álamos y carpes que barría el cielo profundo, más oscuro cuanto más se acercaba a las estrellas. En las ventanas iluminadas se desarrollaba siempre una vida de la que yo capturaba fragmentos aislados: una mujer planchaba la ropa, un hombre en camisa blanca daba vueltas por la habitación del tercer piso, dos mujeres sentadas en unas butacas discutían sin parar. Solo tres o cuatro ventanas resultaban interesantes. En mis noches de excitación erótica permanecía junto a la ventana, a oscuras, hasta que se apagaban todas las luces y ya no se veía nada, a la espera de esas escenas, de esos desvelamientos de senos y nalgas y triángulos púbicos, de hombres revolcándose en la cama con mujeres o acorralándolas contra la ventana para poseerlas por detrás. Muchas veces las cortinas y los visillos estaban echados y yo me esforzaba entonces, entornando los ojos, por interpretar los movimientos abstractos y fragmentarios que centelleaban a través de la línea de luz sin cubrir; veía sobre todo muslos y caderas hasta que, apabullado, mi sexo se humedecía penosamente dentro del pijama. Solo entonces me acostaba para soñar que penetraba en aquellas habitaciones ajenas y que participaba en las complicadas maniobras eróticas que tenían lugar en su interior…
Más allá de esta segunda línea de edificios, la ciudad se extendía hasta el horizonte, cubriendo la mitad de la ventana con una mezcla cada vez más diminuta, más confusa, más indistinta, más aleatoria, de vegetación y arquitectura, con las agujas de los álamos brotando aquí y allá y las extrañas cúpulas arqueándose entre las nubes. En la lejanía distinguía (me la había mostrado mi madre, de niño, en los cielos de después de la tormenta) la silueta en zigzag de los almacenes Victoria, unos cuantos bloques altos del centro, construidos muchos años atrás en forma de zigurat, cargados de anuncios luminosos, rojos, verdes y azules, que se encendían y se apagaban a diferente ritmo y, más lejos, tan solo las estrellas, que abarrotaban el horizonte y formaban a lo lejos una loma de oro viejo. Engarzado como una piedra en el anillo de estrellas, el Bucarest nocturno llenaba mis ventanas, se derramaba en el interior y penetraba tan profundamente en mi cuerpo y mi cerebro que, incluso desde la adolescencia, me imaginaba ya una amalgama de carne, piedra, líquido cefalorraquídeo, vigas de acero y orina que, sostenida por vértebras y arquitrabes, animada por las estatuas y las obsesiones, haciendo la digestión gracias a los intestinos y las centrales térmicas, nos hubiera transformado en un solo ser. En verdad, cuando me sentaba por la noche en el baúl de la ropa, con los pies en el radiador, no era yo el único que contemplaba la ciudad, también ella me espiaba, también ella soñaba conmigo, también ella se excitaba, porque no era sino la sustituta de mi fantasma amarillento que me miraba a través de la ventana cuando estaba la luz encendida. Tenía veinte años cumplidos cuando perdí esa imagen. Pusieron entonces los cimientos del bloque de enfrente, decidieron ensanchar la carretera, asfaltarla, demoler la panadería, la sifonería y los quioscos para construir al otro lado de la carretera una muralla de bloques más altos que el nuestro. Era un invierno gélido y el cielo estaba blanco y transparente después de la nevada. Yo miraba de vez en cuando por la ventana. Una excavadora amarilla derribaba, con una pala dentada, el edificio en el que había vivido una mujer lasciva que nunca se me había mostrado desnuda. El interior de las habitaciones estaba vacío y la ruina se veía aún más patética por culpa de la nieve. Le arrancaban un riñón a Bucarest, le extirpaban una glándula tal vez vital. Quizá bajo la costra de la ciudad, como si fuera una herida, existían subterráneos de verdad y quizá esa ama de casa extremadamente lúbrica y que (¿tal vez por capricho?) no se me había mostrado nunca desnuda había sido en cierto sentido un centro, una abeja reina de la vida subterránea. Ahora su celdilla se desmigaba como el yeso. Poco tiempo después, el otro lado de la carretera parecía una dentadura destrozada, con raigones amarillentos, espacios huecos y vacíos de una podredumbre metálica. La nieve olía de maravilla cuando yo abría una de las tres inmensas ventanas frágiles y húmedas, cuando sacaba afuera la cabeza rapada para que se me congelaran el cogote y las orejas y para contemplar el vaho que salía de mi habitación, pero detrás de ese olor limpio, fresco como el de la colada helada en la cuerda, podía imaginar el hedor de la destrucción. Y si es cierto que los hemisferios cerebrales se desarrollaron a partir del antiguo bulbo olfativo, tal vez el hedor, la fetidez metafísica, el tufo de las axilas del tiempo, el olor acre a trapos de cocina que precede al éxtasis o el olor a berros que despide la locura sean nuestros pensamientos más profundos.
En primavera, los cimientos estaban ya excavados, unos canales sarnosos se extendían por el barro, cables rosas y negros brotaban de unas gigantescas bobinas de madera más altas que una persona, y el esqueleto de hormigón se elevaba solapando una franja de Bucarest tras otra, ahogando su vegetación rumorosa y cubriendo sus frontones, sus gorgonas, las cúpulas y las terrazas superpuestas unas sobre otras. Los encofrados de madera y hierro forjado, irregulares y precarios, los andamios por los que trepaban los obreros, las asfaltadoras que emitían oleadas de humo, los nuevos postes eléctricos de hormigón, depositados en montones y destinados a sustituir los oxidados crucifijos metálicos, parecían las partes visibles de una conspiración urdida para separarme de Bucarest, de mí mismo, de los quince años en que, sentado en el baúl, con los pies sobre el radiador, había echado la cortina a un lado y había contemplado los vastos cielos de la ciudad. Se levantaba un muro, se cerraba una zona de mi mente, de ahora en adelante tendría vedado el acceso a todo lo que yo había proyectado de mí en los cubos y en los rectángulos y en el verde-negro y el verde-amarillo y en la luna delgada como una uña reflejada en todas las ventanas. A la edad de siete u ocho años, mis padres me obligaban a echar la siesta. El armario estaba por aquel entonces colocado en paralelo con la cama, y yo contemplaba durante largos minutos mi reflejo en el barniz amarillo, un niño de ojos oscuros que sudaba bajo las sábanas sin poder pegar ojo ni un solo instante. Cuando el sol reflejado en el barniz me deslumbraba y me hacía ver manchas moradas, me volvía de cara a la pared para contemplar, siguiendo cada florecilla y cada hojita rojiza, el estampado de tela con que estaba tapizado el respaldo del arcón. Distinguía en el laberinto floral ásperas simetrías, grupos inesperados, cabezas de animales y cuerpos masculinos con los que construía historias que tendrían que prolongarse luego en mis sueños. Pero el sueño no llegaba nunca, había demasiada luz, y fue precisamente la luz blanca de octubre la que me llevó a jugar con fuego: escuchaba atento los ruidos de la habitación de mis padres y luego me levantaba de la cama muy despacio y me dirigía de puntillas hacia la ventana. La imagen de la ciudad era ahora polvorienta y lejana. La calle trazaba una amplia curva hacia la izquierda, así que podía divisar los bloques que se extendían hacia Lizeanu y Obor. Más lejos se adivinaba el Foişor de Foc y, tras él, la central térmica, con sus chimeneas hiperboloides que lanzaban un humo rígido. Los álamos parecían rectos y ojivales, pero los más cercanos traicionaban su recargado tesoro: las ramas llenas de hojas temblorosas, vueltas hacia arriba, no eran rectas, sino serpenteantes, como unas trenzas recién deshechas. Pegaba la frente al cristal y, aturdido por el insomnio, esperaba a que dieran las cinco, pero el tiem- po no parecía discurrir y no podía apartar de mi mente la imagen terrorífica de mi padre irrumpiendo de repente por la puerta, con una media de señora en la cabeza, anudada como si fuera un fez, para sujetar su cabello negro «ala de cuervo». Durante unos minutos de esos, robados al sueño obligatorio, contemplé una vez el paisaje más hermoso del mundo. Sucedió después de una tormenta con relámpagos que se ramificaban por un cielo bruscamente oscurecido —tan oscuro que no habría podido decir dónde reinaba mayor oscuridad, si en la habitación o en el exterior— y con una lluvia tan torrencial que cada uno de los chorros paralelos estaba rodeado por un vaho de gotas finas que rebotaban perezosas en todas direcciones. Cuando cesó la lluvia, entre el cielo negro y la ciudad empapada y cenicienta se hizo de repente la luz. Era como si dos manos protegieran con infinita delicadeza aquella luz dorada, fresca, transparente, que se posaba en las superficies tiñéndolas de azafrán y limón, pero que, sobre todo, doraba el aire y le confería el brillo de un prisma de cristal. Lentamente, las nubes se abrieron y otras bandas del mismo aire enrarecido, en caída oblicua, se cruzaron con la luz inicial haciéndola aún más intensa, más clara y más fresca. Extendido por las colinas, con las torres como de mercurio de la Metrópoli, con todas las ventanas incendiadas como bengalas, rodeado por el arcoíris, Bucarest era un retablo pintado en mi triple ventanal, a cuyo marco inferior apenas llegaban mis clavículas.
Mi miniatura sería ahora borrada y sobre ella, en caracteres iguales y apretados, escribirían un texto imperativo y pesado como un telón. Y hoy, cuando me encuentro en la mitad del camino de mi vida, cuando he leído todos los libros, incluso aquellos tatuados sobre la luna y sobre mi piel, los escritos con la punta de una aguja en el rabillo de mis ojos, cuando he visto y he tenido suficiente, cuando he desarreglado sistemáticamente todos mis sentidos, cuando he amado y he odiado, cuando he levantado inmortales monumentos de bronce, cuando me han salido telarañas esperando al pequeño Dios, sin comprender durante mucho tiempo que no soy sino un sarcopto que excava canales en su piel de luz antigua, cuando unos ángeles como espiroquetas pueblan mi cerebro, cuando toda la dulzura del mundo me ha agasajado y cuando se han ido abril y mayo y junio —hoy, cuando debajo del anillo mi piel se escama en miles de hojitas de papel de biblia, hoy, este vivaz y absurdo hoy—, intento desordenar mis pensamientos y leer las runas en las ventanas y los balcones llenos de coladas de ese bloque de enfrente que ha partido mi vida en dos, como el nautilo que tapia cada compartimento en el que ya no cabe y se muda a uno mayor, en la espiral de nácar que resume su vida. Pero este texto no es humano y no consigo descifrarlo. Lo que ha quedado al otro lado —mi nacimiento, mi infancia y mi adolescencia— se transparenta a veces, por la gigantesca pared porosa, en harapos largos y enigmáticos, deformados en anamorfosis y escorzos, pulverizados por los contornos de la difracción, innumerables; a través de ellos llego a la minúscula habitación donde regreso de vez en cuando. Nácar sobre nácar sobre nácar, azulado sobre azulado sobre azulado, cada edad y cada casa en la que he vivido (si es que todo ello no ha sido sino una alucinación de la nada) es un filtro que deforma las anteriores, que se mezcla con ellas, que hace sus franjas más estrechas y más heterogéneas. Pues no describes el pasado al escribir sobre asuntos antiguos, sino al escribir sobre el aire brumoso que hay entre ellos y tú. Sobre la forma en que mi cerebro actual envuelve mis cerebros dentro de unos cráneos cada vez más pequeños, de hueso y cartílagos y membranas. Sobre la tensión y la falta de entendimiento entre mi mente de ahora y la de hace un instante y la de hace diez años. Sobre su interacción, sobre la injerencia de una en la imaginería y las emociones de la otra. ¡Cuánta necrofilia hay en el recuerdo! ¡Cuánta fascinación por la ruina y la putrefacción! ¡Cuánto manoseo de médico forense entre órganos licuados! Cuando pienso en mí a diferentes edades o en las anteriores vidas consumidas, es como si hablara de una larga serie ininterrumpida de muertos, un túnel de cuerpos que mueren unos dentro de otros. Hace un momento, el que había escrito aquí, reflejado en el barniz oscuro de la taza de café, las palabras «que mueren unos dentro de otros» se ha caído del taburete, su piel se ha desgarrado, los huesos de la cara han aflorado, sus ojos han reventado y rezuman una sangre negra. Dentro de un instante, el que escriba «el que escriba» se desplomará también a su vez sobre el polvo del anterior. ¿Cómo penetrar en este osario? ¿Y por qué hacerlo? ¿Y qué máscara de tela, qué guantes de látex te podrían proteger de la infección que emana del recuerdo?
Hace años me sucedía, al leer poemas o escuchar música, que percibía el éxtasis, la congestión brusca y concentrada del cerebro, la acumulación súbita de un líquido volátil y vesicante, la apertura repentina de un postigo, pero no hacia el exterior sino hacia algo rodeado por el cerebro, algo profundo e insoportable que rezumaba beatitud. Conseguía acceder allí, a la cámara prohibida, a través de la poesía o de la música (o de un solo pensamiento o de una imagen que me venía a la mente o —hace mucho tiempo, cuando volvía del liceo, pisando los charcos primaverales junto a los raíles del tranvía— del reflejo en un escaparate, del perfume de una mujer). Penetraba en el epitálamo, me embadurnaba en la amígdala, me acurrucaba en la prolongación abstracta del anillo de oro del centro de la mente. La revelación era como un grito de alegría silenciosa que solo tenía en común con el orgasmo la brutalidad epiléptica, pero que expresaba alivio, amor, sumisión, entrega, adoración. Había agujeros, brechas hacia la cisterna de luz viva de lo más profundo de nuestro ser, puntos de ruptura que cribaban el límite interior del pensamiento haciendo que semejara un cielo estrellado, pues todos tenemos una bóveda estrellada en el cráneo y, sobre ella, la conciencia moral. A menudo, sin embargo, esa eyaculación hacia el interior no alcanzaba el apogeo, sino que se detenía en las antecámaras y en las antecámaras de las antecámaras, allí recogía unas imágenes temblorosas que se apagaban en un instante, dejando a su paso pesadumbre y nostalgia, y que me perseguían después durante todo el día. Artilugios de fabricar luz, los versos me volvían vicioso, los utilizaba como si fueran droga y me resultaba imposible vivir sin ellos. Había comenzado, tiempo atrás, a escribir también unos poemas gráciles, feéricos y agresivos, entre los que insertaba algunas veces, de forma absolutamente innecesaria, unos pasajes incomprensibles que parecían dictados por alguien y que me horrorizaban como una profecía cumplida cuando los releía. Hablaba en ellos de mi madre, de Dios y de la infancia como si, en el curso de una conversación de bar, hubiera empezado de repente a hablar, con una vocecita de niño, en la lengua de los castrados o de los ángeles. Aparecía en los poemas mi madre, caminando por la calle Ştefan cel Mare, más alta que los edificios, volcando a su paso camiones y tranvías, aplastando con sus gigantescos pies los quioscos de metal, barriendo a los transeúntes con su falda barata de dubetina. Se detenía frente al triple ventanal de mi habitación, se agachaba y miraba en su interior. Toda la ventana se llenaba con su gran ojo azul y con su ceja fruncida que me llenaba de espanto. Luego se enderezaba y se alejaba hacia el ocaso, derribando con su cabello áspero y fosforescente los aviones del correo aéreo y los satélites artificiales en un cielo teñido de sangre… ¿Por qué mitificaba a mi madre de esa manera? Nada, jamás, me había acercado a ella, nada había despertado mi interés por ella. Era la mujer que me lavaba la ropa, que me freía las patatas, que me mandaba a la universidad incluso cuando yo habría querido hacer novillos. Era la madre, un ser neutro de aspecto neutro, que vivía su vida modesta, saturada de trabajo, en nuestra casa, donde yo había sido siempre un extraño. ¿Qué escondía esa carencia afectiva de nuestra familia? Mi padre andaba siempre de aquí para allá, cuando venía a casa, con el rostro congestionado, olía a sudor y se sujetaba el pelo, grueso como la cola de los caballos, con una media de señora agujereada cuyo talón le colgaba siempre entre los omóplatos. Mi madre le servía la comida y ambos veían la tele, eligiendo a sus «amores» entre los cantantes de música popular o entre los actores de variedades y lanzándose continuas pullas al respecto. Yo comía deprisa y me retiraba a mi habitación de la calle (las otras dos daban hacia atrás, al edificio melancólico, de ladrillo rojo, del molino Dâmboviţa) para contemplar el ajetreo poliédrico de Bucarest desde mi ventana o para escribir versos deslavazados en un cuaderno escolar, o me acurrucaba debajo del edredón, cubriéndome la cabeza como si no pudiera soportar la humillación y la vergüenza de ser adolescente… Éramos, en mi familia, como tres insectos —preocupado cada uno por su propia estela química— que se rozaban a veces las antenas y seguían su camino. «¿Qué tal en clase?» «Bien.» «Le han dado una buena paliza
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a tu Dinamo, y encima en casa.» «Déjate, que tampoco a tu Poli le va mucho mejor.» Y de vuelta otra vez a mi caparazón para escribir de nuevo versos venidos de ninguna parte:
mamá, tú me has dado el poder de soñar.
estaría noches enteras mirándote a los ojos
y con tu mano en mi mano creo que empezaría a comprender.
y latiría de nuevo tu corazón por nosotros dos
y entre nuestros cráneos translúcidos como la piel de los camarones
brotaría un fantástico cordón umbilical
y la hipnosis y la levitación y la telepatía y el amor
serían solo flores de colores en nuestros brazos.
juntos
jugaríamos eternamente un juego de cartas con dos únicas figuras:
vida, muerte
entretanto las nubes brillarían al romper el día, a lo lejos.
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Autor: Mircea Cărtărescu. Título: El ala izquierda. Editorial: Impedimenta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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