Escuchad. Está en las paredes. Recorre las arterias de lo inerte, de las cosas que estaban ahí antes de que llegásemos nosotros. Es un soplo de incomodidad, un gemido de alerta: la certeza inaudible que nos aplasta y nos abandona, desconcertados. Tan ingobernables son las fuerzas del pasado que nos persigue; tan brutal su látigo. Así, agachamos la cabeza para escondernos en las cuevas más pequeñas. Y enredamos nuestras cuatro extremidades al tronco del olvido, porque solo él puede salvarnos. Algo parecido reza la frase que abre La primera mano que sostuvo la mía: «Y olvidamos porque es preciso».
La arquitectura es una protagonista más en esta novela de O’Farrell, quien ya deslumbró en España con Tiene que ser aquí (Libros del Asteroide, 2016). Lo es por un motivo fundamental: su resistencia al paso del tiempo. La escritora irlandesa se afana en describir con todo lujo de detalles la forma de los marcos de las puertas, el color de las baldosas de las cocinas, la curva de las escaleras, el tamaño y color de los jardines. Lo hace de forma devota, como el pintor realista que exprime la vida de cada pincelada. Dibuja el mundo sin personas en la mente del lector; es finalmente éste quien se encarga de conectar las vidas posibles de ese decorado exhaustivo.
La primera mano que sostuvo la mía es, inevitablemente, un estudio sobre las heridas que no cierra el paso del tiempo. Igual que las láminas de parqué agujereadas por una caída años atrás, igual que una mancha de humedad en la pared resultado del lanzamiento de una prenda mojada hace ya décadas. Habla de la no curación, del enquistamiento y asimilación del dolor como un estado natural del ser humano. Habla del olvido, sobre todas las cosas. De cómo cada día nos convencemos a nosotros mismos de que debemos desterrar a nuestros muertos de nuestra memoria. Por salud. Olvidamos, dice Arnold, porque es preciso. ¿Qué haríamos si no?
Maggie O’Farrell dedica empeño al perfilado de lo material, pero también aplica grandes esfuerzos para acercarse a sus personajes. Abre, en principio, dos líneas temporales, a priori inconexas. Por un lado, cuenta la historia de Lexie Sinclair, una joven que, decidida a abandonar su insatisfactoria vida en el campo, se decide a instalarse en Londres —un poco al estilo de aquel Springsteen que, en Thunder Road, cantaba: «It’s a town full of losers, I’m pulling out of here to win» («Es un pueblo lleno de perdedores, salgo de aquí para ganar»)—. Por otro, se adentra en la rutina de Elina y Ted, dos jóvenes que sufren las consecuencias psicológicas de haber tenido su primer hijo.
La madeja narrativa que construye O’Farrell posee un vigor estructural fascinante, al estilo de esas fabulosas catedrales que uno contempla ojiplático, deslumbrado ante la diversidad de detalles dispuestos ante sí y la armoniosa complejidad con la que todos ellos se encuentran conectados. Se dice, pues: he aquí una novelista extraordinaria. Su castillo de naipes descubre tarde sus cartas, pero no alardea en exceso de sus fabulosos ases, sino que los integra en la baraja y se los entrega al espectador, que los recoge atónito, derrumbado. No existe el efectismo en esta historia de personas luchadoras, de personas rencorosas, de personas que buscan saber algo más sobre quiénes son. Algo que toque la tecla definitiva y les permita respirar.
Ahí la cuestión: ¿hacia dónde busca uno cuando lo que quiere es encontrarse consigo mismo? Hacia atrás, claro. Hacia el pasado. Un pasado del que ya solo quedan las paredes, las baldosas, las puertas, las escaleras. El jardín, aunque no con la misma hierba —o sí, en caso de que el jardinero no se haya tomado la molestia de arrancar las malas hierbas de raíz, como explica la propia O’Farrell—. Así que hacia él nadan los protagonistas. Hacia el pasado. Barcos contracorriente, que decía Scott Fitzgerald. Por combatir esa ilusión fatal de que solo el olvido permite la paz. De que solo borrar los recuerdos felices permite soportar una existencia alejado de ellos.
Contra todo pronóstico, La primera mano que sostuvo la mía se eleva como un placaje contra el olvido. Se carga su frase inicial, se carga a Matthew Arnold, se lo carga todo y grita desesperadamente, buscando expulsar las cosas nunca dichas, la comunicación sedimentada, el líquido putrefacto que nos habita desde que aprendemos a hacer esa cosa abominable que es olvidar como método de supervivencia. La novela se expande en su tramo final y llora desconsoladamente, se calma, lo expulsa todo en un párrafo sobrecogedor que explora las posibilidades imposibles de una vida futura que nunca existirá.
Y así aterriza en nuestro pecho, como una mano que se acerca y roza la nuestra, y la toma, y dice: hubo un día, tiempo atrás, en que aprendí a convencerme de aquello. De que olvidamos porque es preciso. Me olvidé de ti para poder vivir. Entonces, O’Farrell se pliega sobre sí misma, pega un grito y exclama: hoy entiendo, al fin, que yo no soy yo sin recordarte. Así que olvido por fin la idea de olvidarme de ti. Hoy te recuerdo más que nunca. Y vivo.
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Autora: Maggie O’Farrell. Traductora: Concha Cardeñoso. Título: La primera mano que sostuvo la mía. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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