Las historias de bicis son para el verano, decíamos en Zenda. Y cuando este verano de 2018 está a punto de concluir, hemos recibido más de cuatrocientas #historiasdebicis que participan en nuestro concurso, dotado con 3.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. Ofrecemos aquí una selección con las diez historias que optan a los premios. Este viernes anunciaremos los nombres del ganador, que recibirá 2.000 euros, y del finalista, que recibirá 1.000 euros. El jurado que valora la calidad literaria y la originalidad de las historias está formado por los escritores Espido Freire, Juan Gómez-Jurado, Ander Izagirre, Ana Malagón, Txani Rodríguez y Paula Izquierdo.
Este concurso no sólo ha coincidido con 73ª edición de la Vuelta a España sino también con la celebración de la Semana Europea de la Movilidad (SEM) 2018, que se celebra del 16 al 22 de septiembre bajo el lema “Combina y Muévete”.
1
Cada pedalada cuenta
Fran B Buenza
Es mayo de 1938. Fuga de una prisión al norte de España.
Mi abuelo Carlos, un joven de 28 años, huye en una bicicleta que ha encontrado. Y mientras escapa hacia Francia piensa:
Cada pedalada cuenta. Cada segundo, cada bocanada de aire que respira agitadamente puede ser la última. Se imagina a su mujer, María, estará en el caserío pegada a la ventana. En sus brazos sostendrá a la pequeña Consuelo mientras mira cómo a diario los soldados suben y bajan el puerto de Belate. Y ella rezará por él cada vez que los oiga.
Inhala mientras sube. Pasa cerca de unas lilas y en una fracción de segundo se acuerda de la colonia de la maestra y de la escuela. Y al mismo tiempo le duelen y le tiemblan las piernas al igual que le temblaron el día que con su primo Fermín se montaron en un sidecar y cruzaron todos los controles militares vestidos de falangistas hasta Irún. En cada control contuvo el aire como hoy en cada avance. Allí fueron buscando, entre los restos de una ciudad derruida por las bombas, alguna pista de su hermana. Y le duelen igual que cuando después de días buscando entre escombros no la encontraron.
Exhala. De alivio, Igual que cuando no le pillaron los guardias con la radio escondida en el pajar. Y al dejar el aire salir con fuerza se nota que le duele el corazón. Nota que se le sale por la garganta. Como cuando le detuvieron por contrabando haciendo de enlace entre Pamplona y Francia. Pero hoy le duele menos que cuando pensó en huir antes de entrar en la cárcel y al final no se atrevió. Si hubiese huido entonces ahora no estaría en esta situación.
Inhala de nuevo. Y le viene el olor del campo y de las manzanilla que a final del verano recogían toda la familia en los pastos de detrás del caserío. A su boca vuelve el sabor amargo de las infusiones que luego harían para curar el dolor de tripas.
Le duele el estómago, se levanta del sillín y viene a su mente como le dolieron las tortas del padre después de que dejase en ridículo a Don Miguel en el atrio de la iglesia. Se le esboza una sonrisa pensando en cómo esquivo de un salto la patada que con muy mala leche le había lanzado y que hizo al cura trastabillarse hasta caer al suelo.
Exhala, y piensa si tendrá la misma suerte que el de Lacarrena que huyendo en bicicleta de una operación de contrabando que había salido mal, un día que llovía a mares, se cruzó con un mando de la guardia civil que iba en coche. El sargento le dijo a su chofer: -Vamos a pararle a éste que tiene cara de vasco peligroso. Y el chofer, que era del valle, le respondió:-¡Pero Sargento, si éste es un pordiosero, es un pobre hombre!-Y el sargento, viendo las pintas de Lacarrena, empapado y con barba de 10 días, creyéndole, no le para.
Inhala. Y se ve cargando un paquete en la bicicleta con algo de comida y unas cuantas cartas para su hermano Francisco. Ve su cara de alegría al recibir las buenas noticias de la familia. Y él se alegra al tener que ir con una carta al abogado para ver qué pueden hacer con él, si le ayudan a resolver algunos pleitos. Se levanta sobre la bici de nuevo para estirarse un poco y sonríe, recordando los sprints finales al ir a recoger las pacas de hierba al monte. Se ve tumbado bocarriba sobre la hierba, al final del puerto, a su lado está su hermano Juan José respirando a bocanadas y riendo a carcajada limpia después de la carrera entre hermanos.
Llega a una encrucijada. Tiene que decidir. Igual que el último tanto de un partido de pelota del valle. Entre pedalada y pedalada, tiene que centrarse y acertar. Elegir la jugada ganadora.
Se decide y al bajar por un trecho del camino el aire le golpea la cara como si fuese un anticipo de la libertad. Deja de pedalear, agarra menos fuerte el manillar, algunos rayos de sol le acarician el rostro ajado después de haber pasado los últimos seis meses en prisión. Por un tiempo indeterminado fluye, ensimismado y al mismo tiempo conectado con lo que sería la bondadosa realidad de no ser por las circunstancias. La bicicleta y él son lo mismo, está en movimiento pero pocas veces está tan quieto y cerca del centro de sí mismo.
De repente, todo su cuerpo se contrae. Se crispa. Vuelve a sentir los dolores por todo el cuerpo. Le invade un gran cansancio y aparece un nudo en el estómago, su mirada se nubla. Los guardias están al final de la cuesta, buscando con perros a los fugados. Ya le han visto. Frena, disminuye la velocidad pero siente que su cuerpo es ahora de piedra como la mirada de los que le apuntan con sus fusiles. Y allí mismo, se para, desciende despacio, le alcanzan y su último viaje en bicicleta acaba en una cuneta.
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2
Sísifo a pedales
Cristina Gutiérrez Valencia
Ataque, kilómetro veintinueve. Tensión inicial de épica escapada en solitario… cartas repartidas, alea jacta est contra el cronómetro. Gregario rodador en buena forma, carne de cañón de pelotón busca: no morder el polvo (eres y en polvo), no tirar de cuneta, dejar huella en el centro con su sutil trazada, lograr, al fin, un solo triunfo propio, ganar el beneficio de la duda. Así las cosas, responden las piernas, nada falla: carteles con tu nombre, sin viento, sin caídas, sin pinchazos, buen firme, soleado firmamento; tan solo ese desierto en falso llano, nueve con ocho metros por segundo (al cuadrado, olvidaba Aníbal Núñez) y tu cuerpo, tú mismo tu enemigo. Ante la gravedad de esta intemperie, la aceleración de ese yo adversario, victoria es no poner el pie en tierra, seguir dando pedales aunque duela.
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3
Carril bici
Lorenzo D. Rubio
Por un error en los planos municipales, el carril bici que han instalado en el barrio pasa por mi habitación. Al principio estaba decidido a denunciar al ayuntamiento porque el ruido de las bicicletas no me dejaba dormir y he perdido la intimidad. Pero ahora que me he acostumbrado al tránsito, duermo a pierna suelta sin importarme que durante todo el día pasen bicicletas por mi dormitorio. De hecho, ya casi no veo la televisión ni navego por internet. Prefiero sentarme en una silla y matar la tarde con un bol de palomitas viendo circular a los ciclistas uno detrás de otro. Además, me he enamorado de una chica que pasa cada día por mi habitación. Como va rápido no me ha dado tiempo aún a mantener una charla entera con ella, pero cada vez que pasa le pregunto algo a gritos: su nombre, su teléfono, si estudia o trabaja, si tiene novio, si quiere casarse conmigo.
Rosa, que así se llama, ha dicho que sí al matrimonio y nos hemos casado gracias a que el cura de la parroquia del barrio ha aceptado celebrar la misa más rápida de la historia en mi habitación. Todo nos va viento en popa. Somos los más felices del mundo viéndonos cinco segundos al día, lo que tarda ella en cruzar mi dormitorio montada en su bicicleta. Hoy cuando ha pasado me ha dado la sorpresa de mi vida. ¡Está embarazada! Qué bonito será el día que pase mi mujer por el carril bici seguida de mi hijito montado en un bicicleta con ruedines.
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4
Io sono Gino Bartali
Manuel Martínez Bach
La bicicleta es dolor. Que no te engañen. Cuando le regalas a tu hijo una bicicleta le regalas (es cierto) tardes de agosto, libertad, amigos… Pero quizá también le estés regalando cosas que no imaginas. Tal vez le estés dando la subida al Mortirolo bajo la lluvia, el polvo de una carretera y las caídas, el dolor en las piernas, ese dolor que es como un grito frío. Si no tienes cuidado puede le estés regalando la peor de las maldiciones: la de querer ganar siempre. A mí la bicicleta no me la regaló nadie. La compré con mi sueldo de mecánico en un taller. Un taller de bicis, claro. De qué si no. Así que se puede decir que fui yo mismo quien me condené.
Con veintidós años gané mi primer Giro. El del 36. Ocho años después: controles en las carreteras. Las patrullas dándome el alto. Para entonces ya era tan famoso que a veces llegaba la certeza, como un destello, de que existían dos Ginos. Uno era yo. El que estaba en casa, el que tenía amigos, familia, ideas. El otro era un extraño con mi cara. El que salía en los noticiarios del cine, el que ganó el Tour de Francia del 38, al que Mussolini usaba para colgarse una medalla más en su pecho de bufón desenfrenado. Me partía las piernas por aquellas carreteras de la Toscana y, al llegar al control, me daban el alto y entonces yo lo notaba. Allí estaba ese brillo de reconocimiento en los ojos de los carabinieri, que abrían una sonrisa como se cierra una navaja.
Sí, soy Gino Bartali.- decía yo.
Pasa, camarada.- decían ellos.
Y así era como funcionaba. Sin pedirme nada más que algún autógrafo. Sin registrarme.
Pero me adelanto. Antes de estas cosas vienen otras cosas. Cosas como que mi hermano Giulo se mató en una carrera ciclista. Con apenas veinte años. Eso es lo que regalas, quizá, en el peor caso, cuando regalas una bici. Vinieron cosas como que dejé la bici pero luego volví. Porque cuando regalas una bici, también regalas una adicción.
El Duce (yo nunca llamé así a aquel histrión pelado) quería éxitos para el fascismo. Así que la federación de ciclismo no me dejó correr el siguiente Giro. Me mandaron al Tour. Y lo gané. El del 38. Todos pensaron que yo llamaba Duce a aquel espantajo de uniforme. “Gino Bartali, emblema del ciclismo fascista”, decían los periódicos. Me callé. Gané otro Giro. “L´uomo di ferro” me llamaban. Cuanto más difícil era, más fuerte era yo. Y cuando todo parecía prepararme para una gloria que no sé si hubiese disfrutado, llegó la guerra. Y mi secreto.
Ahora que ya estoy muerto todo esto importa poco. Caerá sobre mí, como sobre todos, una losa de olvido. Así debe ser. Entonces, sin embargo, ganar era lo único que importaba. En el 48 gané el tercer Giro. El ciclismo de entonces no es como el que tú conoces. Las etapas eran largas y muchas veces por carreteras sin asfaltar. Si llovía, barro. Si no llovía, polvo. Las bicicletas pesaban y cuando pinchabas una rueda te la arreglabas tú mismo. Era duro y yo no tenía rival. Hasta que llegó Coppi.
Fausto Coppi, tan fino, tan elegante, tan distinto a mí en tantas cosas y al mismo tiempo más igual a mí que yo mismo. Todos pensaban que éramos enemigos. Italia necesitaba estar dividida y nos usó para estarlo. Él: joven, urbano, ateo, de izquierdas. Yo: ya adulto, campesino, católico, conservador. Él, contrarrelojista. Yo, escalador. Entre los dos ganamos cuatro tours y ocho giros. Todos pensaban que nos odiábamos. Qué necesidad tienen los hombres de aferrarse a ideas simples… No imaginaron que cuando Coppi se fue de safari a África y murió de malaria con cuarenta años una parte de mí se quedaba allí con él.
Después dejé la bici. Miento. Lo que dejé fue de competir. La bici siguió conmigo. Cada día. Fui director deportivo de varios equipos. También comentarista para la radio y la televisión. La leyenda en que me había convertido hablaba por mí. Ese otro Bartali. Llegué a viejo y, con ochenta y seis años, un infarto se me llevó por delante. Yo creía que me había llevado conmigo el secreto. Qué vanidad pretender que se pueden controlar las cosas…
Todo fue culpa de Giorgio Nissim y de su diario. Lo encontraron sus hijos años después de que muriera él y poco después de que lo hiciera yo. Allí contaba todo lo que hizo durante la guerra. Lo que hicimos. Fueron él y el cardenal de Florencia Elia dalla Costa quienes me convencieron para hacerlo. Habían montado una red clandestina por toda la Toscana para salvar a los judíos de los campos. En los monasterios los monjes y los frailes fabricaban los papeles falsos: pasaportes, documentos, visados… El problema era cómo mover toda esa documentación sin ser detectados en los controles. Y ahí entré yo. Ahí entró mi bicicleta.
Hacía unos trescientos kilómetros al día. Escondía los documentos dentro del cuadro de acero. A veces, de camino entre Torino y Florencia o entre Florencia y Prato, casi podía sentir cómo la bici iba llena de esperanza, de oportunidades, de vida. Era una sensación maravillosa. Entre 1943 y 1944 fingí que entrenaba y me dejaban tranquilo en los controles. Hay quien dice que le salvé la vida a ochocientas personas. Nunca se lo conté a nadie. Porque cuando le haces un favor a un amigo, lo haces en silencio.
Ahora que ya no estoy puedo verte. Tienes mis rasgos. Te me pareces de una manera vaga, que es el mejor homenaje que un descendiente nos puede hacer. Te veo con tu hijo, mi bisnieto, y me alegro de saber que, envuelta en papel de regalo, para su cumpleaños, le espera esa primera bicicleta. Porque, cuando regalas una bicicleta, además de todo lo que te he dicho, también me regalas a mí.
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5
Millones de historias de bicis
Iris Rico de Frutos
Tengo millones de #historiasdebicis de contarte. Puedo recordarte aquella vez en la que, prometiendo que no ibas a soltar el sillín, conseguiste que empezase a pedalear sin parar.
Puedo visualizar el momento en el que, tras mi primera caída, me llevaste corriendo a comer ese helado de chocolate, el único que conseguía calmarme.
Puedo rememorar el día en el que, tras recoger mis notas del colegio, fui corriendo a casa, y ahí estabas esperando, con una caja enorme que escondía una bicicleta nueva. He crecido con ruedas y ruedines, pero siempre con tu risa.
Ahora no lo recuerdas, esos momentos se han ido borrando junto con el resto de tu memoria y las fotos se han convertido en cuadros ajenos de tu historia. Pero ahora que tu mente ha olvidado pedalear, soy yo quien va detrás, sujetando el sillín, para que nunca te caigas.
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6
Centaura urban
Mariana Rezk
Trajines. Idas y venidas. De casa al trabajo y del trabajo a casa.
Paseos los fines de semana. Pedaleando, pedaleando, pedaleando…
¡A veces sospecho que tiene vida propia!
De repente un parate y una reparación. Puesta a punto, de ella y mía.
¡Y a seguir! Pedaleando, pedaleando, pedaleando la vida…
El viento y el sol me pegan en la cara.
El sudor se escurre por debajo del casco. Descanso de ella y mío.
Años de compañía. Años de idas y venidas, como si fuéramos una sola.
Centaura urbana, mitad humana mitad bici.
¡Y un día lo comprobé y ya era tarde!
Se largó a la carrera por un camino serrano.
¡Y yo no pedaleaba!
Me dejé llevar con la confianza de años compartidos.
Subimos, subimos, subimos una cuesta sin esfuerzo y sin fin.
A llegar al punto más alto, corcovea, y yo caigo.
Y ella sigue sola.
Sigue y sigue. ¡Y no para!
Se arroja al vacío estrellándose metros más abajo.
Me asomo y la veo, refulgente e inmóvil, en el fondo del abismo.
Asombro y tristeza.
Silencio y soledad.
Y la pregunta absurda e infinita…
¿A qué cielo van las bicis cuando mueren?
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7
El estallido
Víctor Ojeda G
No sé si deba contar esto, pero cuando uno ama hay cristales que estallan.
Hasta ahora lo descubro, quizás porque no había amado antes. Quizás porque todo contigo era compacto, estático, abarcable.
Sé que te dolerá esto, dirás ‘es otra de sus idioteces’. Pero, créeme, si te enamoras, si te llegas a enamorar de verdad, no volverás a ver un cristal ni nada, intacto, sólido. Empezarás a ver y sentir todo como frágil, percutor, anguloso. Y procurarás atomizarte, amando, desnuda, abierta, entregada, desbocada.
¿Recuerdas nuestro último atardecer?
Cuando me fui, forzado-destronado, la bicicleta no podía sostenerse sin riesgo de que se pincharan las llantas. No le presté tanta atención a ese hecho, más preocupado por alejarme de ti que por las reacciones insólitas que presentaba el momento, ese filoso momento.
Hice algo tonto, como prueba, como una suerte de conjuro para evitar ese destino que nos alejaba: pedaleé como si no hubiera destino inflexible. Me enfilé directo al momento en que nos conocimos. Comprobé que pedalear en el tiempo es más incómodo que en el espacio, aunque mucho más reconfortante.
Lo cierto es que pedaleé hacia atrás y la bicicleta aceptó el desafío. Y avanzó, corrijo, retrocedió con gusto y rapidez. No espero que me creas, pero después de muchas calles, con los ojos en la espalda, llegué al principio, a nuestro primer encuentro.
Pero esta vez, te evité. Me miraste profunda y deliciosamente, como lo recordaba. Sin embargo, seguí de largo hacia aquella chica, no tan linda como tú, que igual me estaba mirando desde el otro lado del parque ¿La recuerdas?
Tenía el cabello largo y negro, opuesto a ti, unos ojos apagados y dulces, detrás de unas gafas negras y toscamente rectangulares, que lo mismo la mimetizaban con el entorno y la protegían de irradiar esa fascinante belleza que guardaba con discreción, como esas flores que solo se abren para quien osa tocarlas.
Frente a ella, las llantas de mi bicicleta explotaron. Y algo en mí también, mi cuerpo, empezó a astillarse, quebrarse, fraccionarse.
Y allí quedé, un cuerpo de cristal esperando el leve soplo que le partiera en mil pedazos. Y ese soplo fue su aliento, su voz. Supe que me había enamorado y mi destino sería estallar junto a ella una y otra vez por siempre, para siempre, como ruedas estelares, girando, friccionando y entrelazando sus átomos, besos y deseos inabarcables.
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8
Aprendí
Marcos Hermosel
Aprendí muy pronto a montar en bici, con tan solo 47 años.
Aquel día deambulaba por casa, agarrándome a las sillas, con los huesos llenos de aire, cuando por fin la vi. Creo que el mismísimo Dios la había sacado del trastero y la había dejado apoyada en el almendro del patio.
Brillaba como un lingote de oro. Me erguí sobre el sillón, metí todo el aire que pude en los pulmones y salí a mirarla. Era preciosa. Sus tubos finos de aluminio cromado, las letras blancas sobre fondo rojo, su inquieto espíritu asilvestrado. Hasta las ruedas me parecían bullir.
Me acerqué a ella y la acaricié. Fue entonces cuando empecé a pensar en la posibilidad. Levanté la pierna derecha y sentí un estremecimiento que subió desde el muslo por la cicatriz hasta el pecho.
Me recordé subiendo la Morcuera, el resuello helado bajo los árboles desnudos. La vuelta por Canencia y el olor del arroyo y las pocas hojas que conservaban los robles cayendo despacio sobre la carretera.
Inspiré profundamente y lo volví a intentar.
Está vez incliné la bicicleta y conseguí pasar la pierna con algo de dolor, pero menos del que pensaba. Llevaba unas pantuflas de andar por casa y estaba sudando.
Me quité la camisa del pijama, apoyé el pie derecho en el pedal y me impulsé, pero el tirón fue débil y no conseguí hacerla andar. Lo intenté otra vez, pero al procurar subir el otro pie me golpeé el tobillo con el pedal.
Estaba ya muy cansado, sentía que me ardían los pulmones. Miré hacia el almendro polvoriento con los brazos colgando del manillar.
Antes podía subir la Morcuera en 35 minutos. Mis brazos lívidos y huesudos colgaban subrayando esa fragilidad. Pero yo sólo quería dar una vuelta.
Solo una vuelta, y sin pensarlo me di otro fuerte impulso, coloqué los pies en los pedales y la flaca anduvo renqueante, dando bandazos de un lado a otro.
Subí piñones para ir más cómodo y comencé a dar vueltas alrededor de la casa. La sensación de cansancio iba esfumándose, los pulmones no se hinchaban, los huesos no crujían, el corazón comenzaba a acompasarse al ritmo de las pedaladas.
No sé cuánto tiempo pedaleé. Entré como en una especie de ensoñación en la que se mezclaban las sábanas blancas y azules con caras ensombrecidas de personas. Me empezó a doler el pecho y paré.
Enfrente de mí, vi la puerta de patio que daba ya a la calle. A escasos cinco minutos de mi casa, salía una pequeña carretera que subía suavemente hacia un collado.
No cogí llaves, no me puse ropa, no era prudente pensar mucho si quería cometer una imprudencia. Así que dejé todo abierto y salí con un pantalón de pijama, las pantuflas y el pecho descubierto, cruzado por el costurón rosáceo.
Una señora mayor empujaba un carrito y se apartó, mirándome. Yo era un loco en bici, un loco lobotomizado. Comencé a gritar y a llorar, y hasta los perros huían despavoridos.
Era una subida corta y poco pronunciada, como mucho un 3%, pero creía que no sería capaz. Comencé a sudar copiosamente un líquido frío, el dolor empezó a morderme en las costillas y en los pulmones.
Me parecía que se me licuaban los bronquios, pero a la vez veía cientos de personas que me animaban en las cunetas, jóvenes que corrían conmigo y me gritaban, niños con banderas.
Me levantaba, abría la boca buscando aire, meneaba hombros y riñones y la cabeza de un lado a otro como los ciclistas profesionales que se dejaban la piel escalando el Mortirolo, el Alpe D’huez, el Angliru. Estaba seguro que no imprimía a mi esfuerzo menor generosidad que ellos.
Cerca de la cumbre me sentí desfallecer, la saliva se espesaba y el paisaje comenzó a enturbiarse.
Me levanté, apreté sin fe las piernas que sentía ahora de palo y entonces lo vi, el viejo pino doblado que marcaba los últimos cincuenta metros. El punto donde yo solía atacar cuando íbamos en la grupeta con los amigos. Lo vi y ya sabía que iba a llegar.
Respiré hondo y la sentí, esa profunda e inexplicable alegría de estar vivo, una de esas ocasiones en las que uno siente que roza una capa de la belleza de la existencia.
Llegué a la cumbre, me bajé de la bici y, con la mano en el pecho, miré hacia el horizonte. Apenas podía sostenerme. Sobre la ciudad, el cielo dejaba caer una especie de pelusa azul marino. Pensé en la bajada y sonreí.
***
9
La otra
David Lizandra
—Eres frío, despiadado. No tienes sentimientos.
En aquella habitación no había nadie más que ellos dos. Aquel reproche, que Ramiro creyó escuchar, eran sus primeras palabras después del tiempo que lo tuvo castigado con su silencio.
—No, tú eres la fría, la despiadada, la que después de tantos años de convivencia, aun con todos los mimos y cuidados que te profesaba cada vez que volvías a casa, me castigabas con tu indiferencia —hizo una pausa para mirarla, tal vez esperando la réplica que no llegó—. No, querida, yo no lo busqué, simplemente ocurrió. Llámalo flechazo, si quieres.
Ramiro estaba conmovido por su actitud; inmóvil en aquella esquina, en silencio, esperando a que fuera él quien ejecutara la decisión, ya tomada, de abandonarla a su suerte.
—Bien, no hay que hacer esperar a lo inevitable. ¡Vamos! —dijo.
Solo tuvo que abrazarla con suavidad para que ella, dócil como un cordero, lo siguiera hasta la calle.
Pasearon abrazados por última vez hasta que detuvieron su marcha frente al escaparate de una tienda. La otra estaba allí, al otro lado del cristal.
—¿Qué dictarán las normas de etiqueta? ¿debo presentarlas? —susurró justo antes de empujar la puerta.
Durante mucho rato ambas estuvieron frente a frente. Ramiro las miraba mientras hablaba con uno de los dependientes. «Una estará llamando vieja a la otra; la otra le dirá que se va conmigo por mi dinero, que la juventud no dura para toda la vida, que se prepare porque soy voluble y las curvas seductoras de la juventud cambian con el tiempo, que dentro de unos años se verá en su misma situación… ¡mujeres!» pensaba sin quitarles la vista de encima.
Un apretón de manos bastó para cerrar el acuerdo y una operación con la tarjeta lo selló.
Roberto ni siquiera se giró para despedirse de su vieja bici; la nueva, reluciente y con todas las últimas novedades técnicas, le acompañaría en los próximos años.
***
10
Las bicicletas del ladrón
Baruch
Mi abuelo, que era calderero en Nápoles, abandonó a su familia aprovechando la llegada de las tropas garibaldinas. No porque temiera represalias una vez que los borbones habían huido, sino porque el remiendo de ollas y sartenes, sus deudas debidas al juego de naipes y dar de comer a seis hijos le abrumó. Mi padre me contó que ese fue el verbo que usó, abrumar, cuando recibieron, muchos años después, una carta suya en la que les pedía perdón, matasellada en un pueblo de España llamado Fattriche, según pudieron averiguar por medio del único de mis tíos que había aprendido a leer. Y aunque en un primer momento se decidieron, él y sus hermanos, a ir en su busca para cobrarse venganza, movidos por el rencor que la abuela había sembrado en cada uno de ellos, al cabo de los días desistieron porque dudaban de la existencia de una población con dicho nombre y lo achacaron a una última broma del anciano progenitor en su lecho de muerte (Fattriche era una palabra del antiguo dialecto que significaba deshonra).
Yo, Placido, fui ladrón en Roma, no solo he heredado el nombre de mi abuelo, sino que he seguido de manera fiel la tradición familiar. Los varones escapamos de nuestro lugar de nacimiento por alguna causa justificada que nos abrume.
Si ahora, ya en plena madurez, me he convertido en un brillante carterista, en aquellos tiempos de posguerra, de anarquía y mercado negro, mi especialidad eran las bicicletas. En un cobertizo las acumulaba despiezadas, llantas y cuadros, por un lado, piñones y platos por otro, manillares más allá, gomas de caucho junto a la entrada para tenerlos a mano, pues era lo más sencillo de vender, ya que las cubiertas eran de mala calidad y se pinchaban fácilmente y llegaban a reventar tras cientos de parches. En un agujero a pocos metros de la choza estaban las pruebas del delito, allí había enterrado las placas de matrículas que se empezaban a usar en la ciudad.
En aquellos tiempos de hambre, robarle la bicicleta a un hombre era peor que robarle el alma. Recuerdo los sollozos, juramentos y desgarrados gritos de los dueños al verme huir sobre su máquina. Pedaleaba hasta perder el sentido y no conseguía alejarlos. Sus lloros me perseguían mientras la desmontaba y cuando miraba al cuartucho, repleto de los esqueletos metálicos, oía los distintos lamentos que parecían salir de la tierra y envolver los engranajes que se esparcían por el suelo. La grasa que impregnaba mis manos se convertía en sangre caliente de un asesinado imaginario que me obligaba a lavarme cuidadosamente en una laguna insalubre que se llenaba con las lluvias y no acababa nunca de secarse.
En una ciudad destruida, con las camisas negras tiradas al fondo del Tíber, los pañuelos rojos de la turba desafiante y los curas de mirada atemorizada, nada podía hundir más a un espíritu que perder el instrumento de locomoción básico para ganarse el pan. Recuerdo a un hombre que dejó su bicicleta en un árbol encalado hasta la mitad del tronco, inocente como un cordero recién parido. Ni siquiera se percató de que me alejé silbando Bella Ciao empujando el velocípedo con una sola mano. El infeliz se pasó todo el día buscándome y casi logró que la policía me capturase, de lo que solo me pude librar por la ayuda de unos compinches y un policía fácil de sobornar.
La venta de recambios apenas daba para comer, mi intención más profunda era construir la bicicleta perfecta. Separaba los trozos aprovechables de los viejos cacharros que conseguía robar, los lustraba y los apartaba del negocio a la espera de tener la colección completa, como si estuviera creando un Frankenstein herrumbroso. No era una tarea fácil, la mayoría de las bicicletas que conseguía eran carracas oxidadas y vejestorios dignos de museo. El trabajo de selección, desmontaje y limpieza era propio de un cirujano.
La conseguí acabar tras varios años de modificaciones, sustituciones de piezas que ya había dado por buenas, ensamblaje del biciclo desde el principio al no estar satisfecho con el resultado -esto ocurrió al menos seis veces-, lijados, repinturas y engrasamientos, en los que gastaba la mayor parte del día. Cuando llegó el momento en el que decidí que estaba finalizada, al conseguir el guardabarros con la figura del águila de una Bianchi accidentada, no sabía si en realidad había terminado mi obra o las circunstancias que me rodearon aceleraron la decisión y que en verdad había fabricado una chapuza y no tenía más remedio que engañarme a mí mismo. El caso es que llegó a los ambientes en los que me movía la noticia de mi afiliación fascista anterior a la guerra y pensé que mi vida corría peligro, recordé a Mussolini colgado cabeza abajo y me sentí abrumado.
Me subí en la bicicleta una mañana antes de amanecer y pedaleé hacia el norte, al anochecer había llegado hasta Livorno, al atardecer siguiente a la frontera francesa, dos días después había cruzado los pirineos por caminos boscosos para evitar a la guardia, y ya en Barcelona tras un fuerte soplo del viento tramontano la bicicleta se cayó a pedazos.
Lo tomé como una señal y allí me establecí, dedicándome a robar carteras en los tranvías. Un día sustraje una a un joven con aspecto de campesino que vestía traje de los domingos y calzaba alpargatas. Leí su documentación para combatir el aburrimiento que me producía robar a los que no llevaban ni una peseta encima. Cristino Sánchez había nacido en la Puebla de don Fadrique, entonces recordé la historia de mi abuelo, el odio que mi padre le profesó y, desalentado, pensé que, seguramente arrepentido, había pedido un perdón sincero.
No volví al negocio de las bicicletas, pero el águila del guardabarros culmina mi bastón de ébano, dándome la apariencia de dignidad en la pobreza, que es un disfraz útil para desvalijar a incautos.
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