Cae de nuevo la noche y aquí estamos otra vez: tendidos, solitarios y hablando siempre de amor. Cuando susurro palabras sobre amores perdidos, a mí me encontraréis, como a Machado, «a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». He pensado alguna vez en vestirme para hablar de ello, pero la ropa siempre me pesa. Miro alrededor y están todos perfectamente engalanados, y me digo: «¡Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también!», pero el estómago es más fuerte de lo que uno piensa. Así que hoy hablamos con desnudez. Con la carne, como hacía Antonio Machado.
Uno piensa en rutinas machadianas y pronto le llegan a la mente imágenes de oscuros encinares y alondras bailarinas —sus emociones, claro está, también se disparan en esa dirección: «Me habéis llegado al alma, / ¿o acaso estabais en el fondo de ella?»—. Pero él mismo lo dijo: «poned en mis labios: yo soy una sombra también del amor». En sus labios, pues, lo ponemos todo. Que guarde él los amores del principio, aquellos que permitían extenderse sobre la hierba, mirar a alguien de cerca —casi tan cerca que podríamos empezar a hablar de la extinción de la dualidad— y decirle: «tus ojos me recuerdan / las noches de verano». Que él les dé cobijo y los salve del olvido.
Pero el amor, por intangible —vamos como gatos detrás de las sombras—, es una cosa delicada a la que referirse. Antonio Machado habló así sobre Rubén Darío, aunque lo hizo más bien sobre las cosas que él consideraba ajenas al verbo pobre: «Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo, / nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan». Ni Apolo ni Pan corretean por estas salas. No tenemos, pues, manera de hacer que hablen. ¡Pero tenemos a Machado! Él sabía, con su voz musical, que el amor puede que sea «el plañir de una copla soñolienta», o quizá una «aguda espina dorada»; desde luego, es una cosa que llega un día; después, se va. «Este amor que quiere ser / acaso pronto será; / pero ¿cuándo ha de volver / lo que acaba de pasar? / Hoy dista mucho de ayer. / ¡Ayer es nunca jamás!». Hemos entregado a Antonio Machado las llaves de nuestro amor abandonado; menos mal, pensamos ahora, ahora que sabemos que nunca lo vamos a recuperar. Es un amor que grita: «no me llaméis, porque tornar no puedo».
Pero podemos pensar un momento en ese ayer extinto. Podemos viajar a aquel lugar, sí, a «estos días azules y este sol de la infancia». Podemos quedarnos ahí un rato, dibujando cosas viejas en la arena de nuestra memoria. ¿Qué cosas habremos perdido? Viene la marea y borra las letras, o quizá solo las baña con su espuma suave. Nos podemos sentar frente al agua y decirle que no es justo, que por qué «ha de morir contigo el mundo mago / donde guarda el recuerdo / los hálitos más puros de la vida». Podemos mirar hacia ese horizonte curvado de los océanos y recordar aquello de «caminante, no hay camino, / sino estelas en la mar». Letras que dibujamos en la arena deslizándose por la superficie acuática. Pasan los barquitos y las recogen, las abrazan: te besan unos labios, no los míos. «Siempre fugitiva y siempre / cerca de mí, en negro manto».
Miramos rápidamente hacia arriba y nos sorprendemos: «¿Qué es esta gota en el viento / que grita al mar: soy el mar?» ¡Qué arrogante es el amor, qué indeseable! ¡Se cree la persona amada que sus profundidades son las de toda la tierra! Quizá tenga razón, en cualquier caso. Te observo en mi memoria y digo: «por ti la mar ensaya olas y espumas». Quiere el mundo moverse a tu semejanza. Otras veces no soy capaz de observarte, te difuminas. Creo que da igual: «Todo amor es fantasía; él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante y, más, / la amada. No prueba nada, / contra el amor, que la amada / no haya existido jamás». No existes pero sigo teniendo permitido quererte. «Pero el niño se hizo mozo / y el mozo tuvo un amor, / y a su amada le decía: / ¿Tú eres de verdad o no?»
Una cosa curiosa en la poesía de Antonio Machado es que suele vagar siempre por paisajes castellanos, áridos, en los que la tierra se eleva y aplasta al individuo. Cuando habla de amor, sin embargo, se desplaza al mar. Quizá porque el amor es más como el agua, más un sacudido oleaje, que un paraíso de quietud rural. Pese a todo —y merced a Cervantes —, finalmente también realiza la concesión: Castilla también es hogar posible de amores delirantes. «Por esta tierra, lejos del mar y la montaña, / el ancho reverbero del claro sol de España, / anduvo un pobre hidalgo ciego de amor un día / —amor nublóle el juicio: su corazón veía—». ¡Claro! El Quijote tenía que estar enamorado. Era imposible que no lo estuviese: no sería Quijote entonces. Porque amar es delirar, o delirar amar, o qué más da: «Huye del triste amor, amor pacato, / sin peligro, sin venda ni aventura, / que espera del amor prenda segura, / porque en amor locura es lo sensato». Aún así, volvemos a la predilección de Antonio Machado por los amores marítimos: «En el gris del muro, / cárcel y aposento, / y en un paisaje futuro / con sólo tu voz y el viento». Hoy estamos aquí, en la arena, esperando; mañana nos acariciará la brisa del mar.
No conviene, sin embargo, empaparse tanto de un tiempo que ya no está. Podemos, pues, regresar al presente, a esa colina que cree poseer la más preclara de las vistas —¡sin conocer a las montañas, la ingenua!—. Aquí nos sentamos y decimos, agrios: «Yo no sé leyendas de antigua alegría, / sino historias viejas de melancolía». Nada como el presente para entregarse a los melancólicos brazos de la añoranza. El presente proyecta, idealiza: «Sobre la negra túnica, su mano / era una rosa blanca…» Le gusta jugar con los recuerdos, moldearlos entre sus vigorosas manos como hacen los niños con la plastilina en los colegios. Al presente no le interesa satisfacerse, no le interesa saciarse: «¡Ay del que llega sediento / a ver el agua correr, / y dice: la sed que siento / no me la calma el beber!»
El presente es un músculo dislocado: cree no tener lugar en la línea de los tiempos. Existen las huellas que quedan atrás; existe el vasto horizonte futuro. Pero no existe el hueco del cuerpo en el mundo de ahora, porque «hoy es siempre todavía»: todavía en el umbral, todavía a punto de conseguirlo, todavía demasiado pronto, todavía demasiado tarde. Es un viajero desorientado, que, por buscar, no sabe siquiera qué es lo que está buscando: «Por todas partes te busco / sin encontrarte jamás, / y en todas partes te encuentro / sólo por irte a buscar». Es un cruce constante con los fantasmas, porque ellos saben, a diferencia de ti, que solo existen en el momento que corre, en el preciso instante en que logran insuflar el miedo en tus entrañas.
El presente rara vez desea estar enamorado, duda: «¿Eres la sed o el agua en mi camino?» Para él, el amor debe ser una cosa pasada o por venir, pocas veces reconoce su rostro ni escucha sus palabras. Se refugia tras el vaho de los espejos y farfulla, nervioso: «¿Quién hizo, señora, cristal vuestra voz?» Le dice a la persona amada: «Aunque me ves por la calle / también tengo yo mis rejas / mis rejas y mis rosales». Son todo jaulas en el presente, todo miedos, cruces constantes, parques abandonados. Se abraza con fuerza a los lugares conocidos, porque después no hay nada más, solo niebla. Grita enrojecido que «aquel amor de fuego era por ti y contigo», pero es incapaz de articularse para actuar en consecuencia.
Ese es, al menos, el retrato del presente herido del enamorado. Del que todavía inculpa al viento enemigo y dice «mírame en ti castigado: / reo de haberte creado / ya no te puedo olvidar». Existen, sin embargo, otros presentes en los que las aguas se mecen con algo más de calma. Son los presentes que vienen después. Los presentes que entran en contacto con aquello que Antonio Machado conoció tras la muerte de su mujer Leonor: «¡Ay, lo que la muerte ha roto / era un hilo entre los dos!» En él huele a cenizas o a mundos que desaparecen. A soledad. Y «poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón».
Entonces llega uno al mundo contrario al amor: el del olvido. Y se para frente al espejo y da las gracias de haberle prestado sus amores abandonados a Antonio Machado, para que los guardase. Así es el proceso de alivio: «La causa de esta angustia no consigo / ni vagamente comprender siquiera; / pero recuerdo y, recordando, digo: / —Sí, yo era niño, y tú, mi compañera». Ese estado de confrontación entre el olvido y el recuerdo se extiende y encuentra cierto hábil equilibrio con el paso de los distintos tiempos presentes. Al final, combina la nostalgia resignada —«Siempre que nos vemos / es cita para mañana. / Nunca nos encontraremos»— con cierto estado de calma macabra —»Recuerdos de mis amores, / quizás no debéis temblar: / cuando la tierra me trague, / la tierra os libertará».
Antonio Machado escribía que no perseguía la gloria, ni anclarse en la memoria de los hombres, sino que amaba «los mundos sutiles, / ingrávidos y gentiles / como pompas de jabón». Gentilmente, pues, se agacha y nos devuelve lo prestado, y nos ofrece su último consejo de navegación romántica: «Cuatro cosas tiene el hombre / que no sirven en la mar: / ancla, gobernalle y remos, / y miedo a naufragar». Inmunes al naufragio nos extendemos sobre el suelo, otra noche más, dispuestos a hablar de amor sin tener ni idea de lo que es, pero sabiendo que «a las palabras de amor / les sienta bien su poquito / de exageración». La verdad, si me lo preguntáis, es que no sé si exageramos. Sé otras cosas, de todos modos. Sé, por ejemplo, que miramos hacia arriba, hacia la niebla, pese al pasado y pese al presente. Depositamos allí la mirada y volvemos a hacerlo: deseamos fervientemente que nuestros huesos vuelvan a temblar. Y tiemblan.
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