Foto: Jonathan Palanco
En la película documental 20.000 días en la Tierra, Nick Cave dice que, para escribir, la clave es el contrapunto: «Es como dejar a un niño pequeño en la misma habitación con un, no sé, un psicópata mongol o algo así, y sentarse para ver qué sucede. Luego metes un payaso, digamos, en un triciclo, y otra vez esperas, observas y, si aquello no funciona, disparas al payaso». Algo así hace Sara Mesa (Madrid, 1976) en su última novela, Cara de pan (Alfaguara, 2018). En un rincón de un parque, la escritora coloca a Casi, una adolescente de «casi» catorce años, y al Viejo, un adulto, tirando de eufemismo, peculiar. Ambos inician, establecen y alimentan una relación clandestina que se balancea entre lo inocente y lo turbio; que transgrede lo correcto, lo que hay que hacer; que sutura heridas y parchea soledades con el, por lo que parece, cada vez más decadente y noble arte de la conversación; que conduce a una desembocadura fatal, y que traslada al lector a un inquietante territorio de grises, generándole una ternura empática con los protagonistas, dos individuos estigmatizados por la diferencia, y una desconfianza dubitativa ante los guardianes de la normalidad.
Conversamos:
—Sara, ¿qué es ser normal?
—Algo subjetivo, sin duda. Todo el mundo cree que lo que hace o piensa es lo normal. Los anormales, los que se equivocan, siempre son los otros. Pero el error más frecuente —y peligroso— es confundir “lo normal” con “lo habitual”.
—¿La normalidad está sobrevalorada?
—En su relación con “lo habitual”, sí, sin duda. Cada época busca normalizar y unificar costumbres y pensamientos, muchas veces de manera directa, pero otras de modo más indirecto y subrepticio, y se desprecia lo que sale de estas normas.
—En Cara de pan, le dice el Viejo a Casi: «Los pájaros domésticos se vuelven estúpidos y cantan, sí, pero cantan sin ganas, ¡como autómatas!». ¿El mundo es de los autómatas?
—No sé. Lo que sí sé es que hacemos muchas cosas sin pensarlas, porque es lo que toca hacer, lo que hicieron nuestros padres, o lo que están haciendo otras personas de nuestro entorno. De esto no estamos libres nadie. La ideología más efectiva es precisamente la que menos se ve.
—Los padres de Casi, los profesores, el psicólogo… utilizan muchas construcciones vacías, muchos eufemismos que la joven no entiende. ¿Qué pretende usted al reflejar esto en la novela?
—El lenguaje vacío, normativo, burocrático e insensible, que no solo no se acompasa a la vida, sino que incluso va en contra de ella.
—Casi se siente incomprendida, sin oyentes, «salvo ahora, que al menos ha encontrado a ese hombre, al Viejo que solo habla de pájaros y de Nina Simone, y que nunca miente». La incomprensión, la, al menos, sensación de ausencia de oyentes, ¿son propias de algunos adolescentes, o son, digamos, males extendidos?
—El sentimiento de soledad universal y casi metafísica es muy propio de los adolescentes, que pegan ese salto al vacío cuando abandonan —o se ven obligados a abandonar— su mundo de la infancia. Lo cual no quiere decir que en otras edades ese sentimiento vuelva a ratos. Tiene que ver con la sensación de desencaje con el mundo.
—Por cierto, ¿por qué eligió a los pájaros y a Nina Simone como obsesiones para el Viejo?
—Salió de modo intuitivo, no podría darte una razón concreta. Para mí los personajes se van perfilando a medida que escribo sobre ellos. Fue una deriva natural, lo que no significa en ningún caso arbitraria.
—Recoge una anécdota sobre Nina Simone, muy divertida, que cuenta Nick Cave en 20.000 días en la Tierra. Antes de una actuación, la cantante, colérica, pidió champán, salchichas y cocaína. Justo después, Cave relata que Simone apareció en el escenario de mala hostia, que el público estaba acojonado, y que, cuando empezó a actuar, ésta tuvo una metamorfosis casi divina, contagió al público y lo envolvió. ¿Alguna vez se ha sentido así haciendo o consumiendo literatura?
—Escribiendo no, desde luego. Leyendo sí, montones de veces. El poder transformador de la lectura da miedo. Mis experiencias del síndrome de Stendhal siempre han sido leyendo.
—Me gusta y, a la vez, me inquieta la ambigüedad turbia que, como lector, me ha provocado la lectura de su novela. ¿Qué ofrecen unos personajes que bordean, cuando no traspasan, las fronteras de la moralidad y de la legalidad?
—No creo que traspasen la moralidad ni la legalidad, en ningún caso, porque ¿qué fronteras son esas? Todos los elementos exteriores a ellos dos —las autoridades educativas, sanitarias, policiales…— han trazado esos límites de un modo totalmente injusto para ellos. Casi y el Viejo son, en este sentido, absolutamente inocentes, por muy ambigua que a nosotros nos resulte su historia.
—¿Hasta qué punto conecta Cara de pan con Cicatriz?
—Los escritores siempre somos los menos indicados para reflexionar sobre estas relaciones. Creo que eso es labor de la crítica. Aparte de venir de la misma persona, ambas novelas pueden tener tantas cosas en común como diferencias. A mí me cuesta mucho verlo.
—Para finalizar, me gustó mucho esa parte en la que El Viejo dice que no lee novelas porque se pierde: «Siempre que empieza a leer una, se le va la cabeza a otro lado, no porque se distraiga, sino justo al revés, ¡porque se mete demasiado en la historia! Se pega al protagonista, o a cualquier otro personaje, y se imagina que ellos son él, o que él es ellos». Ojalá la gente que no leyera lo hiciera por eso.
—Bueno, es el mecanismo de una mente demasiado fantasiosa. A mí a veces me ha pasado. Muchos de los que escribimos lo hacemos por esto, porque nos metemos demasiado en las historias. En las nuestras y en las de otros.
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