No consigo averiguar si desde los jardines de la casa donde pasó Rosalía de Castro sus últimos años se escucha el tañido de las campanas de Bastavales, aquéllas que hacían morir de soledad. Sí descubro cuál fue la frase que pronunció la escritora antes del tránsito definitivo: «Abride esa fiestra, que quero ver o mar». El final de su vida lo describió, con gran detalle, Augusto González Besada: «Recibió con fervor los Santos Sacramentos, recitando en voz baja sus predilectas oraciones. Encargó a sus hijos que quemasen los trabajos literarios que, ordenados y reunidos por ella misma, dejaba sin publicar. Dispuso se la enterrara en el cementerio de Adina, y pidiendo un ramo de pensamientos, la flor de su predilección, no bien se lo acercó a los labios sufrió un ahogo que fue comienzo de su agonía. Delirante, y nublada la vista, dijo a su hija Alejandra «abre esa ventana, que quiero ver el mar», y cerrando sus ojos para siempre, expiró.» Esa última voluntad suena extraña en el presente, porque las ventanas de la alcoba en absoluto permiten atisbar las mareas atlánticas. Pero en aquel tiempo, según dijo su hija Gala —que volvió a visitar esta habitación en 1950, tras muchos años sin pisarla, y ratificó punto por punto lo escrito por Besada—, Rosalía aún podía ver desde su habitación las velas de las embarcaciones que surcaban las aguas del Ulla, ese río por el que según la leyenda trasladaron dos hombres llamados Teodoro y Atanasio el cuerpo de un apóstol y al que los habitantes de lo que fue la vieja Iria Flavia todavía llaman mar, amparados por las licencias que concede un idioma que parece nacido para engendrar metáforas.
La escritora y su familia se instalaron aquí en 1883, tras una vida nómada que les había llevado por varios domicilios dentro y fuera de su tierra natal. Nunca lo tuvo fácil Rosalía, cuya existencia parecía abocada a los vaivenes y la pesadumbre desde sus mismos orígenes. Nacida en la madrugada del 24 de febrero de 1837, en una casa que se situaba en el margen derecho del Camiño Novo, la entrada a Compostela para aquellos viajeros que llegaban desde Pontevedra, fue el fruto de una relación prohibida y, en consecuencia, escandalosa. Su madre era María Teresa de la Cruz Castro y Abadía, hidalga empobrecida cuya familia poseía el pazo de Arretén, en Iria Flavia, la parroquia que conservaba (y conserva) el topónimo que en tiempos romanos sirvió para designar a todo el municipio de Padrón. Su padre fue el sacerdote José Martínez Viejo, que ofició durante toda su vida en Iria, primero como clérigo de menores y luego en funciones de capellán y coadjutor. A Rosalía la bautizaron, con el nombre de María Rosalía Rita, a las pocas horas de su nacimiento. Fue en la capilla del suntuoso Hospital Real, en el costado septentrional de la compostelana plaza del Obradoiro. Para que el oprobio pasase inadvertido, decidieron inscribirla en el registro como hija de padres desconocidos. María Francisca Martínez, que era sirviente de su madre e hizo de madrina en la ceremonia, se ofreció a hacerse cargo de ella y eso impidió que la recién nacida fuese trasladada de inmediato a la inclusa.
Sus primeros ocho años sobre el mundo transcurrieron en Castro de Ortoño, una aldea del municipio de Ames, al cuidado de una tía paterna. Sus biógrafos piensan que fue allí donde tomó conciencia de la dureza del trabajo en los campos a la par que interiorizaba las magias y las durezas del mundo rural gallego. No está clara la fecha en que su madre decidió hacerse cargo de aquella hija nacida en pecado, pero sí sabemos que en 1850 una Rosalía adolescente vivía ya con su progenitora en Santiago de Compostela. Allí recibió clases de dibujo y música —las disciplinas que en la época se consideraban apropiadas para una joven que quisiera adquirir cierta reputación— y se hizo asidua de las sesiones que se promovían desde el Liceo de la Juventud. Entabló en esos actos un primer contacto con quienes pronto se convertirían en representantes egregios del primer galleguismo, como Eduardo Pondal o Aurelio Aguirre. Algunos estudiosos de su figura se han referido a la posibilidad de que mantuviera una relación sentimental con este último. No hay nada probado, aunque sí se aprecian en ciertos poemas de la autora algún rasgo que bien pudiera deberse a la influencia ejercida por él. Además, Mauro Armiño apunta dos hechos relevantes que sucedieron en ese periodo y que resultarían cruciales a la hora de forjar la personalidad de una Rosalía que aún atravesaba los territorios de la adolescencia. El primero fue el invierno de 1853, en el que Galicia se vio dominada por la hambruna y cuyo recuerdo planeó siempre por su memoria. El segundo, una romería a Nosa Señora da Barca, en Muxía, a la que acudió junto a la hermana de Pondal, que era una de sus más íntimas amigas. Las dos mujeres enfermaron allí de tifus. Rosalía superó la enfermedad, pero su compañera de excursión no tuvo la misma suerte y falleció a los pocos días.
¿Pudo ser éste un factor que alimentara su decisión de abandonar el domicilio materno para instalarse en Madrid? Es una hipótesis que no tiene por qué desdeñarse, dado que no existe una explicación clara para ese cambio de aires. Rosalía se encontraba perfectamente integrada en las rutinas compostelanas cuando, allá por 1856, resolvió emigrar a la meseta. Hay quien asegura que esa determinación se debió sólo a que sus inquietudes culturales y literarias le impelían a probar suerte en la capital de todas las Españas. Otras voces apuntan al escándalo provocado por lo que se conoció como el banquete de Conxo. Consistió éste en una fiesta celebrada el 2 de marzo de ese año para establecer una confraternización entre obreros, artesanos y estudiantes. Estos últimos, de una clase social más elevada, hicieron de camareros para los otros en lo que quiso ser una señal de igualdad y de respeto. En aquel tiempo, aquello suponía todo un desafío al sistema establecido, sobre todo teniendo en cuenta que aquella fiesta también sirvió para conmemorar el décimo aniversario de los fusilamientos de Carral, en los que se ajustició al coronel Miguel Solís por su levantamiento contra «el dictador Narváez». El festín enfadó mucho a las altas esferas de Santiago, que vieron en él un alarde de socialismo. Se sabe con certeza que estaban allí Aguirre, que pronunció un discurso, y Pondal, que leyó unos versos en castellano. Se piensa, no sin fundamento, que bien pudo acompañarlos la joven Rosalía.
Lo que sí sabemos es que en abril de ese año —menos de un mes después del famoso banquete— Rosalía de Castro estaba instalada en la planta baja del número 13 de la calle de la Ballesta, en el domicilio de su pariente María Josefa Carmen García-Lugín y Castro. Al año siguiente, publicó una plaquette de poesía que tituló La flor y que obtuvo pronto el beneplácito de un joven intelectual gallego que se encontraba en la capital terminando sus estudios universitarios y atendía por Manuel Murguía. ¿Se conocían ya él y Rosalía? Tampoco hay certezas en lo que atañe a este punto. Algunos opinan que por fuerza tuvieron que coincidir en Santiago durante los años anteriores, pero el propio Murguía negó que tuviera trato personal con la joven poeta cuando escribió la crítica de aquella obra inaugural. Hay, no obstante, dos evidencias que pueden echar por tierra esa negación: en primer lugar, ambos contrajeron matrimonio el 10 de octubre de 1858, es decir, apenas un año después de que La flor saliese de imprenta; además, a partir de entonces Murguía —que no tardaría en convertirse en adalid del galleguismo ilustrado y padre fundador del Rexurdimento— comenzó a sostener que la palabra que difundiese las verdaderas esencias culturales de Galicia debía estar pronunciada por una voz de mujer.
No es sencillo escudriñar la naturaleza exacta de la relación que mantuvieron Rosalía de Castro y Manuel Murguía. Por un lado, es evidente que él la alentó y la protegió e intentó facilitarle los mimbres necesarios para que su figura sobresaliera en un ámbito dominado plenamente por los hombres; por otro, la propia Rosalía dejó constancia en sus textos de una insatisfacción derivada de su soledad, de su salud débil y maltrecha y de un escepticismo creciente ante el amor y ante la propia existencia. La pareja tuvo que afrontar un duro periplo. La inestabilidad laboral de Murguía y los problemas económicos que se derivaban de ella los forzaron a continuos cambios de domicilio y separaciones frecuentes. Siete meses después de su matrimonio, Rosalía se encontraba de nuevo en Santiago de Compostela, donde dio a luz a su hija Alejandra. Sería la primera componente de una extensa prole a la que se irían sumando con los años Aura, Gala, Ovidio y Amara. El sexto hijo, Adriano Honorato, murió con poco más de un año de vida, como consecuencia de una caída. La séptima, Valentina, nació muerta. Entre tanto, la familia iba rotando por distintos puntos de Galicia y España. De La Coruña a Madrid, de Madrid a Santiago, de Santiago otra vez a Madrid. Sabemos que en algún momento residieron en Lugo, y que hicieron viajes por Extremadura, Andalucía, La Mancha y Levante. También que en 1868 Murguía se convirtió en director del Archivo General de Simancas, lo que les obligó a residir entre la capital española y esa localidad vallisoletana. A finales de 1869, o principios de 1870, Rosalía conoció a Gustavo Adolfo Bécquer.
En todo ese trajín, sobre todo cuando las obligaciones o la necesidad los expulsaban de Galicia, cristalizó la melancolía que propició la gran explosión con la que Rosalía de Castro se revelaría como una poeta portentosa. La nostalgia por el paraíso perdido («Adiós ríos, adiós fontes, / adiós regatos pequenos»), la reivindicación de su cultura, la celebración de los ceremoniales colectivos y la interiorización del acervo asumido durante la estancia infantil en Ortoño alimentaron la escritura de un poemario que llevó por título Cantares gallegos y que sacó a la luz el impresor vigués Juan Compañel el 17 de mayo de 1863. Fue, en todos los sentidos, un libro fundacional. Se trató del primer texto publicado íntegramente en el idioma que había sido de Martín Códax y Arias Nunes y que se convirtió a partir de aquel alumbramiento, y puede que lo sea ya para siempre, en la lengua de Rosalía. Supuso, también, el verdadero manifiesto fundacional del Rexurdimento, que a partir de entonces otorgaría a Rosalía de Castro los galones de madre de la patria gallega. Cuando se creó en Galicia la Real Academia y hubo que buscar una fecha para celebrar anualmente el día de la lengua vernácula, se decidió que tal honor recayera en el 17 de mayo por ser ése el día en el que los primeros textos en gallego de Rosalía se pusieron ante los ojos de los lectores.
Tuvieron que pasar diecisiete años para que se alumbraran, esta vez en Madrid, las Follas novas, un nuevo poemario que muchos consideran la obra más profunda de la escritora y en la que se aprecia una evidente transición entre los cantos colectivos de su anterior entrega y el desgarro íntimo del que iba a ser su último libro. Si Cantares gallegos fue el anuncio gozoso, Follas novas constituyó la consolidación plena. El libro, además, daría a Galicia uno de sus himnos oficiosos cuando Xoan Montes Capón acompañó un pequeño poema sin título que figuraba en sus páginas con la música de un alalá que había recogido en O Incio, en la provincia de Lugo. La canción Negra sombra es, desde entonces, una referencia básica a la hora de hablar del folclore gallego y un hito ineludible en el patrimonio cultural del noroeste ibérico.
Pero aunque hoy Rosalía suscite un respeto y una reverencia unánimes en Galicia, ni mucho menos fue profeta allí cuando aún andaba por el mundo. El 30 de noviembre de 1864, un grupo de seminaristas exaltados apedrearon la imprenta de Soto Freire, en Lugo, para impedir que se publicara un cuadro de costumbres gallegas que se iba a titular El codio y cuyo contenido, lamentablemente, terminó extraviándose —¿sería uno de esos textos que Rosalía ordenó quemar en su lecho de muerte?—. Asimismo, el artículo «Costumbres gallegas», que apareció en Los Lunes del Imparcial y en el que criticaba una tradición de ciertos enclaves costeros según la cual las familias ofrecían una mujer a los marineros recién llegados a puerto, le granjeó ataques desmedidos que ella no supo encajar. Su marido, desde la distancia, no dejaba de pedirle nuevos textos en gallego. Ella, en una respuesta muy dura, le anunció que no volvería a escribir más en ese idioma. A raíz de las polémicas, decidió «non volver a coller a pluma pra cousa que teña que ver con este país» y «non volver a escribir en galego».
Rosalía de Castro se asentó en su tierra natal, de forma definitiva, en 1870, y los sinsabores literarios y vitales —especialmente la muerte de sus dos últimos hijos— no dejaron de minar una salud que nunca se había caracterizado por su fortaleza. Por aquellas fechas el pazo de Arretén en el que había nacido su madre ya no pertenecía a la familia, así que tuvo que instalarse en las Torres de Lestrove mientras Murguía permanecía en Madrid dirigiendo La Ilustración Gallega y Asturiana. En torno a 1883, se trasladaron todos a esta casa de la zona que llaman A Matanza, cerca de la parroquia de Iria Flavia, en la que moriría apenas dos años más tarde. Existe una fotografía célebre que muestra a la familia al completo posando en lo que entonces era huerta y es hoy jardín. Cuando Gala Murguía de Castro vino por aquí en septiembre de 1950, aseguró recordar perfectamente el momento en el que se tomó la imagen: «Allí, bajo unos árboles que ya desaparecieron, se obtuvo de mi madre la última fotografía. Fue un día como hoy, del mes de septiembre de 1884. Aún recuerdo cómo nos agrupamos: mi madre en primer término, sentada y conmigo próxima; Alejandra, apoyada en uno de los árboles. A la izquierda, y también sentadas, Aura, y al lado de ésta, en el extremo, Amara. De pie mi padre, que abrazaba a mi hermano gemelo Ovidio.»
Justo en ese año publicó Rosalía de Castro el que ya fue su último libro. Su renuncia al idioma gallego le regaló a la lengua castellana un poemario excepcional. Mauro Armiño lo considera «el mejor libro de poemas, junto con las Rimas de Bécquer, del romanticismo y del siglo XIX». Cualquiera que haya leído En las orillas del Sar convendrá en que es una apreciación veraz, porque la fuerza que irradian sus versos abruma e hipnotiza aún en nuestros días, cuando tanto ha llovido desde que fueran escritos. «Felicidad, no he de volver a hallarte / en la tierra, en el aire, ni en el cielo», escribe Rosalía en lo que, más que premonición, era la puesta por escrito de una certeza acuciante. La escritora estaba herida de muerte y el cáncer de útero que padecía se la acabó llevando en el siguiente verano, cuando sólo contaba cuarenta y ocho años. Pidió que la enterrasen bajo un olivo en el coqueto cementerio de Adina, muy cerca de su último domicilio. Hoy para llegar hasta él hay que cruzar las vías del tren, pero ya no queda allí el menor resto de su sepultura. Quien sí está —también bajo un olivo— es el escritor Camilo José Cela, cuya lápida destaca su condición de marqués de Iria Flavia sin hacer la menor mención ni a su trayectoria literaria ni a su premio Nobel. No es que los deudos de Rosalía se negaran a atender sus últimas voluntades. La escritora recibió sepultura aquí, pero el 15 de mayo de 1891 se exhumó su cadáver para trasladarlo a Santiago de Compostela. Allí volvieron a enterrarla en un mausoleo que el escultor Jesús Landeira creó especialmente para ella en una capilla lateral de la iglesia del convento de Santo Domingo de Bonaval. La tumba de Rosalía fue así el germen del Panteón de Gallegos Ilustres, un espacio que luce hoy algo desangelado y en el que también reposan Castelao o Domingo Fontán.
Pero seguramente a Rosalía, esa sombra que siempre asombra, se la encuentre mejor en esta casa en la que, justamente, hemos empezado a evocarla. Hay aquí algunos recuerdos suyos —un mechón de pelo, el piano que solía acariciar, la ventana ante la que se sentaba a escribir y que está muy cerca de la cama en la que murió—, una serie de documentos —entre ellos, un certificado de defunción en el que consta que se dedicaba a «sus labores»— y también se cuenta qué fue de sus familiares, especialmente de Manuel Murguía, pero también de otros como su hijo Ovidio, que quiso ser artista y murió con veintinueve años y pintó en un óleo la efigie de su madre muerta. La casa de A Matanza se quedó vacía poco después de la desaparición de Rosalía. Xosé Villar Granjel y Xosé Mosquera consiguieron comprarla en 1946, y al año siguiente se creó un patronato orientado a conseguir los fondos necesarios para repararla. La primera restauración no se llevó a cabo hasta 1951, y aún hubo que esperar dos décadas para que se abriera al público como casa-museo. Recorrer sus estancias es entregarse a un homenaje sutil y delicado a una de nuestras mejores poetas, a la que inmortalizan en el jardín un busto y un monolito colocado con motivo del centenario de su muerte. También hay un lugar para la memoria de Maruxa Villanueva, que fue cantante y actriz y cuidó de esta casa desde su apertura hasta su fallecimiento en 1998. La finca es pequeña en extensión, pero elegante y riquísima en aromas y colores, y recorriéndola uno apenas escucha los ruidos del exterior ni presta atención a la fealdad de un entorno que no le hace justicia. No consigo averiguar si desde aquí llegan a escucharse las campanas de Bastavales. Lo que por fortuna sí resuena, con tanto vigor como si por ella no hubiera pasado más de un siglo, es la voz de Rosalía.
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