Paul Bowles llegó al Teatro María Guerrero de Madrid poco antes de las ocho de la tarde en un silencioso y elegante automóvil negro que se detuvo ante los cientos de personas que esperábamos al escritor. Cuando abrió la puerta todos le miramos para no perdernos ningún detalle, porque el hombre que nos había convocado allí era un personaje mítico, para algunos solo reconocible por las solapas de sus libros o, también, por haberle visto sentado a una mesa del rincón más oscuro del Café d’Eckmül-Noiseaux como un observador silencioso, en una de las secuencias del filme de Bertolucci El cielo protector.
Aquella tarde del 21 de junio en Madrid fue otra consagración de la primavera, porque la música de Paul Bowles, que interpretaría a continuación el Grupo Círculo, nos recordó el universo luminoso y chispeante de Igor Stravinski. La luz blanca de dos potentes reflectores se mezcló con los amarillos decadentes del sol que se apoyaba en la hermosa fachada neorrenacentista del teatro cuando Paul Bowles puso pie en tierra.
Durante la rueda de prensa y la comida posterior, el escritor llevaba debajo de la americana un jersey amarillo que ahora se enrollaba en el antebrazo su acompañante árabe. Ya se sabe que el color amarillo nunca ha casado bien con el teatro.
Paul Bowles se sentó en el pasillo central de la fila 8, que es lo mismo que la 7 —la de los cinéfilos— porque el María Guerrero no tiene fila 1. Su alta figura de pelo blanco y muy corto, apoyada en un bastón, fue la admiración de la noche. A su alrededor todo estaba tomado por las cámaras, los focos, los amigos y los lectores. Bowles firmaba libros con amorosa paciencia. Sonreía y hablaba lo preciso. Yo me acerqué también desde mi butaca en la fila 9, y aguardé mi turno; poco antes de comenzar el acto, despejado el camino, me acuclillé a su lado y le ofrecí mi Cielo protector, le dije mi nombre pero él acarició la portada azul de Alfaguara y dijo: “Es la edición original”. Parecía todo un símbolo el descubrimiento de un libro que de pronto había cobrado categoría de único. Lo abrió, me miró y yo le repetí mi nombre. Lo escribió rápido, como para no olvidarlo otra vez, y debajo escribió el suyo; luego antepuso la palabra “para” y me lo devolvió sonriendo. A punto de apagarse las luces, no pude aguantarme las ganas de decirle que mis imposibles recuerdos de antes de los cuatro años —que me crearon mediante fotografías— están en las calles de Tánger, ciudad en la que viví un tiempo cuando Jane y Paul Bowles vivían en “aquella ciudad golfa”, como la llamó Truman Capote. En aquellos primeros años 50 Tennesse Williams era el jefe de una banda formada por el escritor y director de cine. Algunos habían llegado de Ischia, la isla vecina de Capri frente a la costa de Nápoles. Para los extranjeros que vivían en Tánger la ciudad ofrecía muchos encantos: el ambiente colorista y misterioso de la Casbah, al tiempo que una vida más tranquila donde “trabajar por la mañana, nadar por la tarde y, tras la cena en El Farhar, asistir a algunas de las fiestas de aquel verano”.
Juan Cruz subió al escenario acompañado de Vicente Molina Foix y del gran amigo de Bowles, Emilio Sanz de Soto. Cruz llevaba en la mano izquierda un papel que no miró en ningún momento, y expresó con palabras hermosas y sinceras su reconocimiento al escritor. Dijo que aquel era un momento muy emocionante y que nunca pensó que el solo nombre de Paul Bowles llegara a reunir a tantos amigos. Dijo también que Bowles era el escritor a quien había querido conocer y ser su amigo desde hacía muchos años. Molina Foix habló de su importante obra musical, que había escrito además bandas sonoras para el teatro de Broadway y se había asociado a Orson Welles y a William Saroyan para componer ilustraciones musicales para obras teatrales, y también había escrito óperas, una de ellas basada en Yerma, de Lorca, una de sus pasiones.
Emilio Sanz de Soto evocó a Paul Morand, a Montherlant, a Hemingway y a Thornton Wilder para hablar de lo español en la cultura norteamericana de aquellos años. Ahí estaban Orson Welles y su obsesión por el Quijote. De John Dos Passos recordaba una frase que podría resumir ese sentimiento: “Nosotros admirábamos la cultura francesa, pero la cultura española la sentíamos”. En todos estos recuerdos de Sanz de Soto estaba también la figura de Truman Capote, que se lo había presentado Jane Bowles. “Truman cantaba Clavelitos y cada vez que mencionaba a la cantante Conchita Supervía la llamaba “Conchita Supérvia”. Sanz de Soto recordó detalles desconocidos de Bowles como que, junto a Joseph Losey había montado una escena sin texto para dar noticia de la guerra de España: “Fue un caso único de teatro político directo”, dijo. O cuando en 1936 había formado parte del primer comité de ayuda a la República española, y cómo Buñuel se dolía del poco reconocimiento que se les había hecho a estos comités: “Al ser privados y no estar dentro del Partido Comunista, que sabía muy bien hacer autopropaganda, pasaron poco menos que desapercibidos”.
Paul Bowles, a quien le habían colocado un micrófono en el pasillo de su fila privilegiada, también habló. Un haz de luz iluminó su figura. Silencio: “He venido aquí con la esperanza de escuchar mi concierto”, dijo con voz suave e irónica. “Pero no solo por eso; no venía desde 1953 y no hay país de Europa más admirado por mí que España”. Tras una pausa muy breve, dijo sonriendo: “No sé por qué, pero lo quiero mucho”.
El concierto fue magnífico. La música de Bowles, evocadora, graciosa, sensual y colorista, emocionó a todos. Paul Bowles, que no escuchaba su música desde hacía mucho tiempo, tenía un brillo especial en sus ojos claros. Cuando salimos, el automóvil negro había cerrado ya sus puertas y empezaba a abrirse camino lentamente entre la gente.
Publicado en La Nueva España el sábado 3 de julio de 1993
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