Existe un episodio poco conocido en los viajes que Sherlock Holmes realizó durante el Gran Hiato y casi me resisto a narrarlo, pero admiradores fanáticos de los fascinantes títulos de los relatos nunca escritos me han aconsejado que lo haga. El detective, cuando se encontraba frente a la gruta a la que le condujo su guía, sufrió el mal de altura y fue acometido por fuertes vértigos y extraños sueños relacionados con teoremas, pero su poderosa constitución hizo que se recuperase con extraordinaria rapidez y dio gracias a la Providencia por haber tomado buena nota de todo lo que vio y de la entrevista que mantuvo con el «maestro» de los cinco «metohkangmi» que estaban a su cuidado.
Cuando se recuperó del todo, atravesó Persia y de allí emprendió viaje a La Meca, donde recogió por fin las valiosas agendas de Burton, que no harían más que confirmar sus propias experiencias, y terminó visitando al califa, que entonces se encontraba en Omdurman. Después del largo periplo, se dispuso a regresar a Europa con la satisfacción de haber cumplido todos sus objetivos.
Una vez en Francia lo primero que hizo fue recopilar los periódicos atrasados para ponerse al día de los acontecimientos que más le interesaban. Supo de la consternación que se produjo entre los lectores del Strand Magazine por su posible muerte en las cataratas Reichenbach, también se enteró de la muerte del honorable Ronald Adair, segundo hijo del conde de Maynooth, por aquel entonces gobernador de una de las colonias australianas de Su Majestad.
Se trataba de un crimen de puerta cerrada, pero el asesino tenía que haber efectuado un certero disparo desde las casas de enfrente. La noche anterior Ronald Adair estuvo jugando en el club Bagatelle con sir John Ardy, el señor Murray y el famoso cazador Sebastian Moran. Sin duda alguna, allí estaba la respuesta. El rifle de aire comprimido había vuelto a vomitar su mortífera carga. Este triste suceso le hizo abandonar Montpellier y viajó a Londres de inmediato para darle a Watson el mayor susto y a la vez la mayor alegría de su vida.
Una vez que llegó al extremo de Park Lane que daba a Oxford Street utilizó un disfraz que le confería toda la apariencia de un anciano librero. Fingió tropezarse con su viejo amigo y ayudante, y los libros que llevaba cayeron al suelo. Entre ellos estaba la joya de la corona: El origen del culto a los árboles. Watson debió de albergar alguna sospecha. El visitante le agradeció que le hubiera ayudado a recoger los libros y Watson le quitó importancia al asunto. A los cinco minutos el doctor se encontraba cómodamente sentado en su estudio cuando entró la doncella y le dijo que una persona bastante andrajosa deseaba verle. Cuál no sería su sorpresa al encontrarse de nuevo frente al vendedor de libros. «Parece sorprendido de verme, señor», dijo el visitante con voz fingidamente cascada, y continuó hablando: «Vine a darle las gracias de nuevo. Opino que no estuve muy amable con usted. Le diré que soy su vecino: encontrará mi librería en la esquina de Church Street, donde estaré encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted coleccionista y puede llenar ese hueco del segundo estante. Queda un poco feo tan solitario. ¿No opina lo mismo, señor?».
Aunque no lo parezca, a Watson se le empezó a encender una luz en el cerebro, y de improviso volvió la cabeza y se encontró con su llorado Sherlock Holmes, que se había desprendido del disfraz por completo, sonriéndole al otro lado. Su amigo inseparable de incontables aventuras, por alguna razón que se escapaba a su entendimiento, estaba vivo frente a él. El hecho es que no pudo contener la enorme emoción que le embargaba y se desmayó «por primera vez en su vida», mientras Holmes derramaba unas gotas de brandy en su boca.
Luego, todo fueron ligeros reproches y explicaciones, y se habló de volver a vivir nuevas aventuras juntos, como si nada hubiera cambiado en sus vidas a pesar de que habían transcurrido tres largos años. Holmes le confesó que se había enterado por la prensa de la trágica pérdida que había sufrido con la muerte de su esposa, Mary. En lo sucesivo todo sería como en los viejos tiempos. Se acabaron «El gran hiato», las cataratas Reichenbach y tiempos de dolorosa y angustiosa separación. «Comienza de nuevo el juego, mi querido Watson».
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: