Segovia, con su acueducto, esa sombra de piedra que lo domina todo, una especie de arquitectura/monumento que viene a atestiguar lo que compartían los romanos y Steve Jobs: un sentido de la belleza de lo que únicamente es práctico. La ciudad, milenaria y pequeña, con sus iglesias tan altas y sus casas tan humanas, participa de esa imagen común que late en todas las villas castellanas: una estampa como de espera, de estar aguardando la llegada inminente de algo o de alguien, que en Azorín solo era una impresión de tristeza, decadencia imperial y demás, pero que hoy nos resulta muy moderna, muy Samuel Beckett.
La marea laboral, con sus premuras inaplazables y sus varias soledades, le dejan a uno al pie de este naufragio de murallas y torreones, quizá para cotejar lo que es evidente, la contradicción que siempre ha existido entre el almanaque que organiza el día a día de las gentes y los sueños civilizatorios, con sus estandartes ideológicos y de fe, que han movido las culturas y han llenado las calles, las plazas, las esquinas con esa quincalla que son las ruinas, los conventos, los palacetes y demás herencias seculares.
El periodismo es un trabajo de improvisaciones, donde se conoce el lugar al que se quiere ir pero nunca se sabe lo que se va a encontrar. El diario le ha enviado a uno para cubrir los coloquios, ponencias, debates varios de un festival literario; para dar noticia de la declaración llamativa, del titular impactante, epatante, que dirían los cursis y los pedantes, los mismos que eligen escuchante en vez de oyente. Pero cualquier reportaje arranca siempre en el coso de lo público, que es donde se suele tomar el pulso a la realidad, a lo que sucede, y no en las aulas cerradas y salas de conferencias. Y lo primero que se percibe es que entre el tintineo de los vasos y las cucharillas de los cafés, de las voces de los vecinos y el estrépito de cancelas que anuncia la apertura de los comercios, que son ecos que aún deben despertar nostalgia en las almas empapadas de noventayochismo, se ha colado una suma de acentos, de lenguas, que no es otra cosa que la parla eslava, romance o la que sea, que traen los novelistas, filósofos y poetas de distintas procedencias.
En este mundo de deshumanizaciones económicas y monetarización de los ideales, los escritores son como una especie de tribu de nómadas, de caravanas de apátridas o erasmistas con móvil que se trasladan de un país a otro arrastrando el fardo de sus pensamientos, reflexiones y textos, juglarizando valores, sugerencias o proposiciones que a parte de la ralea política le debe sonar como a provocación, apostasía o por ahí. Así le llega a uno en medio del desayuno, con la hogaza de pan caliente y el bloc de notas aún sin abrir, la ocurrencia de que el polvo castellano, que no es más que arena de sillar viejo, va desprendiéndose de esos moluscos y lapas que son los topicazos y contaminándose de otras historias, revitalizantes y contemporanizadoras, que son las fábulas, relatos, narraciones y versos que airean estos amanuenses de su imaginación, poniendo en vigencia lo que hasta ahora solo era pasado, y rescatando a los antiguos burgos de esa mirada estancada, ya irreal, del 98 y sus perjudiciales aledaños y prolongaciones.
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