Petrópolis pasa por ser una villa veraniega donde la temperatura ajusta una media anual de 19 grados centígrados a una altitud de 838 metros sobre el nivel del mar. En 1955 los termómetros marcaron siete grados bajo cero y en 1996 los exageraron hasta los 36 celsius. Pero es sitio donde en algún pasado se iba a veranear, y lo hacían los aristocráticos braganzas y su corte portuguesa instalada y permanecida en Brasil gracias al capricho de Bonaparte. Hay palacios y castillos y cierta condición bucólica que la hace atractiva a ese visitante de hoy que uniformamos como turista. A esa ciudad llegó en los cuarenta un viajero errante y tropezado. Venía con los pasaportes deshechos y una idea bastante dudosa del sitio al que pertenecía. Tuvo tiempo para escribir sobre el país, teclear la maravilla misma que fue su vida y también para quitársela. En la apacible y bragantina Petrópolis ocurrió su despedida voluntaria, en la que también vivía la maestra Gabriela Mistral, con quien tuvo tratos antes de su último abordaje camino a la eternidad. Stefan Zweig nació como súbdito del imperio austríaco y murió con un documento que lo hacía nacional británico. Si la lengua constituye la patria de un escritor, a Zweig nunca lo abandonó la lengua alemana, a la que honró y enriqueció como pocos escritores lo han hecho.
El 23 de febrero de 1942 el escritor decidió acabar con su vida. Su segunda esposa, Lotte Altmann, veinte años menor que él, lo acompañó en este desafiante empeño. Se marcha de este mundo con corrección, gratitud y desolación:
Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento, y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi trabajo una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma. Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin patria. De esta manera considero lo mejor concluir a tiempo y con integridad una vida cuya mayor alegría era el trabajo espiritual, y cuyo más preciado bien en esta tierra era la libertad personal. Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto.
En 1933, el fatídico año en que Hitler y sus maleantes rapados ocupan el poder, Zweig había escrito: «Siento un fuerte rechazo a convertirme en emigrante y sólo lo haría en caso de extrema necesidad«. Las palabras que justifican su suicidio son la atenta despedida de un ciudadano vienés agobiado porque su Europa ha estallado en pedazos, y que la vieja y magnífica civilidad de un imperio se ha vuelto más pagana y violenta que nunca. Se había convertido en un transeúnte que huía de su patria y lo perseguía su patria, que había sido forzado por los agentes del mal a buscar refugio en los recuerdos del ayer, en aquella soberbia edad del esplendor que parecía haber sido edificada con criterio de eternidad. La realización ejemplar del Imperio Austrohúngaro permitió construir el primer intento moderno de una sociedad distinta y entendida más allá de las agendas con que los historiadores puntualizan sus pies de página. Hacia los caminos de Viena y Budapest convergían austriacos, alemanes, tiroleses, húngaros, bohemios, checos, polacos, eslovacos, eslovenos, serbios, croatas, albanos, ucranianos, italianos. Fue de vida breve aquella Roma centroeuropea, pero entre 1867 y 1919 se echaron a andar los cimientos de un notable ensayo político que naufragó con la Primera Guerra Mundial, lo mutiló definitivamente la Segunda, pero que sirvió de primer modelo para lo que hoy en día es la Unión Europea. Curiosamente aquella creación, a diferencia de sus pares europeos, no buscó tener colonias en ultramar. Juntó la posibilidad de una unión duradera sobre la base del reconocimiento de la diversidad. Zweig es una víctima del nazismo. Se refugia en Inglaterra y viaja a América para encontrar en Brasil el último tránsito de un hombre que como pocos entendió la universalidad, conoció la fama sin consentir a ella, fue adinerado, próspero y elegante. Pero el día en que lo hicieron marcharse de su país, los relojes empezaron a andar hacia atrás:
La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. (…) De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras.
En la biografía de un lector hay, como en su biografía de vida, momentos luminosos, epopéyicos y oscuros. Quizás sucede que no hacemos seguimiento de esas etapas que podrían ser tan memorables como las de la vida misma. Tal vez sea este el posible tema de una realización quimérica: la vida de un hombre vista solo a través de los libros que ha leído. Esto sería un propósito para medir la circulación crónica de vidas paralelas: la que vivimos y la que nos hace vivir la literatura. La de la realidad y la de la imaginación o la otra que han vivido los otros. En el momento de esa biografía figurada cuando a las manos de ese lector que nos sirve de muestra llegue la obra de Zweig, estallará un instante de júbilo. Los libros de Zweig habitarán de un modo poco común en la vida de nuestro lector. No hay que pensar nunca que los libros nos salvan colectivamente: ese es el viejo truco de quienes fabrican barrotes para encerrarnos en nombre de un dogma. No, los libros nos pueden ilustrar y proteger para nuestra vida individual que está relacionada con la vida de los demás en esta polis en que interactuamos y en la que nuestro comportamiento resulta de suma importancia para la suma del todo.
Con El mundo de ayer Zweig emprende un proyecto descomunal que Johann Wolfgang Goethe había advertido en su tiempo como el más admirable de todos: el de narrar la vida con lo que de alto, ruin, célebre y feliz esta pueda tener. No se trata de una simple autobiografía para celebrar la visión de espejo. No, esta es una gigantesca empresa goethiana (la admiración de Zweig por Goethe era paradigmática, lo mismo que por Nietzsche. Weimar fue un lugar santo en su inventario de peregrinaciones) que emprende para que esa vida sea el pasadizo para comprender una cultura y lo que asomó como una civilización. Zweig se escoge a sí mismo como punto de partida para contar una época, una era de entendimientos e ingenio, y lo hace con toda la intención, a sabiendas de que será su último libro, que ha decidido desaparecer tras él, que su punto final dará la clave para superar este mundo. La huida perfecta se cierra con sus páginas. Zweig escribió este texto con apuro, denuedo y sin tregua. El mundo de ayer se subtitula las Memorias de un europeo, y aquí Zweig no descuida una sola de sus palabras para que ese testamento refleje lo que va amontonando en ese resto que ha dejado atrás. La idea europea ha colapsado, el universo está en llamas, los dioses han muerto, el nihilismo se ha apropiado de todo y el autor carece de fuerzas para proponer una fundación sobre las cenizas que vienen con este holocausto del infortunio. Sólo agrupa fuerzas para llevar a cabo el motivo que lo sostiene: que el mundo sepa que alguna vez hubo una cultura lo suficientemente admirable, creadora, culta y poética para fundar entendimientos de virtud y razón y que igualmente fue lo suficientemente descreída de sí misma para barrerla en su totalidad. Aquella creación aspirada se resumía en estas conmovedoras y nostálgicas frases con que Zweig regresa a mostrarnos su recuerdo del ayer:
Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda seguridad podía encontrar el año en que ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y, además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y médicos. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cama, le depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña “reserva” para el futuro. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si este se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón [1].
Las guerras y la inflación concluyeron con el antiguo orden que ensayó la libertad. Después de la Primera Guerra Mundial vino la paz sin honor o el Tratado de Versalles, que logró anidar el futuro de los ogros de la aniquilación. Este oscuro capítulo de la ruina de Occidente que envenenó colectivamente la conciencia europea hay que traficarlo con una inequívoca racionalidad. Quienes sostengan que Adolfo Hitler era un irracional, pasan la página con apuro y traen la comodidad de una enfermedad mental para que se ocupe de recoger los desechos y tirarlos a la basura. No, esto fue una crisis de la consciencia europea incapaz de articular la libertad y la democracia y darle un destino adecuado al orden social sostenido sobre bases duraderas. Tras la deposición del orden vino el caos y una pandilla fratricida, la de los nazis, fascistas, bolcheviques, falangistas y otros enemigos de la libertad y el entendimiento. Fue la época en que la violencia se apoderó conscientemente de las mentes y como un huracán empujó a la humanidad a la guerra contra sí misma. Un espíritu cultivado y superior como el de Zweig no podía vivir en esa contrariedad, estaba de más en ese libreto del odio. De allí que urdiera un final muy pensado, con un acto de despedida ceremoniosa, aun ante la muerte, no olvidando nunca las formas de un caballeroso adiós. El mundo de ayer es el retrato de una época, finalmente clausurada por el escepticismo más abyecto que tomó a la culta Europa para iniciar su proceso desmantelador. No engañaban a nadie los nazis con su esvástica, la cruz de la destrucción y un nuevo ciclo: no apostaron sino a vomitar su verdad, la de un orden que sustituiría a otro [2]. Y allí residieron las claves con que no se enfrentó el problema en su justa dimensión. Estos iconoclastas llegaron a la historia con sus antorchas encendidas para quemar todo cuanto estuviese en pie representando la moral del pasado. A los destructores hay que creerles para impedir su crimen. “¿Cómo habremos de precavernos frente al mal si no lo conocemos?”, ha escrito Henry Miller. Los apóstoles del terror arrasaron todo y sólo después del homicidio definitivo Europa salió de entre sus cenizas a refundarse.
Tras una larga conversación con él, uno era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas e incluso días. Así describía la veneración casi mística que tenía por el poeta Rainer Maria Rilke, entre otros epítetos que le endilga para homenajear su personalidad sonora y mayor. Si en algo se distinguió Zweig fue en el ensayo. Da la impresión de que lo apremia la reflexión, el pensamiento: el salir a recorrer mundo para toparse con los grandes hacedores de cultura, los responsables de la lucidez europea, los maestros de la literatura y la palabra. Allí Zweig se hace inmenso, allí Zweig se convierte en estelar, es hercúleo en su pretensión de totalidad. No he leído un mejor ensayo que explique a Friedrich Nietzsche que el de su autoría. Y tampoco sobre Montaigne, ni sobre los grandes creadores de la literatura rusa como Dostoievski, o sobre Dickens o Balzac. Balzac regresa del altar a departir amigablemente con los lectores en sus párrafos. Uno de los mejores modos que tiene para explicarlo, y dar la señal adictiva de lo que es la creatividad, está en un trabajo que dedica sobre el tema. Balzac está en su despacho: su rostro lo cubren las lágrimas y entra un amigo de visita, quien se sorprende por su estado descompuesto. Honoré responde con hondo sentimiento: Ha muerto la duquesa de Langeais. Uno de sus personajes. De Hölderlin celebraba más que su poesía su vida poética, que ha sido la utopía privada de todo poeta y que pocos han logrado alcanzar. La locura del poeta y su reclusión en aquella torre frente al Neckar es el auxilio que se procura para huir de la mundanidad y fundar una religión laica entre sus versos.
No hay cicerone más puntual que él. Salir de excursión en su compañía por la historia es dar con los nombres sonoros, pero también con todos los desesperados, los náufragos de la vida. Sus Momentos estelares de la humanidad componen un retablo donde van apareciendo como una tinta invasiva que edifica y destruye, que es sufrimiento y es dicha, como apunta, instantes que marcaron un antes y un después. Pero no están contemplados con los catalejos de la épica y el borroso engaño que levanta estatuas y enaltece héroes. Hay mucho de lo estrictamente humano, como el encierro de Marco Tulio Cicerón sabiendo que sus verdugos llegarán de un momento a otro o la hazaña de Amundsen y Scott en su empeño delirante de alcanzar el centro de la Antártida, arrastrados por el torbellino interno de fijar la marca de un destino. Aquí está Napoleón en su postrera mañana ilusoria que fue Waterloo, César mandando a cortar las manos de dos mil prisioneros o el futuro déspota, Lenin, que viaja en un tren blindado para alentar el odio y la venganza entre suyos y sucesores. Se dice de este libro que probablemente sea el más famoso del escritor. Me atrevo a decir que sus frases producen cada una de ellas un estremecimiento particular porque abundan en la exégesis minuciosa de la civilización. Sus ensayos son un anuncio sonoro de la historia que llega y viene en cada uno de sus compartimientos, que no hay primera o tercera clase porque el recorrido es ecuménico y prolijo por las estaciones donde el hombre se ha detenido a ser alguien o a despedazarse. Su obra literaria, la puramente ficcional, es intimista y entregada a recorrer la totalidad de algunos personajes que deambulan entre sí mismos, como La novela de ajedrez, en la que un jugador ha escapado de sus captores jugando y venciéndose a sí mismo en el tablero de todas las combinaciones. O las Veinticuatro horas en la vida de una mujer, en que una esposa ha abandonado su entorno para correr hacia una promesa de seducción. O la muy breve que señala al librero Mendel extraviado en un café donde todos ya lo han olvidado. Son construcciones personalísimas: no recurre Zweig al planteamiento coral de las muchas voces, sino que se hace de estos pequeños descaminados, desperdigados y despojados con que ilumina los resquicios contradictorios de la condición humana. Sus novelas apuestan por la brevedad, pero dejan la marca de una larga convivencia.
El día de su muerte fue planeado con una precisión puntillosa. Zweig escogió el tipo de veneno adecuado para una defunción lo menos dolorosa que su esposa y él habían confirmado. Donó sus libros y regaló a su casera el fox terrier. Lotte y el genial escritor ingirieron la pócima y se quedaron dormidos uno al lado del otro. En la foto que retrata su último viaje lo distingue una corbata oscura que enlazó correctamente para otorgarle formalidad a su adiós de este mundo al que pocas cortesías parecían quedarle.
[1] La editorial de Barcelona Acantilado ha republicado la casi totalidad de la obra de Stefan Zweig. Recomiendo sin tropiezos cada una de sus muy cuidadas ediciones.
[2] José Ortega y Gasset sentencia en La rebelión de las masas: “La revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional”.
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