Es tarde, tardísimo. Me acerco a la ventana y aparto las cortinas. Está lloviendo con fuerza, el viento arrecia. Las gotas caen contra el cristal, estallan en su superficie. Después se deslizan, se unen las unas con las otras. Al llegar abajo desaparecen. Mueren. Pienso entonces en el triste destino de las gotas enamoradas, y me acuerdo de ti. Reina un silencio abrumador. Es, como escribió Idea Vilariño: «La noche más callada / la más quieta / más desplomada entera sobre mí». Bajo el brazo y la cortina vuelve a extenderse sobre la ventana, dejándome de nuevo del lado seco de las cosas. Miro las paredes, de un rosa tan pálido que es casi blanco, casi gris, y pienso: «Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo«. Y, «en la soledad que es / única certidumbre», me escondo en los versos de la poeta uruguaya.
Todo parece discurrir en la misma habitación en la que estoy. Sé que no es así, que la memoria encontrada viaja a través de espacios diferentes, pero hoy huelo aquí el abandono. Lo siento «como un ramo de flores oscuras / en el pecho». Intento distraerme, cojo el lápiz y «escribo / pienso / leo / traduzco veinte páginas / escribo / escribo / leo. / Dónde estás / dónde estás«. Siempre vuelve el mismo pensamiento, la misma condena febril de todas las noches de todos los tiempos. Una condena física, que cobra rápido formas angustiosas, que permanece siempre estancada, que «pesa mucho / me pesa como si el mar pesara / con su bloque tremendo / sobre mi espalda«.
Suelto el lápiz y las miro, «mis manos / estas manos queridas / ya no saben / a qué cosa aferrarse». Me van quedando las migas del delirio y creo ver cómo las paredes se acercan a mí, estrechando la habitación, y el rosa pálido se vuelve gris y la pintura se vuelve mugre y «te estoy llamando / con la voz / con el cuerpo / con la vida / con todo lo que tengo / y que no tengo«. Lo estoy haciendo a gritos, «desesperadamente, / con ciego amor / con ira / con tristísima ciencia», con la insoportable certeza de que no me escucharás y de que no hay siquiera sonido saliendo de mi mandíbula quebrada, antigua, antiquísima. Mi mandíbula que ya no articula palabras de amor, igual que la de Idea Vilariño, porque tú ya no estás y quién se quedaría entonces con ellas.
Estoy tan cansado, tan exhausto de correr en círculos que me desplomo dormido, inconsciente, y pasa lo de siempre. Pasa que vuelves. En mis sueños me deshago en intentos vanos por recuperarte, como si la promesa onírica se extendiese hasta el mundo terrenal, y te encuentro en lugares inconcebibles y voy corriendo —nunca había corrido tanto como en esos sueños delirantes— para decirte, con la voz rotísima: «alcanza con que estés / en el mundo / con que sepas que estoy / en el mundo / […] / Si no / para qué todo». Mantenemos siempre largos coloquios, y tú al principio me miras con desconfianza, pero yo siempre tengo las certezas, tengo el alma encabritada y decidida a estar contigo, y te digo lo de la Vilariño: «como ahora te pones en la tarde / que ya es la noche / a ser / la sola única cosa / que me importa en el mundo». La única. Porque «no se trata de amor / damos la vida«.
En esos sueños brevísimos mantengo viva la consciencia de mi necesidad de trascender, de interconectar las dos realidades, y así imaginar ese territorio imposible en el que el amor —como agente químico y físico y artista plástico— nos diluye a los dos en un mismo cuerpo, y decirte: «quiero hacer que te olvides de tu nombre / en mi cuarto en mis brazos / quiero amarte / quiero romper al fin / vencer tu piel / y meterme en tu sangre para siempre«. Así como tú te has metido en la mía, tatuada, en ríos de tinta que yo sangro brutalmente. Que no es el amor, sabrás, lo que yo anhelo, sino a ti: «qué me importa el amor / lo que pedía / era tu ser entero para mí / en mí / en mi vida». Porque es «el amor, sueño, glándulas, locura», y yo «te digo que lo que añoro no es eso / que un cuerpo vale otro cuerpo / que cualquier abrazo sirve / que no me acuerdo cómo era». Lo que añoro no es eso.
Me despierto en la mañana y ha parado de llover, está el cielo gris y el suelo ya sequísimo. Paso la mano por el cemento y se me ensucia. Paseo y me encuentro de nuevo en los poemas de Idea Vilariño, que le escribía a Juan Carlos Onetti: «Anoche entre mis sueños / puñado de cenizas / hice el amor contigo / sereno y exquisito / contigo que hace tanto / hace tanto estás muerto». Siguió faltando, sin embargo, la misma cosa que siempre falta. «Siempre estará faltando / la honda mentira / el siempre«. Los sueños en los que te encuentro y estamos juntos comparten siempre la misma resolución, y yo, que un día te dije: «voy siendo a medida que borras mi destino», asumo fatalmente que las cosas se terminan.
«Cuando compre un espejo para el baño / voy a verme la cara / voy a verme / pues qué otra manera hay decidme / qué otra manera de saber quién soy». No existen ya más maneras posibles, más formas de recordarme a mí mismo cuál es mi rostro, cuáles mis manos, cuál mi mirada. Si no está el espejo me diluyo porque no tengo tu referencia, tu siempre correcta distancia para afirmar mi existencia, porque «que fueras tú […] / que llevaras tu nombre / que vieras con tus ojos / y que me conocieras / ya me justificaba». Y siento que aún no puedo irme por otros caminos —siento, a decir verdad, que nunca podré—, ya que «aquel amor / ahora / […] / está ahí / sigue estando / sigue diciéndome / está doliendo / está / todavía / sangrando«.
Pasan las hora y «el día va creciendo hacia ti como un fuego / y cuando caes en mí los abismos me nombran». Después llega otra vez la noche, con los mismos ritos, las mismas visitas anhelantes a la ventana que no siempre ha sido la misma. Vuelve Idea Vilariño a mi habitación —ella sabe escucharme— y asegura que lo entiende todo. Ella escribió: «Yo me estoy detenida / en tu mirar aquel / en tu mirada aquella / en nuestro amor mirándonos / y voy enajenada por la casa / apagando las luces / guardando los vestidos / pensando en ti«. Hago lo mismo: deseo no volver a dormirme otra vez, no volver a soñar que estás cuando la realidad es que «estoy tan triste como / si te hubieses muerto», que «puedo sólo sufrir / por los días perdidos / por lo imposible ya / por el fracaso».
Así que corro por la casa, rompo las cosas, pinto de cuarenta colores todas las paredes, rompo los discos que escuchábamos y tiro a la basura los lápices con los que escribí todos aquellos poemas viejos que ya nadie leerá. Al final me quedo ahí, tendido sobre los escombros, y grito por última vez: «Estoy aquí / en el mundo / en un lugar del mundo / esperando / esperando. / Ven / o no vengas / yo / me estoy aquí / esperando«. Después me empapo a mí mismo en una pena que tengo que arrancarme a la fuerza. Me la arranco como una costra que todavía muestra, al salir, la carne blanda que protegía. Respira mi herida, y ya, en un cálido silencio nocturno, suspiro: «Quisiera morir / ahora / de amor / para que supieras / cómo y cuánto te quería«. Hablo de «lo que siento por ti, tan doloroso / como la pobre luz de las estrellas / que llega dolorida y fatigada. / Lo que siento por ti, y que sin embargo / anda tanto que a veces no te llega».
Es tarde, tardísimo. Me seco la cara y me acerco a la ventana. Aparto las cortinas con la mano y observo el cielo. Hoy no llueve, pero en la ciudad no se pueden ver las estrellas. Me las imagino allí detrás, intentando hacerse hueco entre la niebla. Pienso: «Qué lástima / qué lástima / estar muertos / faltar / a tan hondo deber / a tan preciada cita / a un amor tan seguro». Pienso también que «ya no soy más que yo / para siempre y tú / ya / no serás para mí / más que tú. Ya no estás / en un día futuro / […] / No volveré a tocarte. / No te veré morir«. Y me convenzo a mí mismo de que «tal vez / de cuatro o cinco noches como ésas / pero precisamente como ésas / tal vez / pueda vivirse / como de un largo amor / toda una vida». Nosotros tuvimos más de cuatro y más de cinco. Quizá sean vidas suficientes.
Entre toda esa brumosa congestión de pensamientos, pienso también que «tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto, / sino amarse y amar, perdida, ingenuamente». Tal vez. Pero, si Idea Vilariño no supo hacerlo, lo lógico es que yo tampoco sea capaz de esquivar ese destino ingenuo del que espera, sabiendo que nada llegará mientras anhela que algo llegue. Por lo demás, «qué puedo decir / ya / que no haya dicho / qué puedo escribir / ya / que no haya escrito / qué puede decir nadie / que no haya / sido dicho cantado escrito / antes. / A callar. / A callarse«. Intentaré dormir una noche más, quizá hoy sin miedo a mis propios sueños, a encontrarte y creer que podrías regresar. No lo harás. Nadie regresa. «Inútil decir más. / Nombrar alcanza». Y yo ya te he nombrado lo suficiente.
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