Con La gran ilusión (Plaza y Janés), Miguel Dalmau acaba de publicar una memoria sobre Concha García Campoy. Una memoria que es también la mía y la de tantos amigos que vivimos como ella la ilusión de un cambio tan anhelado y por el que trabajamos con empeño: el del paso a un mundo mejor del que veníamos. Y añadiría: y del que estamos ahora.
Jean Renoir filmó en 1937 una película con el mismo título sobre las relaciones humanas de unos soldados franceses en un campo de concentración nazi, que mantenían códigos de caballerosidad —¡oh, la literatura y el cine nos lo recordaron siempre!—, a pesar de las condiciones adversas en las que vivían. En nuestra ilusión, en aquellos tiempos con menos cólera que hoy (al menos en mi recuerdo), existió un alma buena como Concha García Campoy, a quien Dalmau retrata al principio con esta pincelada sutil de una epístola a los hebreos: “Tuvimos ángeles sin saberlo”. El caso es que con Campoy lo sabíamos. Sabíamos que teníamos un ángel por amiga y ella fue consciente de que todos sus amigos la adoraban. Era exactamente como Dalmau la describe en el prólogo: “amable, cálida, divertida, optimista, humilde , generosa…”.
En 1999, recién llegado a Santillana Juan Cruz me puso en contacto con muchas personas, entre las que estaba, con una luz que la diferenciaba de todas los demás, Concha.
Campoy fue una entrevistadora magnífica que evitaba el enfrentamiento. Ella nunca quiso saber más que el personaje con quien se sentaba a charlar. Tuvo siempre como ideario natural la palabra y la sonrisa pero sin llegar a hacer concesiones por eso, al contrario, mantuvo siempre la cabeza alta, que no orgullosa, porque ella quería saber sin que el entrevistado sufriera demasiado, pero si veía la ocasión preguntaba algo por lo que el interlocutor se sentía en la obligación de explicarse, de alargar la confesión —tal era la impresión que causaba— como si fuese pillado en falta. Pero eso no lo hacía cuando presentaba un libro entrevistando en público al autor, en el Círculo de Bellas Artes o en Casa de América, los dos escenarios en los que yo la citaba cuando le pedía su colaboración para Alfaguara o para Taurus. Entonces Campoy era la Concha, dulce e informada, la que hablaba con el escritor para promocionar su libro, y lo hacía con profesionalidad, con una mano suave que pasaba a nuestro alrededor y nos dejaba con una sonrisa en los labios que duraba hasta bien pasada la cena.
Cuenta el autor de esta biografía que David Trías acudió un día a verla para encargarle un libro. Trías conocía “su fidelidad a la literatura (…) tanto en su papel de lectora como de presentadora y periodista”. Pero no picó el anzuelo. Según Trías, Campoy le había respondido con delicadeza y honestidad. Le dijo: “No me veo capaz, David. Respeto mucho a los escritores. Creo que escribir es muy difícil. No saldrá bien”.
Murió en julio de 2013 pero poco antes había tenido una recuperación. Palmira y yo tuvimos la suerte de cenar en su casa frente al Retiro con ella, Andrés Vicente Gómez, Fátima y Ray Loriga.
Y de repente el último verano.
Desde entonces no hablé de ella y tampoco escribí nada hasta ahora que Miguel Dalmau la rescata y nos la trae envuelta en el tul de la gran ilusión de su recuerdo. Y entonces me doy cuenta de que hay que hacer caso a esta otra frase que también encabeza el libro y que pertenece a Ciudadano Kane: “No basta con decir lo que hizo. Hay que contar quién fue”.
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