Cuando hablo con Jordi Costa (Barcelona, 1966), intuyo vibrante sensación: la genialidad puede venir en cualquier momento y dejar esta entrevista perdida de genio. Procuro entonces afilar pregunta, atender gestos, escuchar ideas. Toda atención es poca: toda pista puede llevarnos a la respuesta lúcida y al apunte sorprendente.
La conversación sucede en el hall de un hotel de Sevilla, ciudad en la que el autor de Cómo acabar con la contracultura: Una historia subterránea de España propone germen de la Movida —ahora tan cuestionada—. Hasta Sevilla llegó Costa para presentar este libro, en cuyas páginas habla de El Palmar de Troya y de la revista Triunfo, de Almodóvar y de Nazario, de youtubers y de Vallejo-Nágera. De una época que supuso el inicio de un nuevo contexto cultural; contexto cuyas influencias, valores y estéticas aún vivimos.
Trato de preguntar sobre la dimensión cultural de aquellos años, sobre la relevancia que tuvieron, sobre el debate de su mitificación y de su realidad, de si la nostalgia no juega mala pasada y aquello no pasó de años de fiesta trasnochada sin mayor interés. Hablamos de la función de la contracultura en un mundo heterogéneo, donde apenas hay valor que domine, categórico. Hablamos de su día a día: su oficio de crítico en la prensa, las presiones, la censura. Y de ahí a la apropiación cultural, a Rosalía y al 15-M. No existe asunto que Costa no se atreva a contestar, siempre con dosis de precisa inteligencia. De esa genialidad que vino y que dejó todo lleno de titulares.
—En un mundo tan heterogéneo, tan globalizado, ¿se puede hablar de contracultura?
—Bueno, se puede hablar igual de ecos o de pervivencias de la contracultura. La contracultura como fenómeno es un término que aparece a finales de los sesenta. Lo acuña un académico americano, Theodore Roszak, para poner en común una serie de reacciones contra los discursos dominantes: la reacción ante la intervención norteamericana en Vietnam, el movimiento hippie, el pacifismo, la cultura psicodélica, el interés por las filosofías orientales, el surgimiento de la prensa marginal y del cómic underground. Este académico ve ahí un denominador común de impugnar lo que él llamaba la cultura de los padres, un enemigo común que Roszak identifica con la tecnocracia.
Podemos considerar que la contracultura como la conocimos murió. Pero también una de las figuras de los pensadores contraculturales más significativos en España, Pau Riba, en un documental relativamente reciente, Barcelona era una fiesta, argumentaba que la contracultura nunca estuvo ahí para ocupar un lugar de poder sino para poner sobre la mesa una serie de ideas. Desde el momento en que esas ideas están ahí podemos decir que la contracultura cumplió su meta. Por ejemplo, el hecho de que en el último año el feminismo haya conseguido infiltrarse y que tenga una presencia tan relevante dentro del discurso público revela que un movimiento social que ya estaba sobre la mesa en esos años ha conseguido una especie de estado de aceleración y que se ha infiltrado en terrenos donde antes no estaban. Hay otros casos en los que la contracultura se ha aliado con la mercancía. Es el caso de la cultura psicodélica, por ejemplo.
Así que, bueno, quizá no se puede hablar de modelo contracultural como un modelo central que generaba vías de comunicación entre ámbitos distintos soterrados, pero de alguna manera este modelo sigue perviviendo. Es una herencia de la que no nos hemos desligado. Por suerte.
—Pero esto que comentas se relaciona con una paradoja que muchos apuntan: la relación entre contracultura y capitalismo. Aquella necesita de este para persistir.
—Claro, aunque en el programa de la contracultura no está abolir el capitalismo sino proponer otras maneras de intercambio de sensibilidades culturales, de ideas y de pensamientos. Ante eso, hay gente que sostiene que la contracultura pudo ser una especie de avanzadilla de lo que sería el anarcocapitalismo de ahora. En su momento, recuerdo, cuando los dibujantes underground americanos empezaban a publicar en revistas no profesionales, uno de ellos, que era de origen español, Víctor Moscoso, fue el primero en convencer a sus compañeros de la necesidad de proteger una especie de pequeño mercado. La gran paradoja es esa, que probablemente la contracultura, o el espíritu contracultural, para sobrevivir tiene que encontrar un mercado. Por supuesto, todo eso genera contradicciones, algunas más irresolubles que otras.
—A la contracultura le añadimos connotaciones de subversión, de marginalidad, de originalidad. Pero tras esas etiquetas, muchos movimientos xenófobos, radicales, de ultraderecha, se cobijan en esa buena imagen de la contracultura para llevarse esas etiquetas, bien consideradas socialmente, a sus ideas.
—Es verdad que desde el momento en que el ámbito contracultural se expresa con la transgresión al tabú, entramos en un debate: el conflicto entre la corrección política y la incorrección política. La incorrección política puede ser un arma ideológica muy potente. Cuando veo un monólogo de Sarah Silverman lo que creo que están haciendo es poniendo a sus espectadores contra las cuerdas y obligando a que se den cuenta de alguna hipocresía o debilidad del sistema. En otros casos, el humor políticamente incorrecto es un arma de doble filo y lo que hace es rescatar lenguajes excluyentes, agresivos. Supongo que en ese caso es la propia sensibilidad del receptor la que, de alguna manera, sabrá separar el grano de la paja. El lenguaje de la incorrección política no es un todo vale. La transgresión y la provocación no tiene un valor intrínseco. Hay que ver cómo y por qué se formula esa transgresión.
—Hablando de cultura y de política, ¿ha sido el 15-M el último movimiento contracultural en España?
—Bueno, no sé si llamarlo movimiento contracultural, pero sí fue un movimiento importante. Sobre todo porque mucha gente que de alguna manera había delegado su parte de sujeto político, que tan sólo formaba parte activa de la política mediante el voto, participó de la política. De repente hubo una especie de malestar colectivo que estalló en esa ocupación de unas plazas donde había gente que no entroncaba ese estallido con una militancia política ortodoxa ni con una reacción política ortodoxa, sino con una especie de hartazgo que descubrió una comunidad de sentido solidario. De hecho, el 15-M es anterior a formaciones políticas como Podemos. Uno de los debates de aquel movimiento fue ese, si esa energía se podía articular políticamente o no. En el libro cuento algo parecido: aquí la contracultura, a diferencia de lo que pasó en Estados Unidos, nace en un periodo dictatorial, y había un deseo común de ir a una realidad democrática. Eso hizo que la contracultura y la resistencia política al franquismo caminaran juntas, porque tenían un enemigo común. Pero cuando llega la democracia, se separan. ¿Por qué? Porque la contracultura no tiene programa, es algo visceral, caótico, incontrolable. Y la militancia política, en cambio, requiere de un programa.
—¿Ha sido Barcelona la capital de la contracultura?
—No. Yo creo que la contracultura es una idea o una sensibilidad que está contra cualquier noción de centralidad o de capitalidad. Aunque si empezamos a estudiar realmente dónde empieza la contracultura, la contracultura empieza en Sevilla. Sevilla es el primer foco contracultural: Smash, Nazario, Ocaña. Lo que luego se da es un efecto de transmisión y de polinización, que Nazario viaje a Barcelona, allí conozca a un valenciano como Mariscal —en Valencia también empezaba a haber un caldo de cultivo de la contracultura—, y crearan el fenómeno del comic underground. Que de ahí, algunos dibujantes, como había hecho Pau Riba antes, viajaran a Ibiza y a Formentera, para conocer los asentamientos o las comunidades hippies y, bueno, que el siguiente lugar que se iluminara en el mapa fuese Madrid y que aquello se convirtiera, ya sí, en la Movida… En Barcelona pasaron muchas cosas, pero yo me resisto a decir que la capital de la contracultura sea Barcelona, porque la idea de contracultura se resiste a la noción de capitalidad.
—¿Qué fue entonces la Movida?
—En los últimos años hay mucha gente que ha decidido reevaluar la movida y criticarla con bastante saña. Yo no estoy por criticar el conjunto de la Movida, porque en la Movida se dieron muchos hechos interesantes. Artistas como el Hortelano o Alberto García-Alix están haciendo sus propias publicaciones marginales en los años de la contracultura, por ejemplo. Hay un sustrato contracultural —editoriales, poetas, músicos, pensadores— que da pie a la Movida. Luego, la Movida, bajo el ayuntamiento de Tierno Galván se convierte casi en una especie de marca. Al convertirse en mercancía, de alguna manera se va devaluando o se va suavizando. Que bajo el paraguas de la Movida pudiera haber existido un grupo como Paraíso pero que acabe naciendo un grupo como Hombres G… La Movida fue muchas cosas, pero lo interesante de verdad es que fue en paralelo y consecuencia de los años de la contracultura.
—¿Y la Transición fue contracultura?
—Como he dicho antes, la contracultura y la oposición política al franquismo, en un primer momento, buscaban lo mismo: aislarse de ese poder que realmente limitaba los movimientos y los sueños de todos para pasar a un presente democrático. Ese presente democrático se funda sobre las ideas de consenso y tabula rasa que lleva a que hoy día sigamos teniendo las heridas abiertas.
Imagino que si en el 78 a alguien le dicen que seguiremos hablando del Caudillo y del Valle de los Caídos, se hubiera sorprendido mucho. La manera de la que se hizo la Transición, que para muchos fue modélica, dejó asuntos por resolver. Lo que hizo la Transición, también, fue mantener una serie de privilegios económicos y privilegios de clase. Hay otro libro sobre contracultura, de Germán Labrador, que se llama Culpables por la literatura, que se centra más en el ámbito de lo literario. En ese libro utiliza un concepto que me parece muy interesante: el de la imaginación política. La Transición fue un momento en el que todo el mundo quiso imaginar un futuro mejor. Pero a su vez la Transición limitó esa imaginación política.
—¿Cómo recuerdas aquellos años?
—A ver, en los años de la contracultura y de la Transición, yo era un niño, de ahí la sensación que tengo de haber llegado tarde. A mí lo que me parece interesante, y lo que también he intentado reflejar en el libro, es que la contracultura no la viví como pudieron vivirla mis hermanos mayores, por ejemplo. No estuve en las jornadas libertarias, no conocí de primera mano el movimiento hippie… Como niño, bueno, era un niño curioso que se plantaba en los quioscos y veía cómo se gestaba un nuevo arquetipo en los tebeos. De repente notaba que algo estaba pasando: los colores de la psicodelia, el personaje hippie. Entonces, sí, tenía la idea disneyniana de que había un mundo de colores a la vuelta de la esquina. Eso sí lo percibía. Pero no más.
—¿Tiene límites el humor?
—El último debate que hemos tenido en torno a los límites del humor ha sido por el monólogo de Roberto Bodegas. Yo me manifesté en un medio de comunicación en el que me pidieron una entrevista. Es una idea que he repetido bastante: creo que el humor no tiene límites. Es absurdo poner límites al humor y a cualquier tipo de expresión, artística o creativa: comedia, drama, ficción, autoficción. Lo que fuera. Lo que ocurre es que pienso que también la libertad absoluta o la falta de límites no equivale a una patente de corso, pues el receptor es también un sujeto legítimo de manifestar su opinión. Creo que el humor no tiene límites, pero el humorista igual se tiene que fijar en cómo reacciona el público ante las gracias.
Roberto Bodegas tiene toda la libertad del mundo para hacer los chistes que quiera y en el registro del humor que quiera. No obstante, cuando un cómico de repente se da cuenta de que ha cruzado un límite y lo evalúa, es interesante. El problema es que el discurso sobre los límites del humor no abandona el discurso de la censura, o de los límites de la corrección política. Es el típico que dice que ya no se pueden contar chistes homófobos o machistas o racistas. A ver, sí que los pueden seguir contando. Pero quizá mejor que un tiempo en el que se podían contar impunemente chistes machistas o racistas, otro en el que cada vez que se formula uno de esos chistes hay una reacción. Lo que sí es cierto es que sería mejor que se abandonara la dinámica del linchamiento en redes sociales. La agresividad en las redes sociales a mí no me gusta. Pero que haya crisis en las que se pueda debatir sí me parece muy interesante.
—Ese debate, aunque de manera tangencial, lo podríamos trasladar a la literatura. Recordamos a Nabokov, por ejemplo. Se confunde el retrato de un hecho con la apología de ese hecho.
—Pero eso ha pasado siempre. Yo recuerdo que en mi infancia, cuando se estrenó Taxi Driver, se decía que era una película fascista porque confundían el yo narrador con el yo del guionista. Con respecto a lo de Lolita, este año he tenido que volver al libro y a la película. Centrándonos en la película, en ningún momento idealiza la figura de Humbert Humbert. La película narra el infierno de un deseo patológico: es un tío que tiene un deseo que no debería cumplir ni podría cumplir impunemente. Lo que le pasa es una pesadilla —cada vez lo pasa peor—. El problema es cuando los receptores, a veces, idealizan a los personajes. Yo leo el libro de Nabokov y me queda claro que no está haciendo apología de la pedofilia ni se nos describe a su protagonista como un personaje romántico y heroico; veo la película y también tengo la sensación de que Humbert Humbert es un ser patético. Pero lo que ocurre es que a veces hay espectadores que expresan que qué bonito es el arquetipo de la belleza lolita. El problema está un poco en cómo se reafirma eso. Igual de tonto me parece a mí el que dice que, yo qué sé, el que de repente fantasea con esta imagen de la chica virginal. El problema es cuando el cine, involuntariamente muchas veces, expande imaginarios que están sujetos a la mala interpretación de un espectador.
No podemos poner límites a la representación de la violencia en el arte, tampoco. Pero cuando de repente la prensa sensacionalista británica empezó a acusar a Kubrick y a muchos imitadores de La naranja mecánica de muchos de los delitos de la época, Kubrick decidió retirar la película. No puedes controlar la manera en la que el receptor asume el argumento, en cualquier caso.
—Hablando de malas interpretaciones, ¿por qué la cultura popular se asocia a la cultura de mala calidad?
—Por suerte esto cada vez se está cuestionando más. Siempre ha habido debates sobre la alta y la baja cultura. Lo que ahora es significativo es cómo en la modernidad hay una alta y baja cultura que se comunican y se retroalimentan y se interrelacionan. La cultura popular no es de mala calidad, lo que pasa es que a veces solemos subestimar lo que no conocemos. Yo, por ejemplo, cuando he intentado leer una de estas sagas juveniles, Los juegos del hambre y tal, me acaban aburriendo, no me dicen nada. Pero si le dicen tanto a un sector millennial tan potente, no es porque sean idiotas, sino porque le tocan una serie de nervios culturales y de identidades que atraen. Creo que sería deseable que de ahí pasaran a leer otros libros, claro. Pero desde luego es más interesante leer Harry Potter que no leer nada. La cultura popular, muchas veces, es un espejo de identidades colectivas que cumple una función.
—¿Por qué la youtuber Soy Una Pringada en este último libro que publicas?
—Porque ella es un ejemplo de contracultura. En el mundo de YouTube, donde lo que se reproducen son los discursos de mercado de la cultura más o menos oficial, de pronto aparece esta chica que expresa su desacuerdo desde un sarcasmo bastante refinado y desde una construcción del personaje muy interesante.
—Sobre la apropiación cultural, ¿qué te parecieron las críticas a Rosalía?
—A mí este debate me parece un poco absurdo, y antiguo. Yo entiendo que haya gente que considere que con La leyenda del tiempo de Camarón murió el flamenco. En mi libro, Cómo acabar con la contracultura, aparece un personaje, Diego del Gastor. Para Nazario, por ejemplo, Diego del Gastor es el último flamenco puro. Ya se hablaba del fin de una cultura. Por otra parte, en el momento en el que los Smash incorporan a Manuel, de Lole y Manuel, en su formación, y mezclan psicodelia, hay un intercambio de diálogo. Esto no es nuevo.
A mí lo que hace Rosalía me parece un trabajo muy serio, me parece una artista con una identidad y un talento increíbles. En nombre del purismo, de la esencialidad, se pueden decir bastantes cosas. Pero hablar de apropiación cultural después de tantos años de todo lo que antes te he comentado, del pop… Esto es intentar poner puertas al campo. Todas las vías de comunicación deberían ser valoradas positivamente. La existencia de Rosalía no supone, culturalmente, una amenaza a la cultura gitana. El problema no es Rosalía. Ella está haciendo un acto de generosidad creativa. Le interesa y ama una serie de expresiones que no le pertenecen, vale, pero que hace suyas.
—¿Te han censurado alguna crítica?
—No. Sí que ha habido críticas que alguna vez han tenido respuestas de productores o algo así. Pero en el periódico en el que trabajo, en El País, no. Además, la crítica pertenece a Opinión, no es información como tal. Quien quiera responder puede mandar una carta al director.
—Te lo pregunto por lo que comentaste en Jot Down, lo que te pasó en Rockdelux.
—Ah, sí, sí. Lo que ahí me pasó es fundamentalmente que Santi Carrillo me encargó una sección de Opinión y en la primera columna que le entregué me dijo que no estaba de acuerdo con mi opinión. Entonces intenté argumentarle que era una paradoja darle una tribuna a alguien para discutirle su primera opinión. Él se lo tomó muy mal, simplemente. Pero tampoco puedo hablar de censura, es un desacuerdo.
—¿Qué es lo primero que debe asumir un crítico?
—Pues lo primero que debe asumir es justamente eso: su voz no es la de alguien que sentencia sino la voz de alguien que analiza. Y que transmite. Tienes que transmitir la pasión de una determinada lectura. Un crítico tiene que amar el medio de expresión de esa voz suya. En el caso de un crítico musical, tiene que amar la música. Y luego yo creo que todos debemos tener un límite. Me explico: muchos hemos sido críticos deslenguados de jóvenes, pero yo, que desde hace años doy clases de crítica, doy una lección bastante fácil: tú puedes hacer una crítica negativa, pero nunca puedes escribir algo que no puedas leer en voz alta delante del director.
—Y, ¿tiene credibilidad la crítica cultural que se publica en España?
—Yo creo que se publica muy buena crítica cultural. Lo que pasa es que la crítica cultural ya no está sólo en los medios. En ocasiones, la crítica cultural interesante te la encuentras en los blogs o en medios que no conocías. Creo, lo noto, que hay gente joven haciendo crítica muy buena, a muy buen nivel, y sobre todo sin los vicios que coges cuando escribes con los años, en una dinámica profesional.
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