Antes de llegar a la universidad, Tara Westover no conocía la fecha exacta de su nacimiento, jamás había acudido a una consulta médica y pensaba que Europa era un país y no un continente. Así vivía la menor de siete hermanos de una familia asentada en la falda de la montaña de Buck’s Peak, al sur del estado de Idaho, en los EE UU. Su padre, obsesionado con el fin del mundo, consideraba a los maestros agentes de Satanás o espías del gobierno. Por eso no permitió a ninguno de sus hijos ir a la escuela. Hasta que, a los 16 años, Tara se rebeló y decidió ingresar en la Universidad de Brigham Young. Lo hizo sin haber recibido jamás educación formal. Cinco años después, se doctoró en Cambridge.
De eso trata Una educación (Lumen), un libro que se comporta, al mismo tiempo, como una novela y unas memorias. Una versión del sueño americano contada desde sus grietas más profundas y violentas. Ignorancia, enfermedad mental, fanatismo y religión componen los elementos de una historia real, escrita con una prosa directa y racional que abrasa a quien la lee. Resulta imposible salir ileso de estas páginas en las que Westover despliega un alegato a favor de la lectura y el conocimiento como una forma de corregir la experiencia, por devastadora que sea. Y ésta lo es.
“No te preocupes. Puedo hablar de todo. En serio, adelante”, dice Westover. Su rostro conserva el gesto duro de quien durante años recogió chatarra en un desguace y creció en un lugar que se caía a pedazos. Su rostro dibuja la línea recta de una mandíbula de plata recubierta por la piel de una niña que alguna vez fue regordeta. Alguien duro de roer cuya fuerza interior emulsiona a través de su aspecto abizcochado. En Tara Westover hay algo rocoso, como si estuviera hecha del mismo material del valle en el que nació y del que se marchó empujada por la mujer que ya llevaba dentro de sí.
Una educación, el primer libro de Westover y que se convirtió en el número uno de la lista de The New York Times, narra la travesía de una niña que creció en medio de la nada. Su padre, Gene (pseudónimo), es un granjero que abrazó desde muy pronto la fe mormona como un dogma —detrás de su fanatismo se esconde un trastorno de bipolaridad y paranoia—, alguien que levantó a su familia construyendo cobertizos y desguazando metal. Junto a él, su esposa Faye (pseudónimo), una mujer que renegó de su educación y obedeció a aquel sujeto casi hasta casi convertirse, ella también, en uno de sus hijos.
El mundo que Tara Westover describe en estas páginas está habitado por seres que se debaten entre la enfermedad mental y la capacidad de rebelarse contra su propia tragedia: Shawn, el hermano violento, cuya crueldad proviene de un síndrome no diagnosticado; Tyler, el primer hermano que decide rebelarse y acudir a la escuela; Audrey, la hermana oprimida que se sepulta en una caravana a criar niños; Luke, vástago poco aventajado que se rebana el brazo en una cizalla y se deja la vida en trabajos de peón, una suerte muy similar a la que obtendrá su hermano Tony. Una existencia de gasolinera y chatarrería, condenada a la ignorancia, el racismo y el maltrato.
A Tara Westover la intemperie de Buck’s Peak la curtió por dentro y por fuera. Cuando contesta a las preguntas de esta entrevista, lo hace como si todo aquello le hubiese ocurrido a alguien más. Es seca, práctica, de respuestas cortas y bien armadas. Sólo es posible detectar que algo falla cuando ríe; entonces la sonrisa adquiere en su rostro el aspecto del surco que produce una gota cuando cae, durante años, en el mismo lugar. Como en las páginas de su libro, Westover evita cualquier sensiblería, autocompasión o lección moral. Su libro cuenta la búsqueda, no sin vacilaciones ni miedos, de la educación como puerta a una visión más amplia del mundo. Es el testimonio de quien, para contar, se deja el alma en el alambre de espino de su propia biografía.
—Hasta sus 16 años no sabía su edad, no había acudido a un médico. ¿Qué se siente haber vivido la mitad de su vida a oscuras?
—No es tanto. Me queda la otra mitad. Mis padres tomaron las decisiones que tomaron pensando que hacían lo mejor. Fue una transición difícil, porque había cosas que desconocía por completo. Pensaba, por ejemplo, que Europa era un país. Fue una lucha, pero no creo que mis padres quisieran algo malo para mí. La transformación es lenta y toma mucho tiempo, y de hecho siempre tendré grandes vacíos en mi educación. Hace apenas un mes me enteré de quién era Prince (tengo enormes baches con la cultura pop) —asoma una risa fugaz, resignada, que se esconde rápido de su rostro—. El conflicto y las discusiones con mis padres provenían más de mi hermano que de mi educación.
—Asumo que sus padres leyeron el libro.
—Los tres hermanos con los que tengo contacto lo leyeron. Les di algunas versiones mientras lo escribía. El resto de mi familia no lo sé. Son como extraños para mí.
—¿Ni siquiera su madre?
—Probablemente lo leyó. Quién sabe. Soy una extraña para ellos. No hablamos. No veo a mi padre. Así que a mi madre no la veré, a menos que vea a mi padre.
—Plantea la educación como la oportunidad de corregir la propia experiencia. ¿Este libro comenzó como un ejercicio académico?
—Siempre procuré que fueran unas memorias. Nunca la escribí como un texto académico, debía sentarme a contar mi vida.
—Usted habla de sí misma, pero retrata parte de una sociedad. Gente blanca, del entorno rural, poco instruida. ¿Hay rasgos del supremacismo blanco?
—No lo creo. Mi familia tenía ideas desafortunadas sobre la raza. Eso formó parte de mi infancia. Idaho es un estado de gente blanca, aunque hay población afroamericana. Las ideas extrañas de mi familia, que eran bastante desafortunadas, nunca fueron sin embargo reactivas contra alguien. Su racismo era teórico. Venía más de la ignorancia que de la hostilidad. Eso no lo hace aceptable, pero sí creo que era un asunto que estaba en el ambiente.
—¿Era lo normal?
—Mis padres no conocían ninguna persona negra hacia la cual ser racista. Por eso creo que su actitud tiene que ver con cómo vemos la realidad cuando desconocemos por completo una parte de ella. Aquello estaba ahí. Era algo que nunca me cuestioné hasta que fui a la escuela y estudié el movimiento por los derechos civiles. Esta historia era mucho mayor que nosotros y la desconocíamos del todo. Entendí que participábamos de ese lenguaje cruel porque éramos ignorantes, no racistas.
—La religión en este libro no es tanto un asunto de credo como de fanatismo, un síntoma de la enfermedad mental que tiene su padre.
—Mi padre era mormón, como todos en el pueblo. Pero los demás sí iban al médico y enviaban a sus hijos a la escuela. Mi padre tomó el mormonismo como todo en su vida: lo llevó al extremo. Mi visión es que él tenía un desorden mental y que esa paranoia fue la que lo empujó a temer a los doctores, por eso nunca fue diagnosticado. Era más un asunto de enfermedad mental. La religión fue un vehículo para esa enfermedad, que fue la causa del extremismo religioso y no al revés. Este libro no se centra en la religión, sino en cómo ésta pueda ser puesta al servicio de un extremismo.
—Su madre era una mujer educada, inteligente y decidida. Resulta extraño cómo pudo desaparecer por completo ante la voluntad del padre.
—Mi madre era una mujer inteligente, pero ante mi padre se volvía pasiva. A medida que fui creciendo, ella fue volcándose cada vez más en defenderlo. Muchos de sus talentos y aptitudes se transformaron en armas para defender las ideas de mi padre y evitar un cambio en la familia. Es una forma muy desafortunada de desperdiciar su inteligencia y su talento.
—La verdadera confrontación familiar se desata cuando su hermana y usted colocan sobre la mesa la violencia y la enfermedad de su hermano. ¿Cómo ha cambiado su percepción de aquello?
—Creo que tuvo que ver con la habilidad de mi madre para apoyar siempre lo que dijera mi padre. A eso se añadían los propios temores de mi padre. Él tenía mucho miedo de todo, era un paranoico, y creo que a raíz de ese episodio comenzó a tenerme miedo a mí también, porque pensaba que yo quería destruir a mi hermano y a la familia. Para él resultaba inimaginable que yo quisiera ayudar. La noche en que discutimos sobre la enfermedad de mi hermano, cuando le hice notar que él tenía un problema, mi padre comenzó a percibirme de la misma forma en que percibía la educación, a los médicos o a los gobiernos: me convertí en una amenaza para la familia. Mi madre nos dijo tanto a mi hermana como a mí que ella conocía la violencia de mi hermano y que quería hacer algo al respecto, pero su incapacidad para enfrentarse a mi padre la hizo cambiar. Hizo como si nunca hubiésemos tenido todas aquellas conversaciones. La lealtad a mi padre era más fuerte que todo aquello.
—En el libro más que juzgar a sus padres, los estudia. ¿Sintió odio por ellos alguna vez?
—A veces siento rabia, pero no odio. Tengo una teoría sobre la rabia. Creo que es un mecanismo de defensa para salir de una situación dura. Mientras intenté resolver lo que ocurría con mi familia, sí que estaba consumida por la rabia; especialmente hacia mis padres. Fue esa rabia la que me permitió alejarme de esa relación y eso fue bueno para mí. Una vez que conseguí distanciarme, me di cuenta de que la rabia no me servía para nada. Iba a consumir otras partes de mi vida: mis recuerdos, por ejemplo. Sentí que me estaba quedando sin bonitos recuerdos.
—¿Qué siente cuando oye o escribe la palabra «familia»?
—Cuando pienso en mi familia deseo que estén bien, me gustaría que formaran parte de mi vida. Es una gran pérdida que eso no pueda ser así, pero, de la misma forma, reconozco que muchas cosas de aquella relación eran dañinas para mí. Tenía que alejarme de toda aquella violencia y tomar la decisión de marcharme. Me separé de ellos por mi propio bienestar. Se trataba más de valorarme a mí misma que de odiarlos a ellos.
—Uno podría pensar que este libro es lo que dinamita el puente de la relación con su familia, aunque ese puente ya estaba roto en realidad, ¿no?
—El hecho de que ya estuviese roto no significa que no se pueda reparar. Si volviera a ellos, tendría que ser clara en el hecho de que hay cosas que es necesario confrontar, por ejemplo la violencia de mi hermano. Pero no tengo la certeza sobre si ellos sean capaces de cambiar o siquiera si sean capaces de hacerlo, así que he terminado por aceptar las cosas. Ellos han tomado sus decisiones, yo he tomado las mías. Eso no quiere decir que no los quiera. Sólo que estamos mejor separados.
—La imagen de la montaña es simbólicamente potente: la soledad, el aislamiento, la inmensidad del espacio… ¿Me puede hablar de eso?
—La montaña fue mi hogar. Mi familia estaba conectada a ella desde hacía dos generaciones. De ahí proviene la historia de la princesa que me contaba mi padre. Una mujer cuya silueta aparece cada primavera y que siempre mira al Sur, como un signo de que el invierno se ha ido. Para mí era una historia de pertenencia y de cambios cíclicos. Un signo de permanencia y del eterno retorno. A medida que maduré, fui cuestionando la idea de que pudiese volver. Pero también es cierto que aunque te marches siempre regresas, porque estás atado sentimentalmente a ese lugar.
—¿Nunca ha regresado a Buck’s Peak?
—Cuando voy a Idaho, la veo desde el coche. Pero no paro. Mi familia está ahí. La presencia de mi hermano es muy amenazante. No quiero.
—Aunque usted se haya construido una nueva vida, también se ha quedado sin hogar al cual volver.
—Creo que a todos nos ocurre lo mismo. Nunca consigues regresar a la infancia, ni a la forma en que las cosas eran entonces. Por supuesto que para mí ha sido una pérdida: la de mi hogar, la de mi familia, pero he ganado mucho con la posibilidad de decidir por mí misma. Me habría gustado tener ambas cosas, mi familia y una educación, pero era imposible. Tenía que elegir, así que elegí la educación. Y si tuviera que hacerlo de nuevo, volvería a tomar la misma decisión.
—¿Se ha descubierto a sí misma reaccionando como cuando vivía en Buck’s Peak?
—No muy a menudo. Ya sé que tengo espacios en blanco, sobre todo en la cultura pop. Pero siempre van a estar ahí, tengo que aceptarlo. Tampoco creo que sea una persona distinta de la que salió. He vivido la mitad de mi vida en aquel contexto y la mitad fuera, y es justo la mitad.
—Cuando usted se topa fotos de su familia …
—No teníamos fotos.
—Alguna le quedará, al menos suya.
—Si tuve alguna… serían dos o tres. Todas después de los veinte años. Quizá existan cinco, pero yo vi tres. Mi padre odiaba las cámaras. Hay un par de fotos de la casa de mis abuelos y dos de mi familia completa. Y nada más
—Se habla con solo tres hermanos: Tony, Tyler and Richard. ¿Y su hermana?
—Mi hermana eligió la teoría de mis padres de que yo estaba poseída. Creo que no le quedaba otra opción. Ella no tenía suficiente independencia emocional ni económica para hacer otra cosa. La comprendo. Sentí mucha rabia al comienzo, ya no.
—Perdóneme, pero es un milagro que esté usted aquí. Sufrió varios accidentes, uno muy grave en coche, y jamás la llevaron al médico.
—La gente es dura de matar —dice, con una risa levísima, como si fuera normal—. La capacidad de supervivencia está bastante desarrollada. Sabemos cómo proteger nuestros órganos vitales al momento de un golpe fuerte. Tengo un par de cicatrices, pero ya está. Yo tampoco sé cómo no nos matamos, de verdad. Todo eso me resulta confuso. Así que no tengo comentarios al respecto.
—Amamos de la forma en que fuimos amados. ¿Cómo la afectó eso? ¿Tiene usted dificultad al momento de llevar una relación?
—En la familia aprendes a amar a otros. En el libro cuento cómo en mi primera relación no era apta para confiar en la gente. Era escéptica y muy independiente. Tuve, deliberadamente, que trabajar en ello. No iba a mejorar con la edad si no ponía de mi parte. Si has crecido en el miedo y la desconfianza hacia los otros, tienes que ampliar y confrontarte con lo que había vivido. Eso implicaba reprogramar mi idea de qué eran y cómo eran los hombres. Pasé mucho tiempo acudiendo a terapia y pensando en esto. Piensas que no podrás superarlo, pero en el fondo va resolviéndose.
—¿Cómo se sintió mientras escribía el libro? Está escrito de una manera muy sobria. Es tan racional…
—Escribí el libro en un año y lo revisé durante un año. Quería que tuviera sentimientos, pero no quería que fuese sentimentalista. Quería que fuera apasionado, no desasosegado. Pero tienes que intentar tener cierto control sobre lo que sientes, pero esto debe comunicar. No es un ensayo, es algo que debe emocionar. Hay cosas que puedes describir cómo pasaron una vez pasado el tiempo. Yo lo que quería era dar al lector una experiencia, mi experiencia. Y que él sacara sus conclusiones. Importa cómo lo haga sentir yo a él, no lo que yo piense.
La editorial Més Llibres publica Una educación en catalán.
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