Hace unos años, José Luis Perales tuvo la inquietud de hacer cantar a los niños. Bueno, y a las niñas. “¡Que canten los niños!”, proclamaba entusiasmado. Se refería a ambos sexos, niñas y niños, porque en el pleistoceno no había lenguaje inclusivo, sólo lenguaje. Y aún sobraba: por menos de un pimiento decías más de la cuenta y te caían las del pulpo. Como hoy, por otra parte. La idea en nuestros días es que los ninios no canten tanto y lean más. A uno le llama la atención ese empecinamiento en que lean los niños. Si los mayores no leemos ni las instrucciones del lavaplatos, ¿por qué van a leer ellos las del mando a distancia? Vamos, que donde estén los triunfitos que se quiten Miguel Strogoff, Edmundo Dantés y toda esa gavilla de apolillados. Por no leer, ni los periódicos leemos, que cada vez los leemos menos. Y es que las aventuras del bello Pedro, del Riverita y de los dos Pablos, uno con coleta y otro sin ella, uno con máster y otro sin, carecen de atractivo, no digamos si las comparas con las de los dinosaurios de la Transición. Unos animales que tenían el hígado y los pulmones de acero. Y el culo. “De aquí no nos movemos hasta que no nos pongamos de acuerdo”. Y no se movían. A las cinco de la mañana, la sala semejaba el paisaje devastado después de una batalla: rumor de ronquidos y de toses, mesas atosigadas por ceniceros colmatados, papeles arrugados y copas de coñac que atufaban. Y un sinfín de caídos despatarrados por los sillones en posturas absurdas, las corbatas en el cogote, el rimmel a tomar por saco y los pelos en guerrilla; sólo resistían el Guerra y el Abril Martorell, que seguían dale que te pego en una esquina con una cafetera cerca y un cartón de Ducados a mano. Aquella gente llevaba el Estado en la cabeza, leía libros, iba a los toros, al fúmbol y a donde hiciera falta, ya fuese a inaugurar un instituto de enseñanza media o a ordenar el tráfico, como Fraga Iribarne en ocasión memorable. O a fotografiarse con el obispo por la mañana y con la teta de Susana Estrada por la noche, como Tierno Galván, un rojazo que no le hacía ascos a la mitra ni a la strip-teaser.
Muchos de aquellos bestias tenían sexo femenino. Señoras señeras como Díez de Rivera y la Duquesa Roja, que tantos disgustos diera a Su Excelencia. Y también Sole Becerril, la Dolores Ibárruri, la Carmena, que ya andaba por allí, o la Pina López Gay, que además de mu prepará y mu mona era más roja que el rojo de la bandera y ponía de los nervios al facherío, que se colapsaba, igual que hoy, si una tía era mona, roja y, encima, lista. En fin, que ellas y ellos estaban fabricados de una sola pieza y envidaban al mismísimo Diablo. Gente de la que te acuerdas cada vez que un tipo endomingado y con voz atiplada clama en La Sexta: “Compañeros, vamos a hacer la revolución”. Las revoluciones, en casa y con gaseosa, a ver si nos dejamos de ostias.
Yo mismo no leo los periódicos, que los miro por encima en el ordenata porque lo primero que me encuentro cuando los leo en papel son unos editoriales que me levantan dolor de cabeza. Volviendo al tema, pregunto por lo de los ninios a mi librero, que es un tío informao; quizá por eso se echa a reír como un malo de Salgari. “Si te quieres enterar, lee esto”, dice. Y me despacha una novela firmada por Blue Jeans y otra por Federico Moccia, el de los candados. Pongo cara rara y él se mosquea. “Pues de esto vivo”, dice, “y no de las pajitas mentales del conde de Siruela”. Qué cabrón. Sólo porque le pedí El lector decadente, de Atalanta, una frikada que me ha procurado tardes más divertidas y decadentes que la obra completa del Moccia y del Bluejean, que es lo que leen los jovencitos que van a las librerías, igual que sus abuelos flipaban con Adelante Siete Secretos o Tintín en el Tibet. También se tragan cosas de zombis, secuelas de Tolkien y otras truculencias. Sus papás, en cambio, les obsequian libros magníficamente diseñados y visualmente potentes ilustrados con auténticas obras de arte. Tu ordenador por dentro, Un planeta para todos y cosas así. El libro educativo nunca muere y ya se llevaba en tiempos de Maricastaña, cuando los abuelos de los padres de ahora asediaban a los abundantísimos frutos de sus entrañas, o sea, a los padres de los padres de ahora, con la colección El Globo de Colores y con la enciclopedia El mundo de los niños, unos libros que también traían ilustraciones magníficas, como los de ahora. El libro educativo parece el mito del eterno retorno. Últimamente triunfan una especie de vidas ejemplares de las de toda la vida, sólo que en vez de tratar de fachas como Elcano, Leonor de Aquitania, José Antonio o Isabel de Castilla, tratan de gente cool, o sea, de Pedro Duque, de Jane Goodall, de Fran de la Selva y de Angela Davis. De los mitos del National Geographic en vez de los de la Enciclopedia Álvarez. O sea, como los libros de la editorial Araluce, sólo que en modelno.
Las niñas merecen capítulo especial. Si antes leían vidas de santas, no sé, Fabiola, Bernardette Soubirous o Genoveva de Brabante, así como de chicas abnegadas que mantenían viva la llama del hogar mientras sus hombres zascandileaban en las cruzadas o en el bar, tipo Penélope de Ítaca, Pilar Primo o Leonor de Aquitania, hoy leen Mujeres que han hecho ruido en la Historia: De Marie Curie a Gloria Fuertes. Y así estamos, que no quieren ser princesas. Lo que quieren es ser fumbolistas, como Maradona. Los niños, en cambio, quieren ser fumbolistos. Y los catalanes, independientes. En fin, que me voy a tomar una aspirina y a meter en la piltra. Y el último que apague la luz, que menuda está la condesa de Fenosa. Empoderá también.
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