Segunda entrega de Las resistentes, la sección en la que el escritor Andrés Barba rescata para Zenda grandes libros de pequeñas editoriales. En esta ocasión escribe sobre Andrei Tarkovski: Vida y Obra, monumental biografía firmada por Rafael Llano y publicada por Mischkin Ediciones.
Digámoslo cuanto antes y de la manera más rotunda posible: Este libro es, de largo, la mejor obra de pensamiento crítico que se ha escrito —hasta donde yo sé— sobre Andrei Tarkovski. Adivinen ahora cuántas reseñas le ha dedicado la prensa española desde hace ya casi un año de su publicación. ¡Exacto! ¡Cero! Pero no nos enfademos antes de tiempo, pasemos de largo el hecho de que si este mismo libro lo hubiese publicado una editorial comercial y su autor hubiese sido alemán hubiese ocupado la portada de Babelia. Centrémonos en la hazaña, que es lo importante, y en celebrar que un tal Rafael Llano se haya echado a los hombros la monumental tarea de explicar la excelencia del que probablemente sea uno de los genios fundacionales de la narración cinematográfica.
Pensando en las sensaciones que me ha dejado esta obra he llegado a la conclusión de que una de sus mayores excelencias es —curiosamente— negativa: la de haber conseguido evitar los dos peligros más habituales de las biografías y los estudios críticos: la tentación de la hagiografía y la del manual erudito. Debe de ser difícil pasarse veinte años estudiando la vida y obra de alguien y evitar creerle un semidiós. Las últimas biografías que he leído (Lispector, Sontag) pecaban precisamente de eso, santificaban a los objetos de su estudio en parte —supongo— por compensar el tiempo invertido. Llano tiene el tino de sacar el “genio” de Tarkovski del Olimpo y traerlo a una tierra bastante firme y reconocible. Tarkovski no es en estas páginas ni un iluminado ni un pedante, sino alguien interesado y maravillado por la vida, y por tanto habituado a las sombras y las incertidumbres. Es también, por qué no, un genio. Pero eso es otra cuestión.
Y es que ése es precisamente el otro de los grandes temas de esta obra monumental: la descripción del genio. Se ha dicho muchas veces que Tarkovski es el Shakespeare del cine. Una afirmación que, como todas las grandes machadas, se desarticula en el instante en que se la deja sin su explicación, como esas bandas que anuncian indefinidamente la enésima “una de las dos o tres mejores novelas de nuestro siglo”. Llano hace algo tan elemental y a la vez tan tremendamente difícil como “explicar la excelencia”. El genio de Tarkovski no se funda en que su dominio técnico sea superior, o en que sus películas sean particularmente emotivas, ni siquiera en que la combinación de circunstancias históricas y talento privado sea irrepetible: todas esas cosas son ciertas, pero no constituyen un genio. Simone Weil explicaba que la diferencia entre un libro excelente y una obra maestra no era tanto una gradación de la calidad como la aparición del genio de la especie: Muerte en Venecia es un libro excelente en el que se manifiesta el talento privado de un individuo: Thomas Mann. Hamlet es el encuentro con algo casi telúrico y por tanto anónimo. En la excelencia de Hamlet, Shakespeare desaparece, en la de Muerte en Venecia, Mann se ve más que nunca. Por eso la primera es un clásico y la segunda una obra maestra. De una manera parecida Llano explica aquí que la excelencia del genio de Tarkovski reside en buena medida en haber comprendido una idea sencilla y en haber asumido una misión olímpica. La cosa sencilla es que con la llegada del cine, el hombre encontró por primera vez en la historia de la cultura un medio para conservar la sensación de tiempo. La misión olímpica fue convertir ese hallazgo en un arte con un código ajeno al de sus hermanas mayores la literatura y las artes plásticas.
El problema al que se enfrentó Tarkovski fue el de encontrar el lenguaje específico de ese nuevo arte, determinar el material con el que se debía trabajar, distinguir cuáles eran los aspectos de la realidad que moldeaban de forma privativa una imagen que solo podía ser cinematográfica. Esa aventura, que es en última instancia la aventura del lenguaje, es la aventura a la que según Llano Tarkovski dedica su vida como cineasta. Pero este libro abarca también todo un marco histórico en el que entrar aquí sería demasiado largo. Baste decir que Llano emplea la filmografía de Tarkovski para hacer un fresco no solo de la historia de la URSS durante el siglo XX, sino también de la Rusia previa, la de Tolstoi, la de Tsvietaieva y Pushkin, la del viejo Tolstoi al que muestran en sus últimos días el primer cinematógrafo (ese momento casi fantasmagórico, Tolstoi viendo una película), la de Mandelstam y los grandes pintores de iconos medievales, como Andrei Rubliev, al que el propio Tarkovski dedica uno de sus primeros largometrajes. El proyecto es abrumador no solo porque es global y totalizador, sino porque es “antirromántico”. Llano da por descontado que Tarkovski no es ni un iluminado ni una “anomalía” sino un genio que brota de un cultivo de siglos y que dialoga tanto con los vivos como con los muertos.
Y estamos de suerte, porque en la constelación tarkovskiana que ha generado este libro como planeta solar han surgido un buen número de satélites memorables. Errata Naturae ha publicado Atrapad la vida, una memoria del propio Tarkovski de sus rodajes; en los próximos meses la argentina Mardulce editará Narraciones para cine, guiones literarios de Tarkovski; y Sígueme publicó hace poco más de un año los diarios de Tarkovski, Martirologio, todo un cofre del tesoro. Y más todavía: a partir del 25 de noviembre y hasta el 27 de enero se exhibe en el Círculo de Bellas Artes Zerkalo: Estudio de un sueño. Una exposición comisariada por Jose Manuel Mouriño en colaboración con el Instituto Tarkovski, sobre una de las películas más emblemáticas de Tarkovski: El espejo. Que empiece el festín.
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Autor: Rafael Llano. Título: Andrei Tarkovski: Vida y obra. Editorial: Mischkin. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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