Eduardo Mendoza figura entre el selecto puñado de narradores capaces de montar una fábula amena, diríase incluso que jocosa en demasía, que asegura una lectura placentera y a la vez de encerrar en ella una reflexión sobre la vida y la historia. Esa capacidad para narrar que lleva en los genes la aplica en El rey recibe a enhebrar una serie de peripecias, alguna un tanto loca, como suele ser frecuente en sus libros, que recorren el pasado próximo de nuestro país y del mundo occidental. El punto de partida del divertido viaje a través del tiempo se halla en los años sesenta de la anterior centuria, un plazo suficiente para que el relato adquiera la dimensión de novela histórica. Este alcance se acentúa, además, porque las peripecias no sostienen una narración neutral sino que añaden el balance de una experiencia vital que trasmite el protagonista y narrador de la novela, el periodista Rufo Batalla, quien, por cierto, a pesar de su apellido en pocas lides se implica y más bien le caracteriza una actitud pasiva; es más espectador que actor.
Ocurre, también, que el itinerario biográfico de Rufo coincide a grandes rasgos con el del propio Eduardo Mendoza en sus años mozos, aunque resulte del todo diferente en los detalles concretos. Batalla y Mendoza tienen una edad cercana (pertenecen a la generación del 68), se licenciaron en Barcelona (aquél en Lenguas Germánicas, éste en Derecho) y aquí iniciaron su actividad laboral, uno y otro se asomaron a la biblioteca básica del progresismo izquierdista con escaso fruto, ambos dirigieron una modestísima revista popular en la que hasta se inventaban en parte las entrevistas que hacían, viajaron a la Europa del Este por las fechas en que los regímenes en la órbita comunista conocieron episodios de disidencia frente a la vulgata soviética y, en fin, los dos, y este dato es el más conocido y el que llevará a un lector común a establecer un sugerido e intencionado paralelismo, se establecieron en Nueva York en fechas próximas, en el cambio de decenio de los sesenta, Batalla como empleado en la Delegación de la Cámara de Comercio de nuestra embajada y Mendoza en la ONU. De modo que Mendoza procede a revisitar su itinerario personal pero, en lugar de mostrarlo por medio de la hoy entre nosotros asendereada y ya fatigosa literatura del yo, sustituye la confesionalidad directa por un esquema vital paralelo pero imaginado. No cuenta, pues, su autobiografía sino las percepciones del testigo de una época.
Con Rufo Batalla diseña Mendoza un personaje que tiene algo que ver con otros suyos, un tipo un tanto apático que se deja llevar por las circunstancias aunque no le falta un punto reactivo frente a las circunstancias. Por un lado parece ser el sustento de una trama con tonos de farsa y por otro posee un perfil muy serio. Este juego entre ambos extremos constituye el elemento básico de la ideación global de la novela. Encontramos a Batalla, de entrada, en una situación como de vodevil. Se encarga de cubrir la información sobre la boda en Formentor del Príncipe Tadeusz Maria Clementij Tukuulo, («Bobby para los amigos»), el no coronado y exilado monarca Tadeusz I de un país báltico, Livonia, en la actualidad una república socialista, cuyo trono aspira a ocupar. El reportaje, gran exclusiva de su periodiquillo, se enmarca en una comedia de enredo y equívocos.
La situación de partida en sí misma y el antecedente de otras anécdotas en diversas obras del autor crean un horizonte de expectativas, por decirlo con jerga de la teoría literaria, que, sin embargo, no se cumple, o solo se cumple en parte, porque ya emigrado Batalla a Nueva York se suceden episodios de notable densidad, pero sin que desaparezca la figura del rey, quien vuelve a tener misteriosos encuentros con el personaje, al que tienta para que participe en su chifladura política de reinstauración monárquica. La materia noticiosa acerca de diversos aspectos de la vida en la metrópoli americana y las intrigas de Tukuulo conviven en un equilibrio inestable y apuntan a una doble realidad, una visión fantaseadora de la vida y un retrato casi testimonial de aspectos varios del mundo moderno.
Toda una línea de la trama argumental tiene un valor de documento histórico y aquí, por mediación del personaje, el atento observador de la vida en su dimensión histórica que es Eduardo Mendoza fija su atención en un hecho determinante de la modernidad, en la aparición de movimientos colectivos transversales, ajenos a las ideologías que hasta mediado el siglo pasado habían articulado el mundo; detecta un fenómeno embrionario que llega a la sociedad para quedarse y ampliarse a otros ámbitos. Me refiero al desarrollo de un feminismo militante y a la incipiente pujanza del movimiento gay. El panorama se amplía a otro fenómeno seminal, los nuevos horizontes del arte encarnados en las actitudes de un músico terrorista estético y en un repaso ecléctico a las tendencias plásticas. Y aunque, en general, la mirada literaria de Mendoza rehúye el reduccionismo sociologista, algo hay asimismo en El rey recibe de documento casi social de formas de vida modernas, lo cual se encuentra en el entorno laboral de Batalla y su sátira templada del funcionariado y, de forma muy llamativa, en el fin de semana del protagonista en Long Island, auténtico retrato familiar crítico. Tampoco falta un vistazo incisivo sobre la grisalla del franquismo.
La otra línea de la trama tiene un carácter muy distinto, y en ella la observación cede el paso a la invención. Batalla forma parte de la red conspirativa urdida por el rey, y el relato acoge varias anécdotas incrustadas en este ámbito argumental. Casi una novela independiente, en la órbita de otros escritos legendarios de Mendoza, se contiene en el excurso acerca de los orígenes de Livonia y de las correrías vikingas. Estamos ante una manifestación clara del tipo de narración libre de esclavitudes que gusta a nuestro autor. Pero tales pasajes se integran mal en el conjunto de la novela. Son episodios pegadizos, si bien resultan simpáticos y amenos, y aun un tanto instructivos, y uno los recibe con complacencia por el puro placer de la invención.
En realidad, en El rey recibe hay dos novelas, no bien suturadas, a reserva de lo que depare el porvenir de Batalla en sus siguientes peripecias. Mientras tanto, al encantador de serpientes que es Mendoza se le permite el trampantojo de una escritura desatada. (Escritura desatada, añado entre paréntesis, que se manifiesta en los encabezamientos de los pasajes con textos en varias lenguas, apócrifos o auténticos, cuya finalidad no resulta del todo clara, salvo, en algunos casos, servir de guía al contenido). Algo que, mientras a él se le acepta y celebra, sería censurado a otros narradores. Que él cultiva porque ya se ha ganado el derecho a hacerlo al haber creado una poética personal. Entre Mendoza y sus lectores se da una curiosa complicidad que nos produce a todos sus seguidores muy sabrosos momentos. Y la revalidará con este libro que se sitúa en un territorio intermedio entre sus novelas graves, aunque siempre tiznadas de humor, y sus juguetes narrativos.
La aventura americana de Rufo Batalla tiene el trasfondo de la oscura realidad social y política que impulsó su exilio —hay que insistir en que voluntario— y uno esperaría que la acción se cerrase con la muerte de Franco y el retorno a su tierra del protagonista. Pero no ocurre así. Tras una breve estancia navideña en Barcelona, concluye con el atentado que costó la vida a Carrero Blanco. Y el porvenir inmediato de Batalla se liga a un viaje a Japón al servicio del príncipe báltico. El desenlace abre unas insospechadas posibilidades porque El rey recibe es la primera entrega de una trilogía titulada «Las Tres Leyes del Movimiento» (que pueden ser cuatro libros, como los mosqueteros, según ha dicho el autor con ese humorismo tan suyo), marbete que no alude maliciosamente al Movimiento Nacional, el vago fundamento teórico de la dictadura franquista, sino a los principios de la mecánica formulados por Newton, la ley de la inercia de los cuerpos, la ley de la dinámica entre fuerza y aceleración y la ley de la acción y reacción. Las leyes newtonianas servirán de eje a la manera de alegoría.
Por ahora nos deja Mendoza en el territorio de la inercia. Qué venga después tardaremos en saberlo y quizás entonces comprendamos por qué el arranque de la trilogía se desglosa en dos narraciones paralelas y no unitarias. Algo de lo que veremos lo ha adelantado ya el autor en declaraciones periodísticas: Batalla será testigo —hasta aquí perplejo y despistado, un tanto como de turista indolente— de otros cambios en el mundo: la Transición española, la crisis del comunismo y la caída del muro de Berlín. Es decir, un programa completo de historia universal, o, al menos, occidental. Sea como fuere, seguro que prolongaremos el disfrute que ya nos ha proporcionado El rey recibe.
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Autor: Eduardo Mendoza. Título: El rey recibe. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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