Si nos piden que elijamos un buen periodista, se nos vendrían a la mente multitud de nombres en un instante, Si nos piden que elijamos un periodista bueno, no tendríamos duda y, casi con toda seguridad, todos mencionaríamos al mismo: Kapuściński. Es el periodista bueno por antonomasia en una profesión de crápulas. En mis cuatro décadas de profesión sólo he conocido a un periodista de carne y hueso que pudiera rivalizar en bondad con el polaco: el añorado Fernando Múgica.
“Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”, escribió Kapuściński en Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama). La lapidaria sentencia se ha repetido, y se repite, tanto que ha acabado por convertirse en tópico, perfecta excusa para que nadie la cumpla. Entre los muchos que la proclaman habrá pocos que hayan leído la frase dentro de su contexto, donde se descubre que no es una afirmación gratuita y que tiene su razón de ser:
“Creo que para ejercer el periodismo, ante todo hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina «empatía». Mediante la empatía, se puede comprender el carácter del propio interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás”.
La bondad como herramienta
Digamos, más crudamente, que la bondad, entendida así, es una herramienta indispensable para ejercer esta profesión, Sin bondad, sin verdadero interés por las tragedias de los demás, es muy difícil entender los dramas ajenos y poder contarlas de forma fidedigna.
Tan dados que somos a las etiquetas, deberíamos evitar la tentación de adscribir a Kapuściński a la denostada categoría de los buenistas. Buenismo, según la RAE, es la “actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”.
El periodista no era un santo y podemos acusarle, como ha hecho su compatriota Artur Domosławski en la biografía Kapuściński non fiction, de haberse fabricado su propio mito, de ser un vanidoso pagado de sí mismo, de haber amoldado la realidad a sus necesidades literarias e, incluso, de colaborar con los servicios secretos comunistas (¿Cómo si no pudo ejercer el periodismo en una dictadura comunista como la polaca?). Lo que en ningún caso podemos es acusarle de “rebajar la gravedad de los conflictos”; más bien al contrario. Si acaso, podemos achacarle “actuar con excesiva tolerancia” a la hora de dar cabida al punto de vista de todos los bandos combatientes.
“Un día más con vida”
Todo ello se puede comprobar de manera fehaciente en la que está considera como la más literaria de sus obras, Un día más con vida, ahora afortunadamente resucitada por la película del mismo título, dirigida por Raúl de la Fuente y Damian Nenow.
Mientras en España se vivía con ansiedad la eterna agonía del dictador, en el año 1975 Angola vivía una sangrienta cuenta atrás hacia la independencia de Portugal —fijada para noviembre de ese año—, sumida en una interminable guerra civil. En esos meses, Kapuściński se instala en el hotel Tívoli de Luanda, la capital, donde será testigo del convulso proceso.
El periodista es capaz de encontrar y describir esas escenas esperpénticas, y fuera de lugar, que se dan en todas las guerras. Así cuenta cómo, en esa calma nerviosa en la que se espera la llegada de los combates, los habitantes de Luanda matan las horas eternas del domingo en ese cine que proyecta una y otra vez Emmanuelle, y en el que el operador se permite el lujo de rebobinar y repetir —como en una moviola— “los momentos más picantes”.
Hay descripciones no tan pintorescas pero sí impactantes, como la del aeropuerto, en el que se ha organizado un puente aéreo para trasladar a medio millón de personas a la otra punta del mundo: “La desesperada multitud se lanza al abordaje de cada uno de los aviones y pasan horas antes de que se tome alguna decisión acerca de quién, finalmente, va a hacerse con una plaza en el avión”.
O esta otra sobre cómo se comportan esos adolescentes novatos en el campo de batalla: “El soldado bisoño… dispara a discreción, con tal de tirar mucho y sin pausa. No busca que sus balas alcancen al enemigo, lo que busca es matar su propio miedo”.
O aquella en que, increíblemente, describe con palabras el efecto del olor sobre el olfato: “Allí no tienen costumbre de enterrar a los caídos, y la entrada en cualquier zona de combate se reconoce por el hedor, inhumano, de los cuerpos en descomposición. En la putrefacta humedad de los trópicos deben de producirse algunas fases de fermentación adicionales, pues el olor es tan intenso, tan horrible, e, incluso, tan aturdidor que, a pesar de estar familiarizado con el frente, me mareaba una y otra vez y la cabeza me daba vueltas”.
Angola, “la madre negra”
El sufrimiento y Angola son inseparables. La esclavitud es una de las pesadas cargas sobre la conciencia de Occidente, a la que, aún hoy, no ha sido capaz de enfrentarse. La nación más sacrificada ha sido precisamente Angola, conocida como “la madre negra del nuevo mundo”, por la ingente cantidad de esclavos de los que proveyó América. Kapuściński no puede pasar de largo sobre esa gran vergüenza. Explica, con la sencillez que acostumbra, cómo el país ha proporcionado entre tres y cuatro millones de esclavos al mundo. Por si alguien lo considera una cifra menor, debe saber que ese era el censo total de la población del país hace un siglo. El periodista explica estremecido los detalles del olvidado holocausto negro, “cómo la gente se arrancaba los dientes o se los limaba con piedras para rebajar su valor en el mercado”.
Pero también da pistas sobre su trabajo. Esas pistas que el periodista agradece, porque le permite acceder a la liturgia laboral de los grandes. Explica cómo las nueve —la hora mágica en la que el cierre se acerca en todas las redacciones— es “el momento más importante del día”, la hora de conectar con la central, de romper por un instante el aislamiento:
“No dejé de escribir un solo día; escribía llevado por un impulso de lo más egoísta, me obligaba a romper mi parálisis y depresión internas para redactar un texto, por más breve que fuera, y a mantener la comunicación con Varsovia, que era lo único que me salvaba de la soledad y del sentimiento de abandono.”
La fascinación ante la noticia
Pocas veces se ha descrito con tanta precisión y sinceridad lo que siente el enviado a miles de kilómetros de su mundo como en Un día más con vida: “El tiempo concreto había perdido todo su significado. Hacía mucho que para mí no tenía ninguna importancia si era el día diez o el veinte, miércoles o viernes, las ocho de la mañana o las dos de la tarde. Mi vida transcurría de acontecimiento en acontecimiento, dirigiéndose de una manera difusa hacia un destino no menos difuso. Sólo sabía que debía permanecer allí hasta el final, independientemente de cuándo éste fuera a producirse y de cómo sería. Todo estaba envuelto en un misterio inescrutable que me atraía y me fascinaba”.
En los destinos a los que el periodista se desplaza también hay periódicos y periodistas que ven la realidad de forma muy distinta al enviado; al fin y al cabo, es su realidad. Recurrir a los colegas locales en busca de información siempre es provechoso: “Me he dirigido, a través de las calles desiertas, al Diario de Luanda, a ver a Queiroz, que siempre está bien informado. Tres hombres redactaban aquel periódico. De sus dieciséis páginas, Queiroz escribía ocho diariamente. Opinaba que eran demasiado pocos: para hacer un periódico se necesitaban cinco personas. Me ha enseñado los titulares que había enviado a la imprenta: ¡Todos al frente! ¡Ha llegado la hora de la verdad! ¡No cederemos ni un palmo de terreno”.
Kapuściński describe con precisión esos escasísimos momentos en los que el enviado alcanza el éxtasis, la satisfacción del deber cumplido tras una arriesgada expedición al campo de batalla: “Todos estamos contentos, porque hemos visto el frente, tenemos una película y fotos, y seguimos vivos.”
Como enviado veterano, no puede resistir la tentación de ridiculizar a los novatos que acaban de llegar y se ven obligados a enviar a sus redacciones lo que sea, para justificar la ingente inversión que los periódicos han hecho. “¡Qué historias tan extraordinarias publica la prensa internacional! He leído muchas crónicas enviadas desde Luanda aquellos días. Y no he podido menos que admirar la fecundidad de la fantasía humana”.
¿Para qué sirve el periodismo?
Es fácil que el periodista caiga en el desánimo al ver la nula trascendencia de su trabajo, y entonces Kapuściński se hace humano y clama en el desierto contra la indiferencia. “El mundo contempla el gran espectáculo de lucha y muerte, cosas que le resultan difíciles de imaginar, porque la imagen de la guerra es intransferible. No se puede transmitir ni con la pluma, ni con la voz, ni con la cámara. La guerra es una realidad solo para aquellos que están apresados en su interior, sangriento, sucio y repugnante. Para otros no es sino una página de un libro o unas imágenes en una pantalla; nada más”.
El gran valor del periodismo de Kapuściński, si hubiera que quedarse con uno, es el de contar los grandes avatares históricos a través de personas corrientes, con nombres propios, como la limpiadora del hotel, un anciano comerciante de diamantes, un andrajoso piloto temerario… No es una guerra de líderes, ni de colectividades, ni de multitudes que hacen historia con sus movimientos acompasados, es una guerra de individuos concretos, intrascendentes, que sólo luchan por continuar con su vida corriente, por grandes que sean las amenazas,
Conocer esas personas, empaparse de sus temores, compartir sus existencias, eso es lo que convierte a un corresponsal en buena persona y buen periodista, “Considero —concluye Kapuściński— que no debo escribir sobre personas con las cuales no haya vivido, aunque solo fuera una pequeña parte, lo mismo que viven ellas”.
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