Dionisos fue uno de los últimos dioses en ser incorporado al panteón olímpico. Su integración no fue fácil y tardó en ser venerado como una de las divinidades principales.
Antes de estudiar a fondo una personalidad tan poliédrica, conviene matizar algunos errores sobre cómo llamarlo. Los griegos lo llamaban Dionisos, que en español evoluciona a Dioniso. El término dionisio hay que aplicárselo al devoto del dios, no al dios mismo. Sería algo equivalente a llamar cristiano a Cristo. Los romanos lo denominaban Bacchus a partir del sobrenombre Bakjos que también le dieron los helenos. De ahí viene el Baco con el que es generalmente conocido en nuestra cultura.
De su nacimiento nos dan noticia el griego Luciano de Samósata en su Diálogos de los dioses y, sobre todo, el inmenso poeta romano Publio Ovidio Nasón en Las Metamorfosis, que recoge más de 250 mitos y fue usado como libro de cabecera ni más ni menos que por Tiziano, Rubens o Velázquez para inspirarse en sus pinturas mitológicas; o por Monteverdi, Haendel o Gluck en la composición de algunas de sus óperas.
Ovidio nos cuenta en el Libro III del poema antes citado que Baco desciende de a mortal Sémele y de una aventura extramatrimonial del rijoso Júpiter, soberano de los dioses, el Zeus de los griegos. Sémele era hija de Cadmo, hermano de Europa, quien fundaría la beocia Tebas en la búsqueda de su hermana tras ser raptada por el mismo Júpiter, metamorfoseado en un hermoso toro blanco. Tebas —donde, andando los tiempos, nacerán también Edipo y su saga, amén del héroe Hércules— será, pues, escenario de los amores de Sémele con el rey de dioses.
Juno, la Hera helena, hermana y esposa de Júpiter y diosa protectora del matrimonio, arde de celos al descubrir los amoríos de su cónyuge, que tiene preñada a su querida de siete meses. Se autoconvence de que nada va a ganar cubriendo de reproches a su lujurioso consorte, por lo que se conjura para atacar a la amante y tomar en ella venganza de la cornamenta con la que ha sido coronada.
¡Está preñada! ¡Es lo que faltaba! En su abultado vientre lleva
manifiesta su culpa y quiere ser madre- algo que apenas me ha sucedido a mí-
por obra sólo de Júpiter; tan grande es la confianza en su belleza.
Haré que le defraude. No soy hija de Saturno si no penetra
ella en las ondas estigias sumergida por el propio Júpiter.
(Traducción de Antonio Ramírez de Verger y Fernando Navarro para Alianza Editorial)
Presta a acabar con su rival, la diosa se presenta ante ésta tomando el aspecto de su anciana nodriza Béroe. Tras una larga charla, ambas abordan el tema de Júpiter. Juno-Béroe ladinamente pone en duda que el fulano que se acuesta con la joven sea quien dice ser:
Ojalá sea Júpiter, pero todo me da miedo. Muchos bajo el nombre
de dioses penetraron en castas alcobas. Pero no basta
con ser Júpiter; que te dé una prueba de su amor,
si es realmente él.
La incauta pica el anzuelo. Juno la ha convencido de que, cuando su galán vuelva a presentarse en su cuarto, le arranque la promesa de que se mostrará ante ella tal y como lo hace ante su legítima en el momento de hacerle el amor.
Al cabo acude a la alcoba Júpiter, inflamado de pasión. Su amante se hace la remolona, melindrosa, hasta que le arranca que le otorgará el don que ella le pida, sin especificar a qué se refiere. El Crónida, ansioso por gozar de sus encantos en el tálamo, accede a complacerla jurando por la Estigia, el juramento más sagrado y terrible a la vez, pues encadena en su cumplimiento a quien lo ha pronunciado, sin remisión.
Sémele, victoriosa, pide que su enamorado se presente ante ella tal y como lo hace ante su esposa cuando ambos sucumben a las artes de Venus. Júpiter, aterrado ante la insensatez, intenta taparle la boca para que no termine de formular su deseo. En vano.
Parece ser que a los monarcas del Olimpo les iba la marcha sado a la hora de la santa coyunda: Júpiter se ponía a lanzar truenos, vientos y lluvias, amén de un rayo en el momento supremo, en medio de sus lances amorosos con su parienta, que, inmortal como era, saldría algo chamuscada, mas viva.
Aherrojado por el juramento, el dios asciende al éter arrastrando tras de sí lluvias, relámpagos, vientos y truenos —supongo que también alguna centella— y, cual orgasmo culminante, lanza a su concubina un rayo, no el más terrible del que contaba en su arsenal, sino el más liviano. Aun así, Sémele perece socarrada:
El cuerpo mortal no soportó
la tempestad celestial y ardió con el presente amoroso.
Júpiter, compungido, le practica una cesárea postmortem, extrae el feto y se lo introduce en su propio muslo, cosiéndose la cicatriz con un primor que el mismo Esculapio, dios de la medicina, envidiaría. Cumplido el período de gestación, vuelve a abrir su muslo cuando estaba en el monte Pramnos, cima de la isla de Icaria, y extrae a Dionisos, el dos veces nacido.
Hesíodo nos relata en su Teogonía que “La Cadmeide Sémele concibió a un hijo esplendoroso, Dioniso el dispensador de la alegría, un inmortal siendo ella mortal”.
Una cerámica griega y un relieve de época romana ilustran el momento del nacimiento. Gabriel Alonso, artista ceutí afincado en Valencia, tiene una serie de obras inspiradas en la obra de Ovidio arriba citada, agrupadas en una exposición a la que llamó Metamorfosis XXI. Aborda tanto en dos de ellas la coyunda de Júpiter con Sémele como el nacimiento segundo de Baco en un tercer cuadro.
Sémele (2012). Óleo / lienzo. 146 x 114 cm.
Sémele y Júpiter (Acuarela) 50 x 20 cm.
El nacimiento de Baco (2012).Óleo /lienzo. 100 x 65 cm.
Artistas como Rubens, Sebastiano Ricci o el simbolista Gustave Moreau abordan el instante en el que Júpiter se muestra en toda su majestad amatoria ante Sémele. La obra de este último es digna de una detallada contemplación dada la carga de elementos simbólicos que oculta.
En el campo musical el galo Marin Marais compuso en 1709 una ópera sobre la temática llamada Sémélé. Lo mismo haría el británico Haendel en 1744 con su ópera u oratorio Sémele.
Zeus encomienda el recién nacido a su tía materna Ino para que lo críe a escondidas de la soberana del Olimpo. Ino lo disfrazó de niña, a fin que pasara más inadvertido, pero, aun bajo este disfraz, la vengativa Hera-Juno lo descubrió y enloqueció a sus tíos maternos, que dieron muerte a sus propios hijos en su demencia. Los dioses oceánicos se apiadarían de la mísera Ino, al recuperar la cordura y ser consciente de su terrible filicidio, y la convertirían en una de ellos, en una nereida, que se encargará de proteger a los navegantes ahora como Leucótea.
Con la intención de ponerlo a salvo de nuevo, Zeus encomienda a Dionisos a su hijo Hermes, mensajero de los dioses y compinche de su padre en alguna que otra aventura, con el mandato de que lo traslade al monte Nisa, en los confines orientales del mundo griego, pasado el mismo Egipto. Allí será criado por las ninfas de esa montaña.
El museo arqueológico de Olimpia exhibe la que se cree única obra original conservada —las demás a él atribuidas serían copias romanas— salida del cincel de Praxíteles, genio del segundo clasicismo de la escultura griega, junto con Lisipo y Escopas. Nos referimos a Hermes con Dionisos niño, hallada precisamente entre las ruinas del templo de Hera de la polis donde nacieron las Olimpíadas. Disfrutar de esta obra maestra merece por sí solo el desplazarse a este rincón de la península del Peloponeso.
En el monte Nisa, cabe los límites del mundo conocido, será, pues, donde el dios pase sus primeros años, oculto de la vengativa mirada de Hera. Tras este mito se oculta, tal vez, que Dionisos no era una divinidad primigeniamente griega, sino que pudo llegar a través de la vecina Tracia o desde la asiática Anatolia. El mismo Heródoto, padre de la historia, consciente de esta circunstancia, refiere:
“así es, la historia griega cuenta que tan pronto nació Dioniso, Zeus lo llevó a Nisa, en Etiopía, allende Egipto, y como con Pan, los griegos no saben qué fue de él tras su nacimiento. Resulta por tanto claro para mí que los griegos aprendieron los nombres de estos dos dioses más tarde que los nombres de todos los otros, y sitúan el nacimiento de ambos en el momento en que los conocieron”.
La infancia de Baco transcurre en estos remotos lugares acompañado desde la cuna por un cortejo de sátiros, faunos y centauros, atendido por las ninfas Nisíades. Pintores como los que siguen recogen con sus pinceles sus primeros años en un ambiente bucólico: Pousin, J. V. Ranvier o Manuel Benedito Vives. El más conocido es W.A. Bouguerau, con su bellísima La Jeunesse de Bacchus, en el que vemos entre los miembros de su cortejo o thiasos a Sileno, padre de los sátiros, montado en un burro en evidente estado de embriaguez.
Será en uno de estos días pueriles cuando el dios invente lo que helenos y latinos considerarán su mayor aportación a la humanidad: el vino. Al final de una tórrida tarde de otoño, Dioniso y su compinche, el sátiro Ámpelos, llegan exhaustos y muertos de sed a una de las cuevas donde pernoctaban. El río y los manantiales les quedaban lejos. Apremiados por una acuciante sed, revuelven todos los enseres de la cueva en busca de algo con lo que calmarla.
Semanas atrás habían dejado olvidado en el fondo de una vasija un lustroso racimo de uvas. Éste había destilado un néctar de color violáceo, de un olor muy apetecible. El niño dios bebió al principio con cierta cautela, cautela pronto abandonada al paladear el elixir y notar los efectos que éste producía en su organismo: no sólo desaparecía la sed, sino que un ardor que melificaba el espíritu se apoderaba de sus entrañas. Sus sentidos parecían avivarse: el sol resultaba más radiante; su luz, tamizada por el follaje de la arboleda, estallaba en una sinfonía de colores; los trinos de los pájaros y el rumor del viento en la floresta eclipsaban la mejor de las músicas salidas de la lira del mismo Apolo.
Baco, exultante con su descubrimiento, lo comparte con Ámpelos (“cepa de vid”), del que estaba también enamorado. Ambos, divinamente achispados, deciden comunicarlo al resto de sus congéneres. Nace así la viticultura. Dioniso adopta la parra como uno de sus atributos y desde entonces aparecerá coronado con hojas de vid.
Marco sonoro ideal a estas andanzas se lo puede poner Claude Debussy con su poema sinfónico Preludio a la siesta de un fauno, convertido, en 1912, en ballet para los ballets rusos por Nijinski. Máxime si lo podemos disfrutar a través de la coreografía que ideó Nureyev.
Lo remoto de su escondite no lo salva de la ira de Juno, que acabará descubriéndolo y sembrará en su alma la locura. Demente, recorre Egipto, Siria y Frigia, en la que la diosa Cibeles lo purifica y lo sana de su insania, a la vez que lo introduce en los misterios orgiásticos y le proporciona los materiales para celebrarlos, según Ruiz de Elvira en su imprescindible Mitología Clásica (Editorial Gredos): flauta, tambor, platillos, castañuelas y el tirso, un bastón trenzado con hiedra y coronado por una piña.
El dios decide extender su culto en forma de orgías y el cultivo de la vid por todo el mundo conocido. Organiza un thiasos, un cortejo, formado por sátiros, faunos y centauros, al que se unen las ménades o bacantes, mujeres que participan en éxtasis en las ceremonias orgiásticas. Dioniso es transportado en un carro tirado por panteras o leopardos y acompañado de toros (sus tres animales totémicos). Otros autores hacen que sean linces los que tiren del carro. De esta guisa describe Ovidio su cortejo:
tú oprimes ambas cervices, engalanadas con riendas
de colores, de los linces de tu carro; Bacantes y Sátiros
te siguen, y el viejo borracho (Sileno) que se apoya tambaleante
en su bastón y apenas se mantiene a lomos de su asno.
Por donde vas, se produce un clamor juvenil, al tiempo que
suenan voces femeninas, tambores golpeados con las manos,
cóncavos bronces y las flautas de boj de largos agujeros.
Henry Wadsworth Longfellow, en su Drinking Song, describe a su vez el cortejo de Bacchus:
Fauns with youthful Bacchus follow;
Ivy crowns that brow, supernal
As the forehead of Apollo,
And possessing youth eternal.
«Round about him fair Bacchantes,
Bearing cymbals, flutes and thyrses,
Wild from Naxian groves of Zante’s
El thiasos emprende en primer lugar la evangelización de la India. “Tú has vencido a Oriente hasta donde la morena India es bañada por el lejano Ganjes”, canta Ovidio. Tras la conquista del Asia Menor retorna triunfante a Europa. Se fija como prioridad la evangelización de la Hélade. Será allí donde encuentre feroz resistencia en algunos enclaves. Resistencia que será castigada por el dios, implacable.
En el Museo Arqueológico Nacional se muestra un excepcional mosaico hallado en Zaragoza, la antigua Caesar Augusta. Se llama El Triunfo de Baco. En él aparece Baco, coronado por una corona de hojas de parra o de hiedra, en el centro de una biga tirada por un par de tigresas y empuñando el tirso. Lo flanquean una victoria, también coronada, que simboliza el triunfo del dios en su empeño de evangelizar el orbe, y un sátiro en el que se ha querido ver a Ámpelos.
Muestras de la oposición que halló a ser aceptado como una divinidad más las tenemos en los casos de Licurgo, Penteo, Orfeo y los piratas tirrenos. Licurgo era rey de Tracia y prohibió las ceremonias dionisíacas, llegando a encarcelar a las ménades. Dionisos consiguió liberarlas y tomó cumplida venganza del monarca haciéndolo enloquecer y dar muerte con un hacha a su propio hijo, al pensar que era un sarmiento de vid, cosa que odiaba por ser la planta consagrada al dios extranjero.
Fuente fundamental para conocer lo que aconteció a Penteo son Las Bacantes o Las Báquides, obra póstuma de Eurípides, el último de los tres grandes trágicos de la edad de oro de la literatura ateniense, junto a Esquilo y Sófocles. Dioniso ha llegado a Tebas, su patria materna. En ella gobierna su primo Penteo, hijo de Ágave, hermana de Sémele y tía, por tanto, del dios. Como consejeros, Penteo cuenta con Cadmo, abuelo suyo y de Dionisos, y con el adivino Tiresias —que debió de vivir más años que Matusalén, pues lo volvemos a ver aconsejando a Edipo, tataranieto de Penteo, a pesar de que ya en estos momentos era de provecta edad—.
El dios ha arribado a la polis cadmea con apariencia mortal. Dado que sus tías maternas negaban que él fuera hijo de Zeus, las ha castigado enajenando su espíritu y convirtiéndolas en unas de sus bacantes. A ellas y a todas las mujeres de Tebas, que vagan en éxtasis y en comunión con el dios participando en los ritos orgiásticos y aullando Evohé, el grito báquico por antonomasia. Dionisos manifiesta en el prólogo su propósito.
Voy a demostrarle que soy, desde mi nacimiento, un dios, a él (Penteo) y a los tebanos todos. Luego, después de poner en orden lo de acá, hacia otra tierra dirigiré mi paso, en mi epifanía. Mas si la ciudad de Tebas intenta con furia rechazar a las bacantes del monte, congregaré a las ménades para conducirlas como un ejército.
(Traducción de Calvo, García Gual y De Cuenca para la Biblioteca Gredos)
Cadmo y Tiresias, dos ancianos, salen de sus mansiones coronados de hiedra y vestidos de bacantes con la finalidad de unirse a los ritos, sin importarles ser ellos los únicos varones ni avergonzarse de ponerse a danzar con las ménades.
Así los encuentra Penteo, que declara que, escandalizado por el comportamiento de las bacantes —entre las que están las tebanas—, ha mandado apresarlas y tiene en prisión a gran número de ellas. Amenaza con prender también al extranjero que se ha apoderado de su mente y ejecutarlo por creerse un dios. Repara entonces en que su abuelo y Tiresias van vestidos de ménades y los increpa sañudamente. Tiresias no se arredra y defiende la divinidad de Dionisos y el don que aportó a la humanidad: el vino.
Éste calma el pesar de los apurados mortales, apenas se sacian del zumo de la vid, y les ofrece el sueño y el olvido de los males cotidianos. ¡No hay otra medicina para las penas! Él, que ha nacido para ser dios, se ofrece a los dioses en las libaciones, de modo que por su mediación obtienen los hombres los bienes.
Penteo desprecia los consejos de los ancianos. Aparecen unos guardianes trayendo al dios preso y declarando que las bacantes que estaban en prisión han sido liberadas de manera prodigiosa y triscan libres de nuevo por los montes. Dioniso se hace pasar por un simple devoto de la divinidad y amenaza al rey si sigue empecinado en perseguir a su señor y a sus fieles. Penteo manda encadenarlo en la cuadra de los animales.
Baco se libera de los grilletes sin dificultad e invoca a sus ménades para tomar cumplida venganza de la afrenta del rey. Antes ha provocado un terremoto que ha arrasado el palacio real. Ante él acude Penteo, que se asombra de que haya conseguido librarse de las cadenas y no haya aprovechado para huir de la ciudad.
Eurípides introduce un mensajero que relata cómo él y sus colegas de pastoreo intentaron apresar a las bacantes, encabezadas por Ágave y sus hermanas, pero éstas se rebelaron poseídas por el dios, descuartizaron con sus manos a varios terneros y arrasaron una aldea, inmunes a las armas de los lugareños.
cuadra de los animales.
Penteo ordena armar un ejército para acabar con las orgiásticas y no hace caso cuando Dioniso intenta disuadirlo diciendo que de nada servirán las armas y que el dios tomará venganza si se sienten atacados. El rey persiste en su empeño. Su primo lo convence para vestirse con los ropajes femeninos de una ménade: él mismo lo acompañará para que pueda espiar a sus enemigas antes de que sean apresadas.
Al penetrar Penteo en palacio para vestirse con ropajes femeninos, Dioniso desvela que su propósito es humillarlo cuando la ciudad lo vea vestido de mujer y acabar con él, siendo su madre Ágave la que le dé el golpe de gracia.
Conocerá al hijo de Zeus, a Dioniso, que es un dios por naturaleza en todo su rigor, el más terrible y el más amable para los humanos.
El dios conduce al monarca hasta un soto y lo hace subir a un alto abeto al mismo tiempo que llama la atención de sus bacantes. Éstas lo descubren, consiguen desarraigar el árbol con sus propias manos y descuartizan al joven confundiéndolo con un fiero león. Todo esto lo relata un mensajero, pues Eurípides también cumple la regla de que el espectador no sea testigo directo de derramamientos de sangre.
El público debía de quedar sobrecogido al ver entrar en escena a Ágave, aún poseída por la locura báquica, llevando en sus manos la cabeza de su hijo pensando que era la del león al que habían dado muerte. Vesania de la que es hecha volver por su padre Cadmo, que llora la desgracia caída de nuevo sobre su casa, aunque la considera justa porque los suyos han negado la divinidad de Dionisos, nacido precisamente de su sangre. El dios, revestido de todos sus atributos divinos ya, aparece desde el theologeion, la tribuna elevada a la que se hacía subir a los actores que encarnaban a una deidad. Desde allí profetiza que Cadmo y su esposa Harmonía deberán exiliarse: él acabará metamorfoseado en dragón y ella en serpiente. Decreta también el destierro para Ágave y sus hermanas por haberse atrevido a negar su divinidad.
El compositor alemán Hans Werner Henze idea una ópera sobre la misma temática llamada también Las Bacantes.
En otra de su aventuras propagando su culto, Baco es apresado por unos piratas a los que convierte en delfines por su impiedad. John Milton alude a este pasaje en su Comus:
«Bacchus that first from out the purple grapes
Crushed the sweet poison of misused wine,
After the Tuscan mariners transformed,
Coasting the Tyrrhene shore as the winds listed
On Circe’s island fell; (who knows not Circe,
The daughter of the Sun? whose charmed cup
Whoever tasted lost his upright shape,
And downward fen into a grovelling swine.)»
Ovidio nos relata en el libro XI de su Metamorfosis la muerte de Orfeo, el músico por excelencia, a manos de una caterva de ménades. Orfeo, que había bajado al Averno a recuperar a su esposa muerta, Eurídice, pero había fracasado en su empeño, había perdido las ganas de vivir y vagaba por bosques y peñas. Las bacantes se presentan ante él y lo invitan a unirse a sus ritos. El músico se niega con vehemencia y ellas se vengan lapidándolo y desmembrándolo. Así canta el poeta su muerte:
A ti, Orfeo, te lloraron las aves, apenadas, a ti el tropel
de las fieras, a ti las duras peñas y las selvas que tantas veces
fueron tras tus cantos; caídas sus hojas y podada su fronda,
el árbol vistió luto por ti; hasta los ríos, dicen,
crecieron con sus propias lágrimas.
El alma del vate consigue, no obstante, reencontrarse con la de su esposa en el Hades, en el cual serán, al fin, felices. Baco, por su parte, castiga a las ménades asesinas convirtiéndolas en árboles y arbustos.
Philippe Bin y Émile Lévy dedicaron sendos cuadros al tema. La contemplación del último inspiró estos versos:
Hay muchas imágenes de este motivo.
Pero lo que nos conmueve del cuadro de Lévy
no es la violencia de las Bacantes,
ni las alimañas que muerden a Orfeo,
sino el negro abismo de desesperanza
en el que se sumergen sus ojos,
y en los que casi podemos ver
el último cabello de Eurídice
antes de perderse entre la niebla.
José A. Oliver
El polígrafo británico Thomas Bulfinch redactó en 1855 su imprescindible Bulfinch’s Mythology: The Age of Fable or Stories of Gods and Heroes, en la que recopila la pervivencia de la mitología grecolatina en la literatura británica. A él acudiremos para entresacar algunos ejemplos. Así, la historia de la muerte de Orfeo, tras la desolación que lo arrasa después de haber perdido definitivamente a Eurídice, nos la versifica Alexander Pope en su Ode for St. Cecilia’s Day.
«But soon, too soon the lover turns his eyes;
Again she falls, again she dies, she dies!
How wilt thou now the fatal sisters move?
No crime was thine, if ‘tis no crime to love.
Now under hanging mountains,
Beside the falls of fountains,
Or where Hebrus wanders,
Rolling in meanders,
All alone,
He makes his moan,
And calls her ghost,
For ever, ever, ever lost!
Now with furies surrounded,
Despairing, confounded,
He trembles, he glows,
Amidst Rhodope’s snows.
See, wild as the winds o’er the desert he flies;
Hark! Haemus resounds with the Bacchanals’ cries.
Ah, see, he dies!
Yet even in death Eurydice he sung,
Eurydice still trembled on his tongue:
Eurydice the woods
Eurydice the floods
Eurydice the rocks and hollow mountains rung.»
.
Pero pronto, demasiado pronto el amante vuelve sus ojos;
otra vez ella cae, otra vez ella muere ,¡ella muere!
¿Cómo conmoverás ahora a las fatales hermanas?
Ninguno fue tu crimen, a no ser que sea un crimen amar.
Ahora bajo colgantes montañas,
más allá de las cascadas de los manantiales,
o por donde Hebro yerra,
remolineando en sus meandros,
totalmente solo,
él lanza su lamento,
y llama de ella al fantasma,
¡Para siempre, siempre, siempre perdida!
Ahora de furias rodeado,
desesperado, confundido,
él se estremece de frío, él se derrite de calor
entre las nieves del Ródope.
Mirad, salvaje como los vientos en el desierto él vuela;
¡Escuchad! El Hemo retumba con los gritos de las Bacantes.
¡Ah, mirad, él muere!
Aun así, incluso en su muerte «Eurídice» cantó él,
«Eurídice aún se estremecía en sus labios
«Eurídice, los bosques
«Euridice, los torrentes
«Eurídice» las rocas y las huecas montañas retumbaron.
Versos de Pope inspirados, sin duda, en el siguiente pasaje de Virgilio:
tum quoque marmorea caput a ceruice reuulsum
gurgite cum medio portans Oeagrius Hebrus
uolueret, Eurydicen uox ipsa et frigida lingua,
a miseram Eurydicen! anima fugiente uocabat:
Eurydicen toto referebant flumine ripae!
(Georg. IV 523-527).
Y aun cuando ya el Hebro eagrio arrastraba entre sus ondas su cabeza, arrancada del alabastrino cuello, todavía su voz, todavía su helada lengua iba clamando con desfallecido aliento: ¡Oh Eurídice, oh mísera Eurídice!, y ¡Eurídice, Eurídice! repetían en toda su extensión las márgenes del río.
Llevado por su empeño evangelizador, el dios arriba a la isla de Naxos, en la que halla a Ariadna. Ésta era hija de Minos y de Pasífae, reyes de Creta, y hermana por parte de madre del minotauro, el monstruo engendrado por Pasífae con un toro para castigar a Minos por haber ofendido a Poseidón. Ariadna ayudó a Teseo, príncipe de Atenas, a dar muerte a la bestia y huyó con él, pero su amante no dudó en dejarla abandonada en Naxos cuando pararon a hacer aguada. En Naxos, cuando ya había perdido toda esperanza, la encuentra Baco y cae prendado de ella, convirtiéndola en su esposa. Juntos continuarán la misión de difundir los ritos dionisíacos.
Catulo le dedica al rema un extenso poema, el LXIV, del cual extraemos algunos versos como botón de muestra:
Pues, de sonante oleaje en el litoral de Día, escudriñando,
a Teseo marchar con su veloz armada mira,
indómitos furores en su corazón llevando, Ariadna,
y no todavía ella, lo que contempla, que contempla cree:
como que ella, del falaz sueño entonces sólo despierta,
abandonada, a sí misma, triste, se discierne en la sola arena.
Mas el desmemoriado joven huyendo pulsa los vados a remos,
incumplidas dejando sus promesas a las ventosas tormentas.
A él, lejos, desde el alga, con afligidos ojillos la Minoide,
pétrea, como la efigie de una bacante, escudriña, ay,
escudriña, y en las grandes olas de las angustias fluctúa,
sin retener en su flava cabeza la sutil mitra,
sin proteger velado su pecho con su leve atuendo,
sin ligar con la torneada faja de leche sus pechos,
lo cual todo, resbalado de entero su cuerpo por doquier,
de ella ante los pies, con los flujos de sal jugaban.
Pero ni entonces de la mitra, ni entonces de la suerte de su fluente
atuendo ella curando, con todo su pecho de ti, Teseo,
con todo su ánimo, con toda pendía, perdida ella, su mente.
Ah triste, a quien con asiduos lutos consternó
Ericina, espinosas angustias sembrando en su pecho,
–
Ay quien tristemente causas con despiadado corazón furores,
santo muchacho, con las angustias de los hombres quien gozos mezclas,
–
A menudo que ella, se cuenta, con ardiente corazón enfurecida,
clarísonas voces vertió desde lo más hondo de su pecho,
y que entonces triste ascendía a abruptos montes,
de donde su mirada del piélago al vasto hervor tendiera;
que, entonces, de la trémula sal corría hacia las contrarias ondas,
sus blandos ropajes levantando de su desnudada corva,
y que estas cosas en sus extremas quejas afligida decía,
frigidillos sollozos de su mojado rostro suscitando:
“¿Cómo es que así a mí, de las patrias aras lejos, pérfido, llevada,
pérfido, en un desierto litoral me dejaste, Teseo?
¿Cómo es que así partiendo, despreciado el numen de los divinos,
ah desmemoriado, sacrílegos perjurios a tu casa portas?
¿Es que ninguna cosa pudo de tu cruelmente doblegar
el consejo? ¿Para ti ninguna hubo clemencia presente,
para que tu despiadado pecho de nos quisiera condolerse?
Mas no estas, un día, blandas promesas me diste
con tu voz a mí, no esto a mí, triste, esperar me mandabas,
sino matrimonios alegres, sino optados himeneos,
lo cual todo, aéreos, desgarran incumplido los vientos.
Ahora ya ninguna mujer a un hombre que jura crea,
ninguna de un hombre espere que los discursos sean fieles;
quienes, mientras algo su deseoso ánimo anhela obtener,
nada temen jurar, nada prometer perdonan;
pero una vez que de su deseosa mente saciada la libido ha sido
sus dichos nada temen, nada de sus perjurios curan.
Ciertamente yo a ti, en medio hallándote del torbellino de la muerte
de él te arranqué, y mejor a mi hermano perder resolví
que a ti, falaz, en ese supremo tiempo faltarte.
En vez de lo cual, para ser desgarrada por las fieras dada seré, y por las aves
como presa, y no seré sepultada, muerta, sobre mí echada tierra.
¿Qué leona a ti te engendró bajo una sola peña,
qué mar, concebido, a las espumantes ondas te escupió,
qué Sirte, qué Escila rapaz, qué vasta Caribdis,
quien tales premios devuelves por la dulce vida?
Si para ti de corazón no habían sido los matrimonios nuestros,
porque te aterraban los preceptos de tu antiguo padre,
aún y así, pudiste a vuestras sedes conducirme,
quien a ti con gozoso esfuerzo te sirviera como esclava
tus cándidas plantas acariciando con claras linfas,
o con purpúrea veste cubriendo el lecho tuyo.
Pero ¿por qué yo a las ignorantes auras para nada me queje,
consternada por este mal, que de ningunos sentidos dotadas,
ni emitidas oírlas pueden, ni devolverme, palabras?
Pues él casi ya en mitad de las ondas se halla
y ningún mortal comparece en esta vacía alga.
–
Por ello, las que los hechos de los hombres multáis con vengador castigo,
Euménides, cuya frente, ceñida de serpentino
cabello, delante porta de vuestro espirante pecho las iras,
aquí, aquí advenid y las quejas escuchad mías.
las que a mí, ah triste, de mis extremas médulas a proferir
se me obliga, desvalida, ardiente, de amente furor ciega,
las cuales, puesto que verdaderas nacen de mi pecho más hondo,
vosotras no queráis sufrir que el luto se desvanezca nuestro,
sino que con la misma mente que sola Teseo a mí me abandonó,
con tal mente, diosas, se manche de muerte a sí y a los suyos.”
–
Mas, por parte otra, floreciente, volaba Yaco
con su tiaso de Sátiros y nisigenos Silenos,
a ti buscándote, Ariadna, por el amor encendido tuyo.
Las cuales entonces, alegres, por doquier con ebria mente deliraban,
el evohé báquico gritando, evohé sus cabezas girando.
De ellas parte, de cubierta cúspide, agitaban tirsos,
parte de un despedazado novillo lanzaban los miembros,
parte con tortuosas serpientes a sí propias se ceñían,
parte oscuras orgias concurrían con cóncavas cestas,
orgias que en vano desean oír los profanos;
plañían otras con eminentes palmas los tímpanos,
o del torneado bronce su tenue tintineo sacaban;
para muchas roncos bombos exhalaban los cuernos
y la bárbara tibia chirriaba con un horrible canto.
En la Heroida X (Heroidas), Ovidio pone en boca de Ariadna, en forma de una carta despechada, el dolor que siente al ser abandonada por su amante, por el cual ha traicionado a su familia, a su patria.
La figura de Ariadna ha inspirado a infinidad de artistas de todas las artes plásticas, pero también a grandes compositores de la música. Así, Claudio Monteverdi compuso en 1608 una ópera, Arianna, de la que por desgracia sólo nos queda un madrigal: Il lamento d’Arianna. Lo mismo harán a su tiempo Haendel, Haydn con su cantata Ariadna en Naxos o Richard Strauss con la ópera llamada también Ariadna en Naxos. Parodia genial del abandono de Ariadna por Teseo nos lo regalan Los Luthiers con su El beso de Ariadna.
El Museo Arqueológico de Sevilla atesora un espectacular mosaico romano del siglo III d. C. hallado en Écija: Triunfo de Baco. En él contemplamos a Ariadna con el torso desnudo, que apoya su brazo sobre el hombro de su esposo, vestido con una clámide, mientras lleva las riendas de una biga tirada por tigres. Un sátiro los escolta a pie.
Por su parte, en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida se expone otro mosaico con la misma temática: Mosaico de Baco y Ariadna. No lo parece por la técnica de los artistas, pero sólo es un siglo posterior al de Sevilla. Ejemplo de que el arte está entrando en decadencia tras la caída del Imperio Romano y las invasiones bárbaras. En él podemos disfrutar de la escena en la que el dios Pan desnuda a Ariadna para que Baco, vestido con túnica y toga, pueda admirar su belleza. Un sátiro y una especie de leopardo dan color al momento.
Como regalo de boda, Dioniso le ofrenda a su esposa una fastuosa diadema de oro labrada en su legendaria fragua por el mismo Hefesto, el dios artesano. Dada la belleza de ésta, será convertida a posteriori en una constelación.
El poeta Edmund Spenser alude a la diadema de Ariadna, aunque comete algunos errores mitológicos y dice que Ariadna ciñó ésta en su boda con Teseo, no con Baco, que fue quien se la regaló en verdad. Introduce también a los centauros y lapitas en unas nupcias que no fueron las suyas, sino las de Pirítoo.
«Look how the crown which Ariadne wore
Upon her ivory forehead that same day
That Theseus her unto his bridal bore,
Then the bold Centaurs made that bloody fray
With the fierce Lapiths which did them dismay;
Being now placed in the firmament,
Through the bright heaven doth her beams display,
And is unto the stars an ornament,
Which round about her move in order excellent.»
Tras haber completado su epifanía, Dioniso consigue ser admitido como uno más de los dioses principales del panteón olímpico. Antes descenderá al Hades a rescatar a su madre Sémele, a la que se llevará con él al Olimpo y divinizará con el nombre de Tione.
Ya en el Olimpo, Dionisos se convierte en el dios de la exuberancia de la naturaleza, de la viña, de la embriaguez y del éxtasis y entusiasmo —que significa etimológicamente algo así como meterse en un dios, entrar en comunión con la divinidad— que ésta provoca.
A él también se le atribuye la invención del teatro. Los primeros coros estaban formados por actores disfrazados de sátiros, que se teñían las caras a modo de primitivas máscaras, con los hollejos que quedaban tras prensar las uvas. De hecho, en Atenas se celebraban dos festivales —las Dionisias Rurales y las Dionisias Urbanas o Grandes Dionisias— dedicados a él, en los que los mejores tragediógrafos y comediógrafos se batían para hacerse con la corona del triunfador.
Dioniso o Baco han sido muy queridos por los autores plásticos y literatos. Infinidad de cerámicas griegas, las representaciones más antiguas, nos lo muestran como un hombre barbado sosteniendo alguno de sus atributos, acompañado de sátiros o ménades.
Las fuentes clásicas nos refieren que es dueño de una turbadora beldad andrógina. El mismo Eurípides nos lo describe en boca de Penteo:
Dicen que ha venido un cierto extranjero, un mago, un encantador, (…), que lleva una melena larga y perfumada de bucles rubios, de rostro lascivo, con los atractivos de Afrodita en sus ojos.
Desde luego que de cuerpo no eres feo, extranjero, como para las mujeres… Veo que tu melena está desplegada, ¡no por el ejercicio de la palestra!, derramada al borde de tus mejillas, llena de atractivo erótico. Tienes una piel de cuidada blancura bien a propósito, ¡que no a los rayos del sol, sino bajo las sombras te dedicas con tu lindeza a perseguir a Afrodita!
Esta belleza entre masculina y femenina es recogida a la perfección por Caravaggio en su Baco. El mismo autor es el artífice de un desasosegante Baco enfermo, del que se dice que el propio artista se usó como modelo durante una estancia en un hospital. También Leonardo da Vinci pinta un magnífico Baco con esta naturaleza ambigua.
Una de las primeras obras maestras de Miguel Ángel como escultor será su Baco, en el que el florentino nos regala un dios bello de ambigua sexualidad, desnudo como exigían los cánones del arte griego para los dioses, coronado con racimos de uvas y hojas de parra y escoltado por un risueño sátiro, que abraza un racimo agradecido por el néctar que éste atesora.
Artistas de la talla de Velázquez o Dalí lo han inmortalizado en sus pinceles. Muchos otros, como Cornelis de Vos o Rubens, lo han parodiado retratándolo obeso y bajo evidentes signos de embriaguez.
En cuanto a su influencia en la literatura, invitamos al lector curioso a ingresar en las páginas https://poesi.as/ o https://www.epdlp.com/ y comprobar en sus buscadores cómo la figura de esta deidad ha inspirado a tantos creadores a lo largo de la historia de las artes.
Sea como sea, Dioniso —o su correlato Baco— es una figura clave en nuestra cultura occidental.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: