Ilustración: Norra Danciu
Los muertos rodean al protagonista de Roma en el bolsillo desde su llegada a la ciudad eterna. En esta segunda entrega, Piero se dedica a limpiar y ordenar el piso de su tía Fabrizia. También tendrá tiempo para intentar conseguir una cita muy especial.
2
El cementerio Protestante no era un lugar demasiado grande. Entre las tumbas, todas ellas en superficie, había altos cipreses, pinos y palmeras, alternados con macizos florales y arbustos.
De pronto se dio cuenta de que desde su llegada a Roma había estado rodeado de muertos: la tía Fabrizia, sus abuelos, su madre, Cayo Cestio y, ahora, el dirigente comunista Antonio Gramsci, los poetas románticos Shelley y Keats… Todos cuantos lo circundaban habían desaparecido en un instante u otro del tiempo.
El cementerio era un lugar bello y tranquilo. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles y caía sobre plantas y tumbas. Los muros amortiguaban el sonido de los coches, aislaban del anhídrido carbónico de las calles y creaban una atmósfera de silencio.
No recordaba, aunque conocía, el epitafio de Keats: “Aquí yace un poeta que escribió su nombre sobre las aguas”. Pensó que él también había escrito su pasado sobre las aguas o, más bien, alguien lo había escrito por él; pues se había esfumado de aquella ciudad: había desaparecido debido al temprano divorcio de sus padres.
Tampoco quería pasar demasiado tiempo allí, de modo que paseó un poco más y salió lentamente por la puerta. Solo llamó su atención otra tumba más. Se trataba de una antigua lápida abandonada y devorada por la hierba. No tenía cruces de ninguna clase, tan solo se leía: “Jimmy White, Poet, 1822”. Nunca había oído a ese poeta —pensó—. Si vivió en Roma hasta 1822 era muy probable que hubiera conocido a Keats…
Mientras caminaba hacia el supermercado para comprar al fin productos de limpieza y comida buscó en Google a Jimmy White, pero con ese nombre, a simple vista, solo apareció un jugador de snooker, variante inglesa del billar. No siguió indagando porque ya llegaba a casa y la búsqueda arrojaba nada menos que 428.000 resultados.
Al fin tenía un plan. Sí, su plan era limpiar la casa de la tía Fabrizia, crear un hogar de la nada, de un lugar muerto. De modo que cogió la escoba, la fregona, las bayetas, los trapos, la lejía, el friegasuelos, la cera para los muebles… Fue una tarde intensa en que acabó por completo agotado, descubriendo rincones y objetos que no hubiera advertido jamás a simple vista.
Pese a lo avanzado de la hora, aún era de día cuando se metió en la bañera. Por el anticuado teléfono de ducha salió agua ardiendo. Era una ducha antigua, de una época en la cual no se exigía el ahorro de agua, sino una buena presión para tonificar el cuerpo y, en efecto, el chorro caliente cayó sobre la espalda de Piero abriéndole cada poro de la piel. Cuando se cansó de la ducha, salió de la bañera en medio de una nube de vaho que se disolvía en el pasillo. Se peinó el pelo rubio con raya a un lado como acostumbraba; se puso pantalones chinos y camisa blanca, se calzó sus mocasines Sebago negros y caminó por el corredor en la penumbra del atardecer.
Fue hasta el viejo tocadiscos y miró las portadas acartonadas y descoloridas de los vinilos. Escogió la ópera Nabucco, de Verdi, que comenzó a resonar en el vacío de la casa. Pensó en tumbarse en el sofá, cansado como estaba tras la jornada de limpieza, pero la curiosidad lo mantuvo en pie, y comenzó a recorrer nuevamente la vivienda, fijándose en cada detalle, mecido por la música de Verdi, que se hacía más intensa o se atenuaba conforme se acercaba o alejaba del comedor.
Contempló una colección de souvenirs de dudoso gusto que conservaba su tía en vitrinas. Eran pequeños recuerdos de sus viajes por el mundo. También se detuvo en la gran foto de sus abuelos. Su abuelo, soldado fascista de la Segunda Guerra Mundial, parecía mirarle con cierto cariño, pero también con orgullo y desdén, como si en la foto fuera consciente de que el padre de Piero se había divorciado de su hija siendo ambos jóvenes. Su abuela, en cambio, tenía la mirada soñadora. Una ligerísima sonrisa permitía colegir que todavía creía en la bondad del género humano, al menos en el momento en que se hizo la foto. También vio a sus tíos, los hermanos de su madre y de la tía Fabrizia, vestidos de militares, al igual que el abuelo. La foto era del día de su graduación. Uno de ellos había muerto en un accidente aéreo, el otro de un cáncer de garganta, y los dos parecían mirarle adustos, como si fuera un intruso que había penetrado en su santuario, en esa casa decorada al estilo de cuando ellos vivían. Había en las fotos muertos de verdad, pero también muertos en vida, como sus primos, con los que no se hablaba o vivían en otros lugares alejados de Italia. Quién sabía si alguno no impugnaría la herencia de la tía Fabrizia. Aunque, según le aseguró el notario Lombardi mientras fumaba uno de sus cigarrillos sin filtro, era difícil que las demandas prosperasen ante un juez.
El peor momento de la noche llegó cuando se encontró, casi ya junto al comedor, con el retrato de su madre. Había comenzado a sonar el célebre coro de los esclavos hebreos de Nabucco y la miró a los ojos. La foto era lo suficientemente grande como para hacerlo. Vio en sus ojos el desdén genético del abuelo, pero al fondo de sus pupilas latía el amor invencible de la madre. Ella, desaparecida hacía ya tantos años en aquel accidente de tráfico, parecía decirle: “Me abandonaste, quisiste irte con tu padre. Te odio y te amo”. Sí, en su mirada había ira, pero ni un ápice de ruindad, no le culpaba de su divorcio, ni de su accidente: lo seguía amando a pesar de todo.
Cuando terminó de curiosear las fotos ya era noche cerrada, pero no quiso encender la luz. Se limitó a subir las persianas y a correr las cortinas del comedor para que penetrara el resplandor de la luna. Frente a él vio el muro del cementerio protestante, de un color entre gris perla y rosado. No quería meterse en la cama de su tía, pues no había lavado las sábanas, y sintió aprensión de tenderse bajo el cabecero de madera de castaño labrada. Era más que probable que fuera la cama de sus abuelos. De modo que, vestido como estaba, se tendió en el sofá, recién duchado, y despertó por la mañana tras nueve horas de sueño. Hacía un día cálido, propio del estío romano más que del otoño, el calor sería intenso durante la jornada.
Tal como estaba, sin mirarse al espejo, sin quitarse las legañas, salió de nuevo a la calle. Llevaba en el bolsillo únicamente la cartera, la libreta donde anotaba sus experiencias en Roma y el teléfono móvil. Para apuntar había comprado un Pilot azul en un kiosco. Su primer destino fue al banco, adonde acudió con una copia del testamento, para poner a su nombre la cuenta de la tía Fabrizia. Piero aprovechó para sacar cien euros y se metió en un café próximo a la puerta de San Paolo, donde pidió un Campari con hielo y una rodaja de naranja mientras en la barra del establecimiento actualizaba su libreta con todo lo que le había ocurrido hasta ese momento: ya había descrito la llegada a la estación Termini, su visita al notario Lombardi, el reencuentro con la casa de su tía en la via de Cayo Cestio, las visitas al cementerio y a la pirámide, su contemplación de las fotos de su familia… En aquel momento anotó su noche tendido en el sofá y la visita al banco y al café donde se encontraba…
Cuando hubo terminado, apuró el Campari y miró en el móvil el teléfono de Lionetta. El número lo tenía desde hacía décadas. ¿Seguiría viviendo en Roma? Su contacto había ido pasando de agenda de papel en agenda de papel, y de móvil a móvil copiándose automáticamente, al igual que otros teléfonos del pasado que ya no usaba.
En la barra, frente al vaso de Campari vacío, le dio a la tecla de llamar y puso el altavoz. Mientras oía los tonos de llamada imaginó que no contestaba nadie. De hecho, eso parecía que iba a ocurrir cuando al séptimo u octavo tono respondió una voz de mujer.
—Hola, ¿Piero?
—¡Lionetta! —quitó el altavoz y se puso el móvil a la oreja.
—¡Qué sorpresa!
Piero le desveló que estaba en Roma, le habló de la herencia de su tía. Ella le contó que seguía siendo profesora de la Universidad de la Sapienza. Había pasado largas temporadas fuera, pero recientemente tuvo que volver porque la salud de su padre había empeorado y como hija única de viudo debía estar cerca de él para cuidarlo.
Todavía no habrían intercambiado cuatro frases cuando Piero, de un modo quizá algo precipitado, preguntó:
—Oye, ¿qué te parece si continuamos la conversación, por ejemplo, en el café Greco? Hace tiempo que no he ido por allí…
Al otro lado del teléfono notó una vacilación, un silencio. Durante los breves segundos que duró ese silencio, Piero pensó que se había equivocado. La había cortado mientras hablaba para introducir su proposición y, al fin y al cabo, ¿para qué? ¿Había alguna prisa? ¿No podía haber esperado a que ella terminara de hablar, a que se produjera un silencio? ¿A qué venían esas prisas que denotaban claramente su deseo de verla?
—Vale, de acuerdo —respondió Lionetta—. Pero hoy imposible, tendrá que ser mañana. ¿Te va bien a las cuatro de la tarde?
—Claro, claro…
—Ahora debo colgar, disculpa.
Estas últimas palabras, sin más explicación, lo dejaron sumido en una cierta angustia. Alegre, por un lado, de haber concertado la cita; incómodo, por otra, ante el abrupto final de la conversación.
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