Letras en Sevilla recupera a los Álvarez Quintero
Serafín y Joaquín Álvarez Quintero nacieron con el don de la gracia y la certeza de que la fuerza de la creación residía, más que en la literatura, en la propia vida.
Sus inicios dentro del género chico como autores de provincias de la época se vieron fortalecidos en un Madrid con una cartelera pletórica de piezas breves, cómicas y costumbristas. De hecho, al año de estrenar con éxito su primera obra en Sevilla, Esgrima y amor, en el teatro Cervantes, se trasladaron a la capital contando ambos apenas 20 años de edad. Desde el exilio madrileño adorado, efervescente, prometedor, los Quintero pudieron, con la distancia necesaria, desplegar todo el poderío del tópico andaluz, que a la postre es lo que define el alma indolente y sabia de ese pueblo.
Sabemos que fueron muchos los altibajos que tuvieron que enfrentar los dos hermanos hasta conseguir su hueco en el panorama teatral de la capital. Trabajaban como funcionarios de Hacienda para ganarse la vida; pero luego, en las tardes apacibles de su piso de la calle Velázquez, en pleno corazón del Madrid burgués, recuperaban la memoria ensoñada de su infancia trabando historias chispeantes con un elemento esencial: el oficio.
Así también los hermanos utreranos, que escribían a 500 kilómetros de distancia del lugar que los inspiraba, eligieron, porque eran creadores y eran libres, la Andalucía que más les gustaba; esa que brillaba a lo lejos como un candil de latón bruñido siempre encendido: una Andalucía viva, analfabeta, sabia, sagaz, superviviente, pícara y cervantina, seductora y riente, una Arcadia ensoñada cargada de tópicos que, paradójicamente, les permitió crear un teatro absolutamente personal, rozando en ocasiones una atemporalidad casi impermeable a la realidad circundante. Un teatro optimista y de evasión, sin pretensiones de ser innovador y, cuanto menos, rupturista. Un teatro no realista, ciertamente, pero sí tremendamente naturalista. Y en la capital, epicentro de la creación y la exigencia teatral, lograron depurar el andalucismo de la misma forma que Carlos Arniches hiciera con el madrileñismo.
El sainete finalmente cobró, gracias al talento bifronte de los Quintero, un acento nuevo (nunca mejor dicho): su andalucismo sin complejos se encaramó a los escenarios cargado de riqueza verbal, hipérboles, imágenes y agudezas. Irónico, pero sin amargura, resabiado aunque sin resentimiento. El diálogo brillaba rápido y sonoro como un relámpago de ingenio, y los hermanos se abrieron paso, a golpe de éxito popular, por entre el humor que en aquellos felices años 20 habían tomado autores como Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville o Miguel Mihura, la «otra generación del 27», apostando por el absurdo o el disparate en un teatro para un público de cierto nivel cultural.
Esto, sin embargo, no impidió que el oficio, talento y éxito de los sevillanos fuesen reconocidos: la mitad de sus más de 200 obras fueron traducidas a numerosos idiomas, representándose en apartadas latitudes, como el mítico Teatro Colón de Buenos Aires. Asimismo fueron nombrados miembros de la Real Academia de la Lengua: Serafín en 1920 y Joaquín en 1925.
Por fortuna, Letras en Sevilla, gracias a la iniciativa de Fundación Cajasol y al apoyo, entusiasmo e impecable coordinación de Jesús Vigorra y Arturo Pérez-Reverte, recupera de nuevo a los Quintero para esta ciudad y este país en una exitosa jornada de “entradas agotadas” en la que hemos podido disfrutar de la representación teatral de dos de sus sainetes más famosos: Sangre gorda y Ganas de reñir. Los actores Alfonso Sánchez y Alberto López (Los Compadres) y las actrices Carmen Canivell y Eva Marciel demuestran con gran talento en el escenario, la atemporalidad de la obra de los Quintero.
El lleno total en la sala y el milagro de mirar la obra de los Álvarez Quintero bajo otra óptica, reconciliando a los andaluces con su identidad múltiple y sin complejos, que también incluye lo “quinteriano”.
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