Una chica con hiyab escribe ciencia ficción, un alumno llama sudaca a su compañera pero baila con Marc Anthony, profesores entusiasmados o enfurecidos, la frialdad de las órdenes administrativas… A las puertas de una nueva reforma educativa, la obra Fiesta, Fiesta, Fiesta es la que deberían ver sus legisladores. Su autora, la dramaturga Lucía Miranda, acaba de recibir el Premio Ojo Crítico de Teatro de RNE y la obra se va en unas semanas a París, al Festival Don Quijote.
Un terrorífico plinto, globos terráqueos, fotocopias, pupitres, bocadillos que vuelan. Alumnos que hablan árabe, chino, rumano; que cantan La gozadera, de Marc Anthony, pero llaman sudaca a una compañera; que sueñan y se les cortan las alas. La frialdad de una administración que sólo aparece en una llamada de teléfono para comunicar el cese de un contrato, de un día para otro. Profesores entusiasmados, desesperados, esforzados, enfurecidos. Acabo de leer el mejor reportaje sobre la educación española en el escenario de un teatro. No sé si el nombre encaja: Fiesta, Fiesta, Fiesta.
La obra es de la vallisoletana Lucía Miranda, que acaba de ser reconocida con el Premio El Ojo Crítico de Teatro que otorga Radio Nacional. Y la verdad que transmite se debe al teatro documental. El 95% del texto, explica la dramaturga, viene de la transcripción directa de casi cuarenta testimonios de alumnos, profesores, padres y personal de un Instituto de Educación Secundaria de Madrid. Miranda les puso una grabadora enfrente y el lenguaje, siguiendo la técnica verbatim, no se modifica ni corrige, sino que llega directo al texto y a los oídos de los actores, que construyen a los personajes hasta en su respiración.
De su formación en la Universidad de Nueva York, Miranda se trajo las ideas del etnodrama, que el dramaturgo Johnny Saldaña explica que se basa en una destilación de las notas y transcripciones de entrevistas realizadas para hallar la esencia que marcará el «impacto dramático». A la ciudad de los rascacielos se llevó otras cosas, como el clásico Fuenteovejuna, de Lope de Vega, que adaptó a los terribles feminicidios en Ciudad Juárez, en De Fuente Ovejuna a Ciudad Juárez.
Fue el primer paso de una dramaturga que mira de frente a la realidad y denuncia lo que le duele. Desde los asesinatos a mujeres al maltrato a la educación; de la situación de las personas con Alzheimer y sus familias en ¿Qué hacemos con la abuela? a la desesperanza de los jóvenes Peter Pan españoles, que están Perdidos en Nunca Jamás (Trabajarás en lo que Estudiaste). También el singular role play que propone a los espectadores con El clan Luzzini, para denunciar los recortes en ayuda a la cooperación; y la indagación sobre la vida atada de nuestras abuelas en Nora, 1959. Su última obra, de la que se hizo en mayo una lectura en el Centro Dramático Nacional, es Alicias buscan Maravillas, sobre la diversidad, con sombrereros con enfermedades mentales o un grupo de flores con síndrome de Down que huyen de sus padres.
Lucía Miranda tiene mucho que contar. Y a las puertas de una nueva reforma educativa, los legisladores deberían ver su Fiesta, Fiesta, Fiesta, que esta semana vuelve al Teatro Español de Madrid, y a finales de mes se va a París con el Festival Don Quijote. Su mirada sobre la diversidad en las aulas y las dificultades de las familias pobres es más que una llamada de atención. Miranda elige poner su ojo crítico en algunas de las situaciones más complicadas, las que se dan en un aula de compensatoria de tercero de la ESO, donde llegan los alumnos con desfase curricular.
La obra no da respuestas ni sermones. Pero sirve para plantear las preguntas correctas. Por ejemplo cuántas Xirou hay en nuestro país: la adolescente china con un talento enorme para tocar la viola, pero que tiene que dejar los estudios, los de música y los otros, nada más cumplir los dieciséis para trabajar en el restaurante, de once de la mañana a doce de la noche. O cuántas Ana, la madre de Nate: «Llevo en España desde los trece años, soy enfermera, y llevo en el mismo hospital desde hace diez, ¿y te puedes creer que todavía me siguen llamando negrita en el trabajo?». Conocemos también las ilusiones de Farah, esa chica con hiyab que escribe una novela de ciencia ficción en la que una pareja se enamora. Y la historia de Naima, cuyo padre no cedió a las presiones para casarla joven y al final ella estudió Medicina y se casó con quien quería. Pero no todos llegan a sus metas. Estas historias son reales y la realidad es tozuda y no siempre encaja en la ilusión del final feliz.
La mirada a la diversidad es esencial en el trabajo de Lucía Miranda. También en sus actores que, con orígenes distintos, no hacen sólo los personajes en los que se les querría encasillar. «¿Por qué tendría que hacer siempre de la que vende latas de cerveza?», se preguntaba la actriz taiwanesa Huichi Chiu, en un coloquio con el público tras la representación de la obra en el Teatro Bergidum de Ponferrada. «¿Y yo de prostituta?», añadía Ahahí Beholí, nacida en Ibiza y afrodescendiente: su madre nació en Guinea Ecuatorial cuando era provincia española. Beholí, que también estuvo en un aula de diversidad como la que se muestra en la obra, pertenece a The Black View, un colectivo que apuesta por la visibilidad en España de los actores afrodescendientes. «La representación de actores y actrices afrodescendientes en este país es nula. Son pocos los que apuestan por contar con elencos multirraciales en los que el actor negro encarna a personajes que se salen de la versión más degradada de su cliché». Chiu y Beholí, junto a Efraín Rodríguez, Ángel Perabá y Miriam Montilla, sostienen un texto en el que se les multiplican los personajes. Su meritorio trabajo interpretativo hace que escuchemos la voz de las personas detrás de las historias.
Esta obra de Lucía Miranda conecta con una pregunta que me hago desde hace años: cómo reflejarán los futuros escritores y artistas latinoespañoles o chinoespañoles o africanoespañoles la dureza de su crecimiento y de su vida en este país, que es el suyo.
La cerilla que encendió este interrogante fue la lectura de Dientes blancos, de Zadie Smith, que puso en primera línea literaria la vida de las familias británicas que no encajan con el tópico del té a las cinco, como los jamaicanos y los bengalíes. Lo pienso cada vez que veo a un grupo de adolescentes en el que hay algún chico o chica que está entre dos culturas. O cuando paso por barrios como Lavapiés en Madrid o El Crucero en León. O hace unos días en L’Hospitalet de Llobregat y también paseando por el barrio barcelonés del Raval, en la calle Botella en la que nació Manuel Vázquez Montalbán, mientras me paraba frente a Electrodomésticos Balaji y a las agencias de viaje con banderas de todo el mundo. Y un poco más allá, en la calle de la Cera, junto a las carnicerías Sahar y Hussain; y la peluquería Umair Qamar; y los locutorios y pastelerías con dulces árabes. De ese mundo de frontera han salido ya algunas voces, como las de las escritoras Najat El Hachmi y Laila Karrouch, pero vendrán muchas más.
Fiesta, Fiesta, Fiesta es, además de una obra sobre el mundo educativo, una representación del primer choque para estos nuevos españoles: las aulas. En ese momento tan aterrador de la adolescencia, cuando a veces crees que el universo está en tus manos y otras deseas que te trague un agujero negro. «Quiero que el mundo entre en las aulas, porque las aulas están llenas de mundo», reclama Antonio, uno de los profesores.
Fotos: Javier Burgos
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