Suele uno ser ingrato con sus primeros cómplices. Al paso de los años, por lo visto, puede más el pudor que el déjà vu. Hablo de libros malos, y de hecho impresentables desde el primer instante, cuando sólo traerlos escondidos, debajo de la ropa o entre los otros libros, era ya chapotear en el luciferino manantial de lúbricos deleites que con toda certeza inundaba sus páginas.
Más que leer novelas, consumía uno porno introspectivo. No existía revista, probablemente tampoco película (con sólo catorce años, no había visto ni medio fotograma) que rivalizara con los pringosos niveles de obscenidad de aquellos narradores claramente omniscientes, monomaníacos y multiorgásmicos, para quienes todo en el mundo era posible, menos la saciedad de sus protagonistas. «Prohibida su venta a menores de 18 años», rezaban las portadas, pero el lector sabía que no podía esperar tamaña eternidad para empaparse de esos conocimientos. Ciertos libros, sin prisas, no funcionan igual.
Había que ir muy lejos a buscarlos, pero uno a esas edades va hasta donde haga falta por calmar el aullido primigenio. Tras realizar un censo de quioscos en el Centro —veinte kilómetros al norte de mi casa— fui encontrando los pocos donde se exhibían aquellos ejemplares que me hacían carantoñas desde los estantes. Concurso sexual. Los cuernos de mi marido. Devoradoras de carne. Cosas que un buen lector encontraría un tanto elementales, pero de eso trataba la función. Abrir igual el tesoro recóndito en la página 20 que en la 150, no para sumergirse en reflexión alguna sino para soltar a la fiera silvestre que día y noche le rugía a uno dentro.
Entre tantos títulos sugerentes, tardó un poco (pero sólo un poco, pues yo era en esos días, literalmente, lo que algunos pedantes llaman «lector voraz») en llegar a mis manos Memorias de una pulga. Una novela cuya perspectiva reclama generosas licencias literarias, pues invita de entrada a sus lectores a ponerse en las patas de un insecto cachondo y desde ahí observar las piruetas de alcoba de una chica golosa —Bella, se llama— cuya afición mayor consiste en cabalgar sacerdotes salaces y tempestuosos —Ambrosio y Clemente— que le causan dolores inenarrables, apenas superados por deleites procaces que se adivinan sobrenaturales. ¿Y quién no ha sucumbido alguna vez a la concupiscencia de caricatura?
Si he de ser un pelito riguroso, tendría que decir que el narrador se excede no sólo en las licencias, sino en particular en las metáforas. De la “mística gruta” al “inmenso ariete”, de la “lisa bellota” a la “viscosa ofrenda”, de la “rendija de durazno” al “enhiesto pilar”, se espera del lector que ejercite hasta el fin la fantasía, incluso con mayor denuedo que en la infancia. ¿Pero qué diablos es la pubertad, sino una niñez mórbida y osada? Si el lector exigente reclama verosimilitud, mesura y equilibrio, el público cautivo de la pulga desdeña entre rugidos tales bagatelas. Es seguro que se saltan renglones, páginas y capítulos en busca de otro párrafo climático, de entre tantos que llevan a una lista infinita de finales felices.
Recién hallé una copia digital del anónimo de 1887, con la aprensión de quien regresa a sus primeros años temeroso de hacer añicos su añoranza. Como entonces, no he podido evitar saltarme algunas páginas de cinco en cinco, sólo que ahora presa de una curiosidad retrospectiva cuya frialdad me absuelve a risotadas. A saber cuántas de esas metáforas extremas me he robado a lo largo de los años, con la coartada de la amnesia pudibunda. Como la canción cursi y el culebrón barato, hay viejas preferencias literarias que uno va sepultando en el inconsciente por una suerte de respeto a sí mismo que tiene el tufo de la resignación. Me perdería el respeto con enorme entusiasmo si pudiera recobrar el candor de aquel adolescente morboso y sicalíptico que sostenía las páginas malditas entre dedos tembleques y leía con voz entrecortada las palabrotas lúbricas del parásito empático.
Privilegios que entonces creyó uno limitantes y hoy no pasan de cómplices impresentables.
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