Ilustración: Norra Danciu
Lionetta ha entrado de nuevo en la vida de nuestro protagonista, Piero. Aunque en su primera cita hubo una sorpresa que él no esperaba…
3
Esperar a su cita con Lionetta lo sumió en un estado de intenso placer. Debía hacer muchas gestiones aún. Por ejemplo, cambiar la póliza del agua y el contrato de la luz. Pero decidió aplazar los trámites. Al día siguiente, llamaría a uno de esos teléfonos municipales donde alguien te informa de la documentación que debes aportar. O a uno de esos números de las compañías eléctricas donde te responde en italiano alguien que, en realidad, se encuentra en Túnez; o, peor aún, uno de esos números de teléfono donde responde un robot que formula decenas de preguntas sin que puedas negarte a responder hasta que, finalmente, cuando desesperas a punto de colgar, contesta una voz humana.
Ahora, en cambio, caminaría hasta el café Greco, para ver con antelación el escenario de su encuentro con Lionetta del día siguiente. Había estado años antes, pero no tuvo tiempo para observar detenidamente su interior, de modo que anduvo lentamente, desde donde se encontraba, hasta el número 66 de la via Condotti. No tenía prisa alguna, ignoraba si era la hora de comer o si ésta había pasado ya con creces, no tenía demasiado hambre.
Las inmediaciones de la plaza de España bullían de turistas. Centenares de jóvenes mochileros infestaban las calles. En el café, encontró por suerte una mesa libre en una esquina. La acababan de dejar unos taiwaneses que habían recogido apresuradamente sus cámaras, al darse cuenta de que debían partir con urgencia hacia el Coliseo, donde habían concertado una visita teatralizada.
Como no tenía mucho apetito pidió un sándwich vegetal y una de esas botellas de agua italianas, de cristal con la parte superior en forma de ánfora. Cuando terminó el almuerzo pidió un Amaro Lucano con un chorro de ginebra seca de Londres y una guinda.
Desde la fundación del café Greco, en 1760, habían pasado por allí multitud de escritores, artistas y políticos a lo largo de todas las épocas. Entre ellos estaba John Keats, cuyos poemas completos, que había adquirido en una librería, descansaban sobre el mármol blanco de la mesa.
Pero el personaje Keats, más allá de su literatura, había dejado de interesar a Piero. Era demasiado conocido como para investigar sobre él. Había decenas de biografías editadas, todos los amantes de la literatura lo conocían, sabían dónde había vivido. Había miles de ensayos sobre él. Keats era, en una palabra, inmortal. Pero qué caduca, qué hueca le sonaba esa palabra, más allá de poder disfrutar de sus poemas. A Piero, el hecho de que Keats fuera recordado le resultaba indiferente. Aunque afirmarlo fuera lugar común, pensaba que solo tenemos nuestra propia vida, más aún: el instante que estamos viviendo, aquel momento único en el café Greco en que, valga la redundancia, vivía reflexionando sobre la vida.
Mucho más que Keats le interesaba ese otro personaje, Jimmy White, poeta muerto en 1822, ese perfecto desconocido que, sin duda, se escondería en alguna de las 428.000 referencias que arrojaba Google cuando uno tecleaba “Jimmy White”. Era indudable que el poeta existió, porque allí estaba su lápida y, bajo la hierba que recubría su tumba, estarían sus restos. ¿Por qué habría de imaginarse otra cosa? Los falsos enterramientos y las tumbas vacías eran patrimonio de las películas de intriga o de terror; en la vida cotidiana, todo suele ser lo que aparenta ser.
Mientras divagaba, Piero no pudo evitar crear en su imaginación un retrato robot del poeta desconocido. Lo imaginó con bucles de cabello rubio, con levita azul marino brillante, con corbata blanca de lazo cubriendo su cuello, sobre las largas puntas de su camisa igualmente blanca. Imaginó a White con la mirada extraviada, perdida en el universo de la literatura. Al crear ese retrato mental, sospechó que su personaje había consumido alguna sustancia psicotrópica, porque entre los claroscuros de la imagen, daba la impresión de que tuviera los ojos vidriosos, como si hubiera llorado. ¿Padecería Jimmy White mal de amores?, pensó Piero, y su imaginación volvió a la cabellera rubia, al pelo espeso y ondulado… De pronto, la imagen se le borró de la mente por completo víctima de una interferencia, como si su cerebro fuera una pantalla de televisión que se hubiera estropeado. Pero no le dio importancia, estaba seguro de que White volvería a su imaginación. Sonrió al pensar que estaba creando un fantasma. Había partido del retrato robot de un poeta inglés del diecinueve y ese poeta se había convertido en un ser que parecía cobrar vida a través de su mirada vidriosa.
Al día siguiente, llegó de nuevo al café Greco media hora antes de la cita con Lionetta. Llevaba su indumentaria habitual: la camisa blanca, los pantalones chinos, los mocasines Sebago negros recién lustrados. Había planchado su ropa con una vieja y anticuada plancha de su tía. Cuando la vio pensaba que no funcionaría, pero, milagrosamente, se encendió al enchufarla a la corriente. Sin duda era un aparato digno de figurar en el museo del electrodoméstico. Parecía extraído de uno de esos anuncios de los años sesenta donde aparecían amas de casa sonrientes, con cinturas de avispa, altos tacones y faldas abullonadas haciendo la colada, dando la cena a los niños. “Ahora, con la nueva plancha marca tal, ser ama de casa es un lujo, pídasela a su marido por su cumpleaños…”, solían decir aquellos anuncios. Pero la tía Fabrizia siempre había sido soltera, independiente de los hombres. Había ejercido durante más de cuarenta años la enseñanza secundaria en un instituto de Civitavecchia.
Pensaba en todas estas cuestiones cuando, de pronto, vio a Lionetta en la puerta. Ella también era profesora, pero no de instituto, sino de la universidad. Por su modo de vestir, podía ser una mujer de la generación de su tía, pero ésta siempre vestía pantalones, lucía pelo corto y sin teñir. En cambio, Lionetta llevaba un vestido beis con grandes botones marrones, acabado en unas solapas de camisa que hacían un escote en uve, también un cinturón ancho de piel de cocodrilo. Llevaba las uñas de manos y pies lacadas en marrón, del mismo color que los botones. Su pelo lucía teñido de castaño para ocultar las primeras canas.
Pero lo que más sorprendió a Piero no fue el vestido de Lionetta, sino que se presentó en el café empujando una silla de ruedas sobre la que iba un hombre mayor, casi un anciano si no fuera por su aspecto atlético y su piel atezada.
—¡Hola, Piero! —ella sonrió. Él, por efecto de la sorpresa, no dijo nada, sonrió igualmente y le tendió torpemente la mano—. Mira, te presento a mi padre.
El hombre de la silla lo miró con una media sonrisa displicente, como si no tuviera más remedio que conocerlo y saludarlo. Denotaba incomodidad por el hecho de tener que mirar hacia arriba debido al estado sedentario en que se hallaba. Piero lo advirtió y retrocedió dos pasos tras saludarlo.
El signore Antonio —así se llamaba el padre de Lionetta— había sido durante años mecánico de la FIAT, trabajo que dejó más tarde para fundar el gimnasio Hércules, un local donde preparaba y descubría a nuevos talentos del boxeo. El automovilismo y el boxeo fueron sus dos grandes pasiones, hasta que tuvo la desgracia de quedar confinado en esa silla de ruedas —dijo él mismo, cuando comenzó a contar su vida a Piero sin preguntarle un ápice por la suya. Piero apenas tuvo oportunidad de intercambiar un par de frases con Lionetta.
El signore Antonio había vivido siempre con intensidad, saboreando la existencia. Fue piloto de coches de carreras en su juventud. Había conocido a todos los grandes, aunque él no hubiera llegado a ser uno de ellos. Contó anécdotas de Fangio, de Ferrari, de Agnelli… Y lo mismo con el boxeo más tarde. Todavía hoy pasaba las tardes viendo combates y carreras en su vieja televisión de tubo catódico. No quería tirarla hasta que no se fundiera definitivamente. “No soy de esos que dejan tirados a los trastos viejos” —afirmaba socarrón, y miraba a su hija mientras se liaba un cigarrillo sobre la mesa de mármol blanco.
Llegó el camarero y Piero y Lionetta pidieron sendos negronis, mientras el signore Antonio escogía una grapa helada.
—Papá, te dijo el doctor Rinaldi que no fumaras ni bebieras…
—Me da igual ese pelmazo de Rinaldi. Tengo ochenta años, estoy en una silla de ruedas, soy una carga para ti, ¿qué más da que muera? Es lo que deseo a diario: morirme —sonrió sinceramente, bebió de un trago la grapa que le acababan de servir y continuó hablando y fumando—. ¿Sabéis cómo se inventó el negroni?
—Papá, me lo has contado cien veces…
—Bueno, pero seguro que Piero no lo sabe —Lionetta puso cara de paciencia—. Sucedió en los buenos tiempos, a finales del siglo XIX. El conde Camilo Negroni tomaba el vermut en un café de Florencia. Solía beber Martini con ginebra. Una mañana lo acompañaba el famoso escritor Gabriele D’Annunzio, quien le recomendó que añadiera a la mezcla un golpe de Campari. Su color rojo le recordaba la pasión que sentía por Eleonora Dusse, la famosa diva de la ópera. ¡La pasión…! —repitió el anciano, y dio otra calada a su cigarrillo. La ceniza ya casi le llegaba al dedo—. Pero… voy a callarme de una vez —dijo de pronto—. Vosotros querréis hablar de vuestras cosas, imagino… Hacedlo, por favor, yo entretanto escucharé la radio —sacó de su bolsillo un pequeño transistor y hundió los auriculares en sus enormes orejas en las cuales crecían largos pelos negros.
Cuando Piero salió del café Greco, recordó las palabras de Lionetta:
—Al terminar la carrera me quedé en Roma. Entonces todavía vivía mi madre. Mis padres eran demasiado conservadores y querían que permaneciera aquí. El caso es que me costaba dejarlos… De modo que conseguí un puesto en la Universidad de la Sapienza. Hasta que al fin me marché. Estuve durante semestres fuera: en Toronto, en Lisboa, en Copenhague… Allí, en Dinamarca, tuve un novio… Pero me vi obligada a volver cuando mi madre enfermó, y después de que ella muriera enfermó mi padre… De modo que ya no he vuelto a salir. Ahora doy clases de “Historia de Roma” y de “Estética del Romanticismo”. Esas son mis asignaturas.
—¿Y el novio de Dinamarca?
Lionetta sonrió, adivinaba que Piero deseaba más información.
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