A 130 años del nacimiento de Fernando Pessoa, veinticinco mujeres de diez países de Iberoamérica se unen para rendirle un histórico homenaje. Cada una de ellas desentrañó alguno de los tantos enigmas que rodean al inmortal poeta y escribió un relato. Zenda adelanta Variación del marinero y la camelia, un relato de Marifé Santiago Bolaños, incluido en este libro, Los cuentos que Pessoa no escribió. La selección de los textos ha sido realizada por Mayda Bustamante y Gabriela Guerra.
A Quique. Para Marta
Esta noche he visto entrar en tu casa a Fernando Pessoa.
[Entonces empieza una música tan delicada como la pereza de los barcos que abandonan ciudades a las que no volverán. El azar obra así con los marineros nómadas demasiado felices. Ser demasiado feliz propicia el desasosiego. Como esta pieza exquisita. La compuso un músico que amó al maravillosamente decadente albacea del tiempo. Intuí que no viviría mucho más, lo dejé todo, volví a leerlo sin tregua, hasta la fiebre y sus delirios.
Las poetas atesoramos palabras únicas. En las tardes lánguidas, esas que arrastran finales, se sacan de los joyeros cerrados, se posan sobre la mesa de la memoria, abrimos las ventanas para que el aire las desordene.
Tu fantasma me prepara una indispensable taza de té. Mis palabras se derramarán, estoy segura, cuando la canción y el viento del mundo se confundan. Será una carta de despedida. Enamorarse fue abandonar el plan, transformarte en recuerdo. Y esta noche ha venido Fernando Pessoa, ha dejado su sombrero sobre mi alma].
—Tu vida es el sendero elegido por las flores del jardín. Sin embargo, ese rumor de pájaros y silencios del mar me confunden, ¿nosotras no estábamos en Lisboa?
—No, querida amiga: este es el lado de las indiferencias, aquí los mares son aún ríos…
—Tu sentencia —replico— me ha hecho mucho daño en las piernas, no puedo andar entre las aguas…
—Sé paciente, los lamentos del barco desaparecerán al alba —contestas…
—¿Barcos y versos? Los marineros nómadas se quedan, a veces, en un lugar fortuito remendando recuerdos hasta que les sangran las manos…
—Dices cosas extrañas…
Conocí a un hombre que tejía en la soledad una red de niebla, las gaviotas lo protegían de las olas, y los pecios se transformaban, al rozarlo, en cristal. Escribía hermosas cartas de amor ridículas, como la que Pessoa me pidió que te escribiera…
Es la historia de un hombre que ya no está, de una mujer que ya no está. Es la historia del amor de los hombres, es la historia del amor de las mujeres. Es la historia de una madrugada en la que un incendio trajo cantos de amores muertos.
Hay muchas tristezas inservibles que da pena arrojar a las calles en año nuevo y terminan transformándose en cargas…
—No te entiendo, me llevas a un universo lejano para mi pensamiento…
—No hay nada que entender, basta con no pensar ya en nada. Es suficiente traer a colación los libros leídos en algún momento de nuestra juventud, aquellos que se quedaron a dormir en nuestra cama; nos gustó que nos abrazaran, luego nos robaron sitio y sábanas. Tememos reclamar lo que es nuestro, el lado, las mantas…
Cuando la edad empezó a abastecernos de una mediocridad homicida, nos despertó un golpe en el centro del sueño. Entonces aquel libro apareció subrayado y viejo en nuestro susto, nos zarandeó para que huyéramos de tan insignificante manera de encarar los hechos…
—No te entiendo, me da miedo lo que dices…
—Es por la música, te advertí que las poetas guardamos, con celo, palabras inabarcables…
Regresabas tarde a casa, tomarías un taxi, hacía mucho frío; echaste a andar; una locura, pensarán los demás cuando se lo cuentes, este camino tuyo tan lejano, con el hielo que cruje debajo de tus expectativas. Da igual. Lo vas a recorrer, eres feliz en la modorra de febrero, el espíritu se mueve cada vez más despacio, marchándose de sí… Me dijiste: «Qué maravilla sería poder morir en un camino, ¿te imaginas?». Sonríes con los ojos cerrados mirando al cielo. Habrá estrellas. Y será de madrugada. Y echarás a andar, como echaste a leer un libro que ya habías leído. Y el frío detendrá tus pies y tus piernas y tu voluntad. Y caerás muy despacio al suelo, cara arriba, como un copo de nieve o un presentimiento. Y sonreirás, y mirarás al cielo con los ojos cerrados.
Y me llamarán por teléfono para decirme que te vas del todo. No es justo, alegaré. ¿Ha acabado, al menos, ese libro, para que no le duela el alma sin razones? Comprendo la radicalidad de las estrellas y de la noche, eso sí, pero no acepto que me obliguen a velarte en la distancia.
[La música. Las camelias tiemblan con suavidad de enamoradas. Un placer cuya intimidad lo es de pincel sobre la forma de una miniatura de barro. Metáforas frágiles, la melodía y las palabras así lo son. Sencillas, una verdad arrancada de un cerezo. La llama de una vela con olor a rocío. El piano y la voz sin rumbo. Se desliza elegante sin rozar las lápidas].
El coche se detuvo donde le dije. Y agradecí que la conductora no hiciera preguntas, por cortesía acaso, acerca de esta insensatez. No me espere, gracias, tan solo anote dónde me encontró. Pago, se va. Empiezo a subir, sola, la cuesta. Está oscuro, así ha de ser, también ha de ser así que ladren perros. No contaba, sin embargo, con que sonara un piano. También hay luna llena, la tapan con pudor nubes viajeras. Obvio la escenografía onírica de las casas cerradas, de los gatos que se esconden cuando paso sin detenerme, y de las sombras de cosas que invento. No consigo orientarme para buscar la música, es como si sonara desde todas partes y desde ningún sitio. Un momento quise saber cómo se llamaba quien toca, después no quiero. La velocidad de mis reacciones cambia respecto a la costumbre, cambian los tiempos verbales, la gramática del mar; mi libertad es de otra; me lleva en su cuerpo, no sé dónde habré dejado el mío, ¿lo llevará la taxista a la oficina de pérdidas? Ando, segura de que encontraré lo que vine a buscar, pero las certezas no me pertenecen tampoco. La ebriedad de los sentimientos es así. La soledad es así. La imaginación es así. Los libros son así. Tenemos millones de segundos para reconocernos. No hay prisa. Pero me desanima velarte en la distancia.
[La canción acaba exactamente igual. «Las horas de aquí no son distintas», leo, ayudada por quienes se fueron. Vamos a nombrarlos sin que nadie se dé cuenta, ¿te parece? Sus nombres horadarán brevísimos agujeros, imperceptibles oquedades en los árboles, para que sigamos bebiendo la infinita luz de la vida durante la eternidad. Los pájaros que aniden allí serán el hilo que nos sostenga, nuestra red. Huele, le digo, a algo que reconozco].
Huele al jabón con que me lavaba el pelo mi madre cuando era muy pequeña, me escuecen los ojos, mamá… El olor no me dejaba cerrarlos, no quería dormirme, cerrar los ojos era entrar en el sueño y tal vez perder el rastro de aquellas manos que se llevaban enredos e infancia…
Esta noche ha venido a mi habitación Fernando Pessoa, me ha regalado un cuaderno de espuma de mar… Para ti… Cuando voy a aceptarlo, la espuma se lo lleva… Es cosa de las tormentas y de sus resacas… He debido de cerrar los ojos sin querer, me habré quedado dormida… No vayas a tomártelo como una falta de cortesía, es que estoy muy cansada…
[Las mujeres que leen en voz alta lo que escriben, suelen llevarse la taza de té a la boca sin darse cuenta.
Apenas rozan el borde.
La música se les queda suspendida en el abismo de la materia.
Otra vez llegas, amor, a mi memoria; soy feliz recordándote].
Inventémonos un mar, marinero. Olerá a resina del bosque. Los árboles que me miran del otro lado de la ventana hablan así, como las olas que tú me estabas relatando. Fernando Pessoa se tapa el rostro con las manos para que yo no vea que está triste. En los puertos no se espera. Mamá: me duele mucho. Pero no se lo digo por si se va y me quedo sin ella, solitaria niña que ha crecido lenta como la belleza…
Hazte a la idea de que estamos muertas… Pero que no nos traigan flores.
[La mujer que velaba lee en voz alta: «Hay una mujer leyendo en voz alta, se dirige allá donde tendrían que estar el piano y el cantante, ha dejado de sonar la música y ella sostiene la taza vacía con la misma mano que el papel donde ha escrito: “pienso cosas terribles en el exceso de las calles sin rumbo, en las puertas de los teatros arruinados, en la altura de las bibliotecas cuyos libros no alcanzo, en la sorpresa de mi nombre y tu visita”. La mujer deja de leer y rememora»].
En el delirio embriagador del escenario, inmóvil, soy la marioneta que se eleva del suelo y danza, la que maneja los hilos para ponerse de pie en el aire, la que vuela hundiéndose de placer en las raíces donde están enterrados los sentimientos. Ah, sí, soy la espectadora de mi existencia y huele a mar y a savia, a jabón y a resina.
En las butacas vacías empieza todo, me he aprendido las acotaciones, he ensayado mi papel. La luz tenue acompaña mi aparición, me lleva hasta el lugar donde saludaré cuando todo haya acabado. Se ilumina el escenario despacio, también despacio sube el tono de la canción hermosa que le compuso un hombre enamorado al hombre que lo amaba. La actriz que soy goza interpretando este instante. Nunca la música será más alta que mi voz. Pero la realidad del palco es otra: me preparo para ese momento, absoluta, el peso de mi personaje tiene la densidad del abandono, la plenitud de las mareas, aguardo hasta estar segura de que he entrado en la órbita de los planetas. Quienes conmigo asisten a la representación ya respiran en ella, ya laten en ella… Qué bella melodía, es el momento en el que la actriz se detendrá, su mirada está lejos, elevará un poco la cabeza hasta tocar…
Entonces yo me lanzo al vacío propiciando esa realidad distinta de terror y sorpresa. La actriz gritará en su caída… Responderá la música que, acaso, mis oídos han dejado de escuchar. Nunca está más alta que mi voz.
Qué trágico y hermoso interrumpir así la felicidad… Deseo tanto que así sea… Tiene algo de espejo, me dice Pessoa. Algo de catástrofe purificadora. ¿Hasta cuándo vas a quedarte? No me gustaría estar sin ti, tener la responsabilidad de este féretro. No me gustaría acabar convencida de que quien yace en él…
Me lo vuelve a contar: te escapaste con una compañía de cómicos que durmió en tu bosque. Montaron el escenario entre los árboles, frente a tu ventana. Tu madre te había lavado el pelo y los rizos olían a jabón todavía…
—No quiero oírte…
Nada cambiará lo que quieras o lo que no quieras. Estoy en tu sueño y en tu deseo: hay espejos iguales a las palabras de una poeta del tiempo, donde se puede saber lo que no ocurrirá nunca. Este lugar sin vida necesita conversaciones de lúcida incoherencia. Acabará molestándote todo tras tantas horas inmóvil, el amor se convertirá en incordio, el cuerpo manda demasiado…
—No quiero oírte…
—Me iré, entonces, si ya no hago falta.
—Mejor quédate…
—El cuerpo acaba no siendo nada condescendiente…
Veíamos a quienes entraban y salían, a quienes se saludaban. Comparten la pérdida de modos distintos. Veíamos a los que se acercaban hasta vosotros, sus rostros, la perplejidad inevitable. Veíamos de qué poco valen los planes, los convencimientos. Nunca ocurrirá que nos encontremos, nunca volverás a dejar los ojos abiertos hasta que te escuezan, nunca olerá a jabón, ya nunca culminarás la representación de tu muerte en el teatro, una representación inolvidable, el peso del sueño sobre el patio de butacas. La actriz inmóvil: el espectáculo tiene que continuar.
[La mujer se detiene para beber otro sorbo de té. Notamos una leve inquietud. Repite el gesto. No quisiera interrumpir este silencio, eso define el tono de su lectura:
«No puedes dejar sobre la mesa ni una sola de las palabras», le advirtió la poeta].
—Está bien. Prepararemos juntas la ceremonia. Antes de que partan los barcos. Antes de que nos enloquezca la huida de las aves temerosas.
—Camelia, ¿da miedo la luz?
—Sí: es un espejo en el que están todas las cosas que no pasarán nunca… ¿Vas a abandonarme?
—Las cosas que no pasarán nunca aguardan…
—Mira…
—¿Soy yo esa mujer?
La que yace en el suelo, a la que rodearon los espectadores. A la que la actriz besó sin que su beso obrara resurrección alguna. Esa mujer que se conmueve un poco, como si se tratase de algo muy inocente. Estaba sentada en este palco. Podía mirar por el catalejo de la imaginación y hacer que un soplo de viento imitara al océano. Construyeron un dique para que se olvidara del horizonte, pero ella imagina un relato en el que llegará pronto a Lisboa. Me liberarán aquellos cómicos, me iré con ellos, no regresaré jamás. Aunque no vuelva a salir de casa, de la estancia, de esta isla donde guardo lo que ya nunca pasará.
—Me gustaba oírtelo: «Soy el guardián de lo que ya no pasará nunca».
Esta mujer era yo. Fui yo. Ya no pasará nunca. Estaba sentada aquí, tapándome los oídos para que el canto del mar y el de mi soledad me dieran menos miedo. Ya no pasará nunca. Las olas y el tiempo me hieren los dedos, y entonces se me caen los objetos y se rompen…
Estos dedos sostenían el amanecer para que el amanecer no se fuera sin despedirse… La guardiana de lo que ya no pasará nunca.
El hombre camina sobreponiéndose al frío. Lentamente, cada vez más lentamente, hay una dulzura inédita en su corazón, como si se fueran desprendiendo en ella los párpados y las hojas de los árboles. Cuando el coche se ha ido, cuando ya no hay rastro de su olor ni de su silueta, cuando sé que estoy sola porque floto en lo oscuro, hago por no desentonar con el cementerio. En cierto modo, se prolongan las existencias vivas y muertas cuando es de noche y nadie nos espera. Esa mujer, sí, la que voló sobre el público que asistía al drama, fui yo. Como fui yo quien se dejó arropar por un antiguo deseo de morir en los caminos, admirando, por última vez, las estrellas. Hemos tenido muertes semejantes, decimos en un susurro…
[No quiero que te vayas esta noche. Me abrazo a mí misma. Estaré despierta, por si llegas. Hace siempre frío. Llamo a alguien que no vendrá nunca, que no estará nunca conmigo. Los barcos y los versos, te dije. Me regalaste un cuaderno de espuma marina. Querría haber acabado en un teatro, muerta y feliz, la ausencia ardería tras el telón, la actriz soy yo.
Entonces, me dijiste, hazte a la idea de que estamos muertos, poeta. Así sea, te respondí].
La música de nuevo, lee la mujer. Despedirnos habría sido sencillo, marinero: la noche en tu ataúd, los ojos cerrados, el infinito. Sonríes para que te haga la fotografía que se salvará de las aguas cuando amanezca.
Estabas sola, se habían ido todos a encender la vida. Llegué y estabas sola. Cumplí la promesa, levanté la tapa para verte, te abracé el frío, te abracé. Nos abrazamos.
—Tenía que contártelo —me dijiste.
—Gracias —te contesté.
Estos dedos, ¿no sabes?, los que sostienen el amanecer para que el amanecer no se vaya sin despedirse…
Los beso. Te beso.
Todo está inmóvil.
Alguien sopla la vela.
Oscuridad.
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Autor: Varios. Título: Los cuentos que Pessoa no escribió. Editorial: Huso Cumbres. Venta: Amazon
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