Pocos libros me han provocado tanta extrañeza y tanto desasosiego como esta deslumbrante novela de Jonathan Littell, tan difícil de resumir como de explicar. La historia es sencilla y a la vez compleja: alguien (un hombre, una mujer, un niño, un hermafrodita) sale de una piscina, se ducha, se pone un chándal y unas zapatillas de deporte, echa a correr por un pasillo oscuro, abre una puerta, a veces al azar, entra en un jardín, después en una casa. Esa secuencia se repite, completa o parcialmente, varias veces, dando lugar a peripecias distintas. Y cada vez que se entra en un nuevo espacio se encadenan sucesos que, manteniendo elementos comunes (un gato gris, unas manzanas, un cuadro) llevan a historias diferentes: violaciones, orgías, asesinatos, situaciones de guerra, exterminio de prisioneros, juegos eróticos en los que el dolor es inseparable del placer, mafiosos exterminándose unos a otros.
La extrañeza no viene sólo de los actos feroces a los que asistimos sino, sobre todo de que, acostumbrados a buscar razones y causas a los hechos, nos resulta difícilmente soportable que en la novela los acontecimientos no parezcan obedecer a lógica alguna. Al mismo tiempo, tenemos tan poco acceso a la psicología de los personajes que cuesta denominarlos así: los vemos más bien como autistas realizando acciones repetitivas y, nos parece a los observadores externos, arbitrarias. La empatía con ellos es absolutamente imposible.
Vemos sus gestos, sus posturas, sus apariencias, quién mata a quién, quién viola y quién es violado o violada, a veces cómo cambian los papeles de un momento a otro; la tortura se despliega ante nosotros como si no significase nada. Pasamos de una guerra entre dos cuerpos a una en la que grupos distintos se exterminan fríamente. Los sentimientos parecen escribirse sobre un vacío, nunca llegamos a conocer a nadie. Las matanzas son más rutina que acontecimiento.
¿Es esto todo, una sucesión de barbaridades arbitrarias, una perturbadora explosión de violencia y abuso?
No, no es todo: los mejores pornógrafos son siempre filósofos. Sade, Bataille, Littell. Como señalaba Susan Sontag en La imaginación pornográfica, “…la pornografía expresa algo más que las verdades de la pesadilla individual. Esta forma de imaginación, aunque sea muy convulsiva y reiterativa, suscita igualmente una cosmovisión que puede despertar el interés (especulativo, estético) de quienes no son erotómanos.”
Y aunque es verdad que Una vieja historia comparte ese carácter repetitivo y convulsivo de muchas obras pornográficas anteriores, la cosmovisión que presenta es nueva, al menos por lo que yo conozco. Lo que hace Littell con estas historias terribles es proponer una lectura distinta de la realidad, una en la que los sueños y la vida que realizamos en fases de vigilia se comunican entre sí, pero no porque la realidad se vuelva onírica, sino porque lo soñado es tan real, tan nuestro, como todo lo que hacemos cada día. También lo que imaginamos es parte de nuestra vida aunque normalmente nos empeñemos en establecer separaciones tajantes entre lo imaginario, lo onírico y eso que insistimos en llamar lo real. Y esos mundos que son un continuo, como lo son las habitaciones y los paisajes que transitan los personajes de la novela de Littell, que pasan de la habitación de un hotel en la ciudad a un desierto con sólo abrir una puerta, no albergan individuos que toman decisiones libremente, porque para Littell el yo parece ser una construcción casi arbitraria: somos fragmentos que unimos en una narración (la que ensamblan nuestra conciencia, nuestra memoria y nuestro deseo de crearnos una identidad), pero ni somos libres ni sabemos por qué hacemos lo que hacemos (aquí Littell se vuelve casi spinoziano). Sus personajes ni siquiera se esfuerzan en averiguar qué les mueve o en entender a los demás: siguen sus impulsos, son inundados por sensaciones y emociones (no podemos hablar de sentimientos) que no justifican ni explican a posteriori (esa ocupación favorita de buena parte de las novelas y de las biografías). Las cosas son, nosotros somos, pero somos además fragmentos, y por eso a menudo la visión de los personajes se centra sólo en una parte de un cuerpo, en un cuadro, en una alfombra, y cuando se miran en los espejos (y lo hacen continuamente, como si de todas formas quisieran encontrar una lógica en sus facciones y en sus heridas) sólo ven trozos de realidad, miembros, órganos, agujeros.
Así, Littell construye un mundo en el que se niega el yo, se pone en tela de juicio el concepto de realidad, y desde luego se ríe de la posibilidad de hablar de la libertad humana. Si en la novela pornográfica tradicional los cuerpos son máquinas intercambiables para los juegos de placer, en ésta son intercambiables en la vida misma.
Bien mirado, entonces, lo terrible de esta novela no está en las vejaciones, violaciones, torturas y asesinatos que desbordan sus páginas, sino en lo que dice del mundo de sus lectores, de nuestro mundo: si no existen la libertad ni el yo, si lo real es también lo que imaginamos y soñamos (y quién no ha imaginado y/o soñado sus propias atrocidades, que podrían estar también en la novela de Littell), quizá los que habitamos una ficción no son los personajes sino nosotros mismos, con nuestra buena conciencia y nuestro equipaje lleno de razones y de causas.
Podemos estar o no de acuerdo con esa visión, pero desde luego es una propuesta sobre la que merece la pena reflexionar. Al final resulta que la pornografía, la buena pornografía, no sólo habla del cuerpo.
—————————————
Autor: Jonathan Littell. Título: Una vieja historia. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: