El periodista y escritor Manuel Hidalgo recuerda a Pío Baroja a través de sus novelas, del cine, de la pintura y de las ciudades y parajes que ambos han compartido en sus vidas. Zenda ofrece un fragmento de este libro.
Mi padre golpeó con los nudillos en la puerta de mi cuarto. Solía hacerlo entrada la tarde, en son de paz, para ver qué hacía yo encerrado en mi habitación. Leer sentado en un sillón de cuero, con buen cojín, aunque con respaldo de madera, heredado de mi abuelo. «¿Qué lees, tanto leer?», me preguntó con las manos en los bolsillos. Lacónico, levanté mi brazo derecho y le mostré la portada del libro. «Conque leyendo a don Impío, ¿eh?». Bueno, no lo dijo en mal plan. Estudiante de Preuniversitario, tendría yo dieciséis años.
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No hace falta decir que, en aquella adolescencia bajo mandato caudillista, todos nuestros gustos eran contrarios —por decirlo suave— al gusto de nuestros padres. Habría que ver si, aquella tarde, estaba yo leyendo La busca por tal motivo. Creo, en verdad, que no. Leía a Baroja porque, asiduo lector, sabía desde hacía tiempo que Baroja era para mí. Había llegado la hora de adentrarse en la literatura mayor y de mayores, de pasar página de Salgari, Verne, May, Scott y tantos otros, de adentrarme en mundos procelosos para comprobar que la vida no era como nos la pintaban. Había otra vida que nos había permanecido vetada y velada. Baroja servía muy bien para tal fin, acumular dudas, nuevos dolores y asombros. Y no voy a decir mucho sobre el disputado y esmerilado asunto de si Baroja fue —era, es— un escritor para el tránsito de la adolescencia a la primera madurez como lectores, salvo que sí. En mi caso, lo fue. Y el viaje me impresionó.
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Pues sí, La busca me impresionó mucho, muchísimo. Su pobre protagonista, Manuel, se llamaba como yo, claro, y tenía mi misma edad. Algo menos. Asomarme a la miseria material y moral de los barrios bajos de Madrid, a aquel mundo de golfería, delincuencia, mendicidad, enfermedad, violencia, sexo torpe, muerte y mala sangre, exento de esperanza y de posibilidad de redención, bronco, cruel, visto sin compasión ni empatía —ni simpatía—; aquel panorama de infortunio, trapacería y brutalidad, casi sin un pasaje de tregua o alivio, me afectó. Todo negrura, todo pesimismo. El pesimismo que luego supe —y comprobé— que se le achacaba a Baroja. Me llamaron la atención las reiteradas alusiones al polvo callejero, a la suciedad ubicua, al mal olor por todas partes. Andrajos, comistrajos, vinazo, peores intenciones, mortecina luz amarillenta.
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Autor: Manuel Hidaldo. Título: Del balneario al monasterio. Editorial: Ipso ediciones. Venta: Amazon
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