Renato Cisneros (Lima, 1976) confiesa, humilde, que su mundo ficcional es limitado y que, por ello, su prosa ahonda tanto en su mundo y en el de los suyos. Algunos familiares lo ven como un delator. Ha sacrificado la discreción del clan en favor de la literatura: triunfó con La distancia que nos separa (Planeta, 2015), novela en la que todas las preposiciones orbitan en torno a su padre, y ahora publica Dejarás la tierra (Planeta, 2018), su segunda parte —con muchas comillas: en un principio, ambos libros formaban un todo que fue dividido por su editor—, donde aborda la génesis bastarda de su tribu: todo comenzó en el siglo XIX, en los días en que Perú no sabía aún si quería independizarse o no, cuando su tatarabuelo, el cura Gregorio Cartagena, fundó una familia clandestina con una joven llamada Nicolasa Cisneros.
En este nuevo libro, en cuyo título resuenan ecos de García Márquez y de Rulfo, Cisneros narra el cómo pudo ser la vida privada de sus ya citados tatarabuelos; la de su bisabuelo, el, sobre todo, poeta Luis Benjamín, y la de su abuelo, el periodista y diplomático Fernán Cisneros. El autor desacraliza la leyenda familiar propia, llena de hombres públicos y respetables, y recuerda a los lectores que nadie es hijo de dioses. De hecho, el encanto de sus personajes reside en la complejidad de sus dudas, de sus miedos, de sus pecados y de sus errores. En sus páginas no hay juicio, sino recreación literaria, ternura y humor. Se habla del destino y de la herencia. También de la historia del Perú. Sobre todo ello, Zenda conversa con el escritor:
—Señor Cisneros, ¿cree usted en el destino?
—No cuando escribo, pero a veces caigo en esas supercherías, en creer que hay como caminos marcados, como destinos prefijados, pero intento evitar ese prejuicio.
—¿Cuándo y por qué le empezó a inquietar la historia de su apellido? ¿Qué encendió la mecha que le llevó a escribir esta obra?
—Este es un libro un poco bastardo, en el sentido de que nació como parte del libro anterior. Yo escribo un manuscrito de unas 600 páginas sobre todos los hombres de mi familia: desde mi tatarabuelo, que era un cura que había tenido siete hijos con una mujer, y de quien no habíamos heredado el apellido, hasta mi padre. Sentía que en los cuatro hombres que protagonizaban la historia había una constante de ilegitimidad que trazaba un hilo que me parecía digno de ser contado. Pero luego el editor me dijo: «No, aquí hay dos libros: uno, el de tu padre, más contemporáneo, más orgánico, responde a una urgencia distinta, y luego está todo lo anterior, que es una novela más macondiana, que yo te diría que reescribas». Por supuesto, me partió el alma: yo me había encerrado ocho años pensando en que este sería mi Ana Karénina, mi gran saga familiar, y me tardó unas semanas entender que esa observación era lo suficientemente atinada como para seguirla. Así que publicamos el libro de mi padre y esto, que todavía no era un libro, fue confinado a la reescritura. Me vine a España, escribí acá, y ahora que lo he lanzado tengo la sensación de que el libro lleva también un poco el signo de «ilegítimo»: quería ser otra cosa y terminó naciendo después, a pesar de que cuenta una historia previa. El acto que lo determinó fue la permanente curiosidad que, desde muy joven, despertó en mí mi familia, llena de hombres públicos, muy famosos en el Perú en sus distintas épocas, muy vinculados con la vida política, intelectual, periodística, y a los que yo aprendí a admirar de chico sin saber que, en la intimidad, habían sido hombres muy erráticos, que habían tomado malas decisiones, un poco cobardes, timoratos, y cuando fui descubriendo eso, me parecía que se podía contar una historia que aspirara no sólo a contar la historia de una familia, sino también la historia de un país.
—¿Cuánto le pesa a usted la palabra «identidad»?
—Mucho. Creo que es una palabra que pesa en la biografía de cualquier escritor. Creo que los escritores son, sobre todo, sujetos —incluyo a hombres y mujeres, porque ahora hay que ser muy preciso (risas)—, que se sienten incómodos: con su origen, con su aspecto, con su nombre, con su entorno… y creo que muchas veces esa incomodidad viene también con la identidad: la literatura también se erige sobre lo que uno no sabe, sobre lo que no está, sobre lo que está ausente. Y la identidad, que es siempre una materia en construcción, obliga a la gente a estar examinándola permanentemente. Así que, para mí, siempre ha tenido un peso: no tanto el intentar saber quién es uno, como sí quién ha sido y quién puede ser. Además, es una categoría muy dinámica: uno nunca es la misma persona. Y tampoco es la misma persona en función de quién te recuerda. Si yo le pido, no sé, referencias sobre ti a tus mejores amigos, podré construir una imagen muy distinta a si se las pido a algún enemigo tuyo. Lo que uno es es una materia muy dinámica.
—Dejarás la tierra discurre por las vidas de su tatarabuelo, el cura Gregorio Cartagena; su bisabuelo, el, sobre todo, poeta Luis Benjamín, y su abuelo, el periodista y diplomático Fernán Cisneros. En esta triada de personajes encontramos un patrón. Digamos, con brocha gorda, que les gustaba complicarse la vida. De hecho, en un fragmento, usted se pregunta si el destino de su familia, de su tribu, es lo clan-destino.
—Sí, sí. Quería escribir una historia que todo el tiempo reflexionara sobre la idea de la herencia. Si uno hereda únicamente sólo aquello que se ve, lo tangible, no sé: la postura del cuerpo, la voz, el color de los ojos, etcétera, o si también heredamos las obsesiones, los traumas no resueltos, las enfermedades, las paranoias, las inclinaciones de esos hombres y mujeres que nos antecedieron… Cuando iba cotejando la historia de cada uno de estos hombres, me di cuenta de que muchos construían su vida pública en función de su vida secreta y que había algo clandestino que las hermanaba. En cuanto yo provengo un poco de esa clandestinidad, me interesó jugar con la palabra «destino» como una forma de dar un tipo de categoría a esas vidas secretas.
—Un hecho que comparten Cartagena, Benjamín y Fernán Cisneros es el de que padecen, por un motivo u otro, el destierro. Usted habla de su propio “destierro voluntario, aquí en Madrid”. ¿De qué huyó usted? O, si lo prefiere, ¿qué tipo de refugio le proporciona la capital de España?
—Me preguntaste al inicio, Jesús, si yo creía en el destino, y mi primer movimiento fue decirte «no», o «no tanto», o «a veces». Sin embargo, efectivamente, todos estos hombres están unidos por un destierro no necesariamente elegido. De hecho, proscritos son los tres. El título de la novela responde a eso. Todos los hombres de esta historia, para ser quienes terminaron siendo, dejaron el lugar en el que nacieron. Y yo, sin habérmelo propuesto, termino escribiendo este libro en una ciudad que no es la mía, en un país que no me resulta ajeno pero que no es el propio y, sin querer, me termino inscribiendo en esta coreografía que lleva siglos. Entonces, no es que intente reformular mi primera respuesta, pero a pesar de que uno no cree en el destino, el destino, a veces, cree en ti, digamos. Y yo encontré acá, básicamente, tranquilidad, una ciudad que no me era desconocida y que, a pesar de su caos, tiene la suficiente armonía y calidez como para acoger a alguien que, en mi caso, venía a escribir un libro.
—Aparte del destierro y de la sangre, claro, ¿qué comparte usted con los tres personajes principales?
—(Piensa) Son hombres muy sentimentales. Y odio referirme a mi propia escritura, pero, sin duda, creo que la mía es una escritura sentimental. De hecho, si en la novela anterior, La distancia que nos separa, evité el melodrama porque ya las circunstancias que se contaban eran lo suficientemente dramáticas como para añadirle un tono que subrayara ese rasgo, en esta novela sí que me he enredado en el melodrama de la historia. Porque soy un autor sentimental, porque reacciono ante las historias sentimentales. Benjamín es un poeta romántico; Fernán es un tipo muy enamoradizo, y el cura mismo traiciona el pacto de clérigo para enredarse con una mujer… Todos somos, creo, hombres que en determinado punto nos dejamos llevar por las pasiones.
—El repertorio de personajes femeninos es grande y complejo. Destaca la figura de su tatarabuela, Nicolasa Cisneros, una superviviente brava, pero también hay mujeres fatales, mujeres florero… Me gusta que no respondan al canon ideológico de hoy.
—Sí. Así como yo te comentaba que de chico aprendí a admirar a estos hombres por los roles públicos y protagónicos que tuvieron, en la investigación primero y en la escritura después, acabé admirando a las mujeres. Soportaron a sus familias y los secretos, traiciones y mentiras de esos hombres.
—Es que, por ejemplo, su abuela soportó a un bígamo. Tela…
—Claro, claro. Y, si uno lo piensa bien, ese elenco de mujeres invisibilizadas es también una metáfora no digo ideológica o propagandística, pero sí de cómo la Historia ha contado el surgimiento de las sociedades, donde las mujeres casi no tienen un lugar en el elenco de próceres y héroes republicanos. Al menos, la historia del Perú se cuenta no digo desde un punto de vista machista, sino sin contemplar el papel que las mujeres han cumplido. Sí, sin duda me fue interesando. No fue un punto de partida, sino de llegada. Me fue interesando cómo las mujeres a estos hombres o los apuntalaban, o los traicionaban, y que terminan siendo un poco las verdaderas protagonistas de una historia que, aparentemente, es masculina.
—Es triste aquello que cuenta de su abuelo Fernán: en cuanto supo “la verdad de su vida”, “renunció a la verdad de la literatura”. En usted, ocurrió justo lo contrario.
—Sabiendo lo huidiza que puede ser la categoría de «verdad», sobre todo, cuando uno escribe novelas, sí, yo siento exactamente lo contrario. A cuantas más «verdades» accedo, más orientado hacia la literatura me siento. Al menos, para esta novela fue una clave. Cuanto más detalles escabrosos conocía, más me provocaba escribirlos. En la pugna entre el descendiente y el escritor, terminó imponiéndose el escritor, básicamente, por la voracidad de querer contar aquello que el descendiente duda de contar. Es como que uno se reconoce tributario y otro se reconoce traidor. Y los escritores somos eso: un poco como caníbales y vampiros de las historias ajenas y propias. Y creo que por eso pude contar la historia. Finalmente, es lo que desaconsejo: invito a la gente que no revise su historia, que no discuta la mitología familiar… salvo que haya una obsesión tan neurótica como escribir una novela. Si no, es mejor quedarse tranquilo y no tener problemas con la familia que, finalmente, funciona como una mafia.
—También es cierto que su abuelo Fernán no destruyó esas dos cartas en las que hablaba de sus antepasados, como una decisión de “perpetuar la verdad”.
—Exacto. Sí, sin saber quién va a descubrir esa verdad y a quién le va a servir. Es evidente que, cuando mi abuelo escribió esa carta, ignoraba que, varios años más tarde, un nieto suyo las adquiriría como material de trabajo. Y, sin embargo, la mirada romántica y justiciera del escritor también quiere pensar que él, sabiéndose escritor, quizá también escribió esas cartas como esperando que fueran relevantes en algún momento.
—¿Cómo ha digerido su familia esta obra?
—Esta y la anterior son novelas que discuten el relato familiar. Cuentan cosas que mucha gente de mi familia hubiese preferido que no salieran a la luz. Hace un rato te decía que las familias funcionan como las mafias porque te educan en el arte de no traicionarlas —uno debe ser obediente al mandato familiar—, y la literatura utiliza el camino contrario, el de la desobediencia. Su reacción ha sido la esperada, por supuesto: el disenso, el silencio, el repliegue, la incomodidad, pero así como lo peor que le puede pasar a una familia es tener a un escritor entre sus filas, lo peor que le puede pasar a un escritor es escribir para su parentela. Siempre he pensado que hay que vencer ese cerco familiar para poder dialogar con lectores que no tienen nada que ver contigo, que no saben nada de tus circunstancias ni de ti, probablemente, y que, sin embargo, puedan sentirse entendidos, acompañados, menos tontos, menos solos… por algo que escribiste.
—Hablando así de su clan, demuestra que los familiares, en general, no son dioses. O, en caso de ser dioses, son como los griegos: llenos de defectos, de pecados.
—Exacto, sí. Es curioso: me he enterado de historias muy parecidas a raíz de la publicación del libro. Me ha escrito gente, o se me ha acercado, a decirme que tenían un tío sacerdote, o un hermano extramatrimonial, o un tío que se suicidó… Son historias que, en realidad, nos ocurren mucho más de lo que quisiéramos y que la mayoría estaría muy indispuesta a contar. Esta novela parece muy personal, pero, en el fondo, funciona como la parábola del surgimiento de un país y, al mismo tiempo, como el espejo de muchas familias latinoamericanas.
—Si bien Dejarás la tierra no es una novela histórica, ¿se puede hacer una analogía entre el apellido “Cisneros” y la historia de Perú?
—Hay una ligación fuerte pero, de lo que yo me percaté después, además, a raíz de la observación de un lector, es de que el Perú, en ese momento, cuando empieza la historia de esta familia, es un país que no sabe si independizarse o no, porque la élite quiere seguir atada a la Corona y hay una insurgencia popular que quiere la independencia, pero no se sabe muy bien quién es el actor que, finalmente, viene a enbanderarse con el rollo independentista, si San Martín o Bolívar. Es un país que no sabe quién es su padre. Crece en esos primeros años de república con un enigma en la cabeza. Y es casi lo mismo que ocurre en mi familia. Entonces, esa analogía, sin haberla pretendido, se estaba escribiendo de manera más o menos ordenada.
—¿Y cómo están ahora las cosas allá, por su país?
—Es un momento un tanto turbulento. Es un año que empezó con la renuncia del presidente Kuczynski, y luego ha habido una ola de escándalos, desde la difusión de unos audios que pusieron en evidencia lo corrompido que estaba el sistema de Justicia, hasta la revelación de unos mensajes de chat del fujimorismo, que es la primera fuerza de la oposición, que ha confirmado que este grupo político ha venido boicoteando el orden democrático desde mucho tiempo atrás. Va a haber un referéndum en diciembre para aprobar unas reformas… El Perú, desde hace unos diez años, ha mantenido un orden económico que lo ha convertido en un modelo regional a pesar de sus descalabros políticos, pero, por primera vez en mucho tiempo, hay una reacción del mercado a lo que viene en materia política. Es el peor momento del fujimorismo: el fundador ha vuelto a la cárcel, la hija está a punto de ser encarcelada, hay escándalos que afectan a muchos de sus miembros… y, por otro lado, hay esperanza de que este gobierno o el próximo le dé al país esa estabilidad política que no tiene.
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