«Soy un hombre afortunado», rezaba el poema. Y empezó a decírselo, a repetirlo como un mantra. Y al fin, a creérselo, toda vez que la tinta de los versos ya resplandecía sobre la inocencia de cada página. La portada en penumbra no mentía: ahí estaba el título y su nombre. Acababa de presentarlo y, después, durante una hora, se había dejado la muñeca y algo del hígado o de un riñón con cada palabra escrita en las dedicatorias que con tanta atención le habían solicitado. Había llegado a casa borracho de oxitocina, tras compartir la celebración con los amigos que, con indulgencia plena, se fueron apropiando de su libro, pues suyo era también ese fruto destilado hasta la última coma. Aquí sería menester hacer un aparte, recordar las redes invisibles que tejen algunos poetas, enviando o trayendo en mano sus palabras desde más allá de la intemperie para consolarnos sin miedo ni esperanza, igual que esos instantes que se apalabran al albur de una noche. Susurrando. Jadeando. Aunque por la mañana todo sea espejismo y evidencia. Recordó a Machado:
En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad.
El caso es que el poeta acabó a las tantas, sentado en el sillón. Se sirvió media copa de whisky. El corazón no demandaba excesos. Permaneció callado y quieto, sin perturbar el silencio recobrado, aún con el temblor del combate entre los labios. Echó un trago. Chasqueó la lengua, husmeó el ámbar y paladeó la certidumbre de la madera. Y entonces se paró. Miró atrás, la nuca en el espejo, y apreció los hechos mínimos, cada palabra, los gestos minúsculos y supo que acababa de regresar de un agujero negro. En la poesía la claridad es un valor determinante. Pocas veces un autor lo consigue. La mayoría de las ocasiones, nunca. Él tampoco. Se había sumergido en una inmensidad de profundidades y abismos, atraído por una fuerza de gravedad difícil de esquivar, igual que cuando uno ve un buen cuadro y cae inevitablemente dentro de sus formas y colores; luego, emergió para respirar o reír y así, abajo y arriba como un buzo en cuantas veces estimó necesario, antes de regresar. Había caminado por el lado más negro, a ciegas, espiando, tocando, palpando cada milímetro de lo inexplorado, imaginando cada palabra y sus silencios, las letras que pudieran nombrar el alma de cada cosa. También la física tendría algo que decir aquí. Nombrar lo que es cuando cambia. Nombrar lo que está cuando no se ve nada. Ver más allá de lo visible. «Las cosas se transforman unas en otras según necesidad y se hacen justicia según el orden del tiempo», dijo Anaximandro, sea lo que sea el orden del tiempo. Y entonces una luz hirió su consciencia: en aquel agujero no había diferencia entre la memoria y la esperanza, entre las causas y los efectos, entre la omisión y la intención, entre lo intenso y lo sutil. Y de improviso el orden del tiempo cambió: pasado y futuro se desvanecieron y comprendió que todo era un tiempo presente donde todo, él mismo incluido, giraba a una velocidad vertiginosa en la redoma refulgente de la vida.
Un beso en la mejilla le despertó. Era hora de tomar un café, ducharse y salir de nuevo a la calle del mundo.
—Soy un hombre afortunado —bisbiseó—. Soy un hombre afortunado…
—A tope, poeta, a tope —dijo ella.
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