John le Carré (así, con ele minúscula, como lo escribe él), seudónimo de David Cornwell, es una leyenda de las novelas de espionaje, publicadas durante más de 50 años, desde 1961. Muchas de ellas han sido adaptadas a la pantalla (e incluso para la radio), a veces con él mismo de productor ejecutivo, y en 2010 dos de sus hijos, Simon y Stephen, fundaron la productora The Ink Factory, de la que ya han salido dos películas y dos miniseries sobre libros de su padre, entre ellas la que nos ocupa hoy. Quizá las obras suyas que más le suenen a la gente en general sean El espía que vino del frío, Calderero, sastre, soldado, espía, también conocida como El topo, y La Casa Rusia, pero muchos de sus acérrimos seguidores tienen a esta Chica del tambor como uno de sus mejores libros.
Quizá una de las razones sea que el conflicto que refleja, el de israelíes contra palestinos, continúa estando presente de forma perenne en las noticias año tras año, pero otra de ellas es la mezcla de mentira y verdad, realidad e ilusión, hechos y ficción, historia e Historia, que recorre la trama, cosa que lo convierte en especialmente atractivo para otros novelistas, historiadores y hasta políticos. El “bestsellero” John Grisham, por ejemplo, la tiene como una de sus favoritas. La idea central es bastante simple: utilizar a una actriz no fichada por el enemigo para que usando sus dotes interpretativas se infiltre en sus filas y se consiga neutralizar a través de ella a una de sus principales figuras. El resultado es una historia que aunque a ratos roza la implausibilidad por lo arriesgado de la jugada, arrastra al lector en la novela y al espectador en la serie con la fascinación de saber si saldrá bien o no, y qué coste humano producirá entre sus participantes.
El libro, publicado en 1983, ya fue adaptado anteriormente a la pantalla grande, en una película dirigida por George Roy Hill y protagonizada por Diane Keaton y Klaus Kinski. En esta ocasión es una miniserie de seis episodios de una hora para la BBC británica y la AMC estadounidense, dirigida por el coreano Park Chan-wook, con Florence Pugh, Alexander Skarsgård y Michael Shannon en sus papeles principales. Al igual que ocurrió con la miniserie lecarreana anterior de los hermanos Cornwell, The Night Manager, el diseño de producción no repara en gastos, y los paseos internacionales por Grecia, Austria, Alemania, Inglaterra y Palestina son parte de su poderío visual, a lo que se añade esta vez una estética setentera de trajes marrones, cuellos altos y colores vivos.
[Aviso de destripes en todo el texto]
Estamos en 1979, y la Organización para la Liberación de Palestina está en plena campaña de asesinatos a base de bombas por Europa. Es una época en la que ser rebelde, violento e incluso terrorista se llega a ver como algo chic y de moda, atrayente hasta para algunos acomodados veinteañeros occidentales, que empiezan por enfadarse ante alguna noticia de opresiones internacionales, continúan yendo a una manifa más o menos extremista y acaban enrolados en algo que completamente los supera o les provoca una adicción al peligro porque sí que no saben muy bien cómo digerir. Antes de que te des cuenta, un día ayudas a transportar explosivos solo para echar una mano solidaria, y ya estás metido en la madriguera del conejo sin remedio. Un par de espías israelíes, Martin Kurtz y Gadi Becker, identifican a una de estas jóvenes, la aún desconocida actriz inglesa Charlie Ross, como posible elemento de interés, pero no por que haya mostrado alguna señal de férreo odio a lo musulmán, sino al revés: ha sido vista en un mítin más o menos clandestino con Salim, uno de los cuatro hermanos Al Khadar, que con la cara cubierta con pañuelo palestino y solo los intensos ojos a la vista, representa el súmum del extraño oscuro, peligroso y mortalmente atractivo.
Resulta que el mayor de los Al Khadar, Khalil, es el principal responsable, sobre todo ideológico, de los últimos ataques y futura gran “estrella” de la facción más violenta del movimiento palestino, y Kurtz, tras atrapar a Salim, concibe un complicado plan para que Charlie se haga pasar por el ultimo ligue occidental de este, se presente ante los palestinos como una brava “viuda de guerra”, conduzca a los israelíes hasta su hermano, y así poder descabezar a la serpiente. Lo que sigue es una intensa trama de seducción, pasos fronterizos, explosivos ocultos y ejemplo extremo de utilización del llamado “método” actoral para meterse en un papel del que no te puedes despojar en ningún momento, bajo pena de muerte. La escena de Charlie y Gadi en la Acrópolis de Atenas, cuando ella todavía cree que él es un machote alto, cachas, de misteriosas cicatrices y de ojos azules a la vez melancólicos y amenazadores intentando ligar por las playas mediterráneas mientras lee sobre Salvador Allende, es uno de los puntos álgidos de la serie, tanto por la naciente relación entre ambos como por el ojo visual de Park jugando con las sombras, las luces y las perspectivas de aquel reverenciado y antiguo lugar.
Florence Pugh como Charlie sostiene la serie entera, incluso en esos momentos en que parece que todo esto se podía haber contado en menos tiempo. Bajita pero decidida, sin ínfulas de heroína pero con agallas, derrocha energía, carisma e imponente voz de futura estrella de las pantallas. La primera mitad de la serie se dedica a que ella vaya construyéndose su papel a base de visitar cada lugar que se supone que compartió con Salim, alojarse en los mismos hoteles, tener cada conversación que tuvo con él, escribir cada carta que le envió y hacer cada cosa importante que hicieron juntos: que la enseñara a disparar, que le contara cosas de su vida pero no demasiadas, e incluso que se acostara con ella. Su compañero de reparto en este largo ensayo es Gadi, que con la pinta del sueco Skarsgård no parece palestino en absoluto, pero ese precisamente es uno de los múltiples detalles metafóricos y alegóricos que comparan el mundo de la actuación y la ficción con la realidad política, el espionaje y la creación de mitos internacionales: si el israelí Gadi es capaz de interpretar al musulmán Salim con la convicción suficiente para un papel tan exigente, incluyendo toda su oratoria de odio hacia los judíos, quizá sea porque su fanatismo proceda del mismo lugar. O que, como es frase común de topicazo en este tipo de historias, “en el fondo tú y yo no somos tan diferentes”.
Por su parte, Kurtz no oculta desde el principio lo ambicioso de la idea, presentándose ante una atemorizada Charlie como “el productor, guionista y director de nuestro pequeño espectáculo”. Un espectáculo que incluye fingir que el salón de una casa es una celda de aislamiento en una oscura prisión para Salim, con ruidos de otros presos y todo, transmitidos a través de unos altavoces ocultos. Es todo un logro para el actor Michael Shannon lograr superar el bigote, gafas, peluca, acento e intensidad de su personaje para convertirlo en una presencia sólida y convincente en vez de un ridículo fanático ido de la olla. A fin de cuentas, ser espía es interpretar a un personaje que no eres, de modo que quién mejor que un actor para representarlo. Park, el propio director, también participa del juego, convirtiéndolo en meta, dando una justificación extra al manido recurso narrativo de ocultar información del momento cronológico en el que ocurrió algo para presentarla más tarde, cuando cause mayor efecto. Por ejemplo, sucede cuando se nos revela que el casting al que Charlie acude al principio no es una simple escena rápida para contarnos visualmente quién es ella y cómo es su rutina diaria, sino que es el propio Kurtz quien lo ha preparado para decidirse en favor de ella o no. Incluso los terroristas admiten que la realidad hay que presentarla al público de una forma que la convierta en una “narrativa” adictiva y fascinante, porque si no, nadie te hace caso. Y hasta de la propia Charlie descubrimos, a través de los informes de los colaboradores de Kurtz, que toda su biografía pública de padre borracho, nos desahuciaron de casa, me valgo sola desde los quince, es una mentira (o “autoficción”, como se lo llamaría ahora) que tapa una existencia normalita, burguesa y actoralmente aburrida de familia amante y sin problemas.
Tras varias vueltas y revueltas, por fin aparece Khalil, cual ballena blanca para el Ahab Kurtz o como coronel Kurtz (curiosa coincidencia, o quizá no tanto) para Charlie tras su peligroso viaje río arriba. Sabemos que Charlie inicialmente simpatizaba con los palestinos. Sabemos que ha hecho un intenso rol en vivo “enamorándose” virtualmente de Salim, a quien solo ve una vez, estando este sin conocimiento, para memorizar sus cicatrices y hasta la forma de su pene. Sabemos que como parte de su infiltración ha pasado meses entre ellos, conociendo a la hermana de Khalil y Salim. Sabemos que Charlie ha visto llover muerte israelí desde el cielo llevándose con ella a una niña palestina en un campamento. ¿Realmente va Charlie a facilitar la captura de Khalil, o se va a cambiar de bando a última hora? La serie no juega mucho con este supuesto, y si lo hace, queda cortado de raíz con la aparición de Gadi como ángel vengador, matando a Khalil en contra de las órdenes de dejarlo marchar vivo. Es aquí donde se aprecia el coste psicológico y de básica calidad humana que conlleva una vida como esa: viendo que Charlie ha tenido un gran éxito a la hora de infiltrarse entre los palestinos, y que incluso se ha acostado con Khalil, Kurtz cambia su modesto objetivo inicial (matar a Khalil) y lo eleva a que se deje huir a Khalil, a que Charlie se vaya con él como su pareja real, y a que ella informe constantemente de los futuros actos de un fanático destinado a llegar muy alto en su organización, con lo cual no solo se podrá cortar la cabeza de esta serpiente, sino la de todas las demás del nido. La deshumanización de esta idea, y también su brillantez como plan bélico, muestra mucho sobre hasta dónde puede llegar la mente de nuestra especie, desde luego. Por su parte, Gadi se rompe en dirección contraria: no es capaz de aceptar las enormes posibilidades del nuevo razonamiento de Kurtz y no solo no deja escapar a Khalil, sino que lo mata en vez de apresarlo cuando la vida de Charlie corre peligro. Claramente, se ha enamorado de ella, incluso a través de su interpretación de Salim, y ha hecho por ella lo que no habría hecho por un agente aliado que no fuera una inglesa guapa y resultona. ¿Cómo acaba todo? Pues con Charlie obedeciendo una nueva llamada de Gadi vía mensaje oculto en un paquete de tabaco, quién sabe si para empezar una nueva misión, ya fuera de la novela original, de la misma forma en que se rumorea que puede haber una segunda temporada de The Night Manager más allá del libro ya adaptado.
La clave del título, y quizá la moraleja principal de toda la obra, viene de una conversación que Kurtz tiene con el capitán Picton, un intenso y desdeñoso oficial inglés con el que Charles Dance se come la pantalla en sus breves apariciones. Picton le cuenta una batallita sobre su juventud en los 40, durante las revueltas del Medio Oriente contra el dominio británico: molestos con un grupo de chavales que les tiraban de todo, Picton identificó a uno de ellos como eslabón débil, lo detuvo y lo interrogó sobre el resto de su banda. Su ojo clínico no funcionó y el chico no se chivó de nada, a pesar de que Picton acabó «con la mano dolorida». Al soltarlo y verlo irse, se preguntó si no acababa de crear un nuevo tamborilero («a little drummer boy») que en el futuro marcharía decididamente contra ellos, vengativamente traumatizado por la violencia que acababa de sufrir. Y así seguimos como siempre hemos sido los humanos: creando nuevos tamborileros con nuestra violencia… y con la manera en que nuestras ficciones interpretan la realidad.
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