Esteban Arkadievich no compra los periódicos porque esté o no de acuerdo con ellos, los compra porque le dicen qué pensar. Rara vez cambia sus opiniones y si lo hace es porque el diario que lee así lo dispone. No le interesan a Arkadievich el arte, la política o la ciencia, pero necesita un juicio del mundo. No tiene grandes principios. Los elige como al corte de una levita. Acepta las modas, pero reservándose aquellas que le convienen, prendas que ordena en su armario entre lo que nunca pasa de moda y lo que puede, cómo no, rejuvenecer de vez en cuando.
Yo, como el Arkadievich de Anna Karenina, comencé a leer libros para formar mi propio juicio del mundo. Desde que tengo uso de razón, la novela me ha parecido la forma más refinada para interpretar la realidad que me rodea. Son incluso más poderosas que los periódicos, porque quienes las escribieron no tenían, o quiero pensar que no tuvieron, hora de cierre. Por eso no tienen erratas ni jalean a nadie. Soy incapaz de separar al Julián Sorel de Rojo y negro o la Emma Bovary de Flaubert del tiempo que los alumbró, pero que sean capaces de interpretar el mío es algo que aún me sorprende.
Creo en la ficción como una máquina de realidad. Las épocas también escriben sobre la hoja en blanco de quienes las viven, y por eso me he reservado el privilegio de tener una biblioteca, un lugar donde ir a preguntarle al tiempo qué piensa de este que me ha tocado vivir. En estos días de ultra-derecha, ultra-izquierda o ultra venganza, ha caído en mis manos un libro prodigioso, una iluminación de belleza, escarmiento y psicoanálisis: El vendedor de tabaco, de Robert Seethaler, que la editorial Salamandra publica ahora en español.
Sigmund Freud, un lector y fumador contumaz, acude a aprovisionarse de periódicos y puros en el estanco más cercano a la calle Berggasse, un lugar al que van a parar los individuos más variopintos de la Viena de los años treinta y en el que trabaja como aprendiz Franz Huchel, un chico de 17 años que acaba de abandonar su pueblo a orillas del lago Attersee y llega a la ciudad ávido de comprender todo cuanto lo rodea. Corren tiempos duros y el Tercer Reich está a punto de anexionar Austria.
Huchel lee a fondo los periódicos que vende su jefe, al tiempo que sale a dar largos paseos por las cervecerías vienesas y contempla las norias y los jardines de una ciudad que para él inaugura el mundo y va revelándose en sus no pocas amenazas: el avance de los nazis, la persecución a los judíos y la inminencia de la Guerra, un ambiente de tempestad que Robert Seethaler diseña con sencillez, sin concesiones ni truculencias, e incluso con un fino sentido del humor y belleza del que se vale para aguijonear al lector.
En esa ciudad sobre la que se cierne la invasión, este estanco, el lugar de la prensa y el tabaco, hace las veces de una ciudadela de la razón. «La gente está loca por ese Hitler y por las malas noticias, lo que en la práctica es lo mismo. En todo caso, es bueno para el negocio de la prensa, ¡y fumar siempre se fuma!«, dice Otto Trsnjek, dueño del local y jefe del joven Huchel, quien día tras día devora periódicos, los lee a conciencia, buscando —con menos frivolidad que Arkadievich— una mirada iluminadora que le permita construir la suya.
Si bien es cierto será su amistad con Freud lo que abrirá la cabeza del aprendiz como un melón, encuentro una belleza latente en el argumento de El vendedor de tabaco: la idea de que en la prensa se puede conseguir una opinión más o menos literaria del mundo. Cuando se respetan a sí mismos y a quienes los leen, los periódicos hacen lo que la ficción con la realidad: construir una arquitectura sólida para guarecerse de la intemperie de la zafiedad y la ignorancia. Es la prueba más sólida de que a la realidad la separa del periodismo apenas una baldosa, una sola, del salón de baile en el que llevan siglos ejecutando el mismo vals.
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