A veces la vida te regala cosas, y una de ellas son los amigos. Me refiero a amigos de verdad, sólidos y fiables, de ésos a los que, como escribió no recuerdo quién, puedes llamar a las cuatro de la mañana diciendo «me he cargado a un fulano» y se limitan a responder «voy para allá con una pala». Lo cierto es que la pala no me hizo falta nunca, o de momento, pero sí tuve ocasión de que acudieran cuando los necesité, o de acudir yo cuando me necesitaron. Tales son las reglas.
Acabo de regresar de México, donde me he visto con varios de esos amigos: el novelista Xavier Velasco, mi antiguo editor Fernando Esteves y algún otro. Y sin esperarlo, por casualidad y esta vez durante sólo diez minutos para darnos un abrazo, con mi casi hermano sinaloense –mi carnal, como dicen allá– el escritor Élmer Mendoza. Élmer, que acaba de cumplir los 69 tacos, es catedrático de literatura y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, novelista de gran éxito y autor respetadísimo –lo llaman patriarca de la literatura norteña– porque fue el primero en fijar por escrito el habla de la frontera y el efecto del narcotráfico en el fascinante idioma español que allí se maneja. Un fulano capaz de decir sin complejos: «Me gusta la palabra narcoliteratura porque los que estamos comprometidos con ese registro tenemos las pelotas para escribir sobre ello, porque crecimos allí y sabemos de qué hablamos».
Somos amigos desde hace 18 años, cuando me llevó de la mano para que me empapara bien del origen de Teresa Mendoza, mi Reina del Sur. Por eso aparece como personaje real en la novela, con nuestros compadres Julio Bernal y el Batman Güemes, y una buena parte de los escenarios de Sinaloa que ambientan la novela los conocí gracias a él. En aquellas semanas y meses en los que se forjó nuestra amistad, cuando yo caminaba a su lado anotando cuanta palabra escuchaba y él traducía para mí, incluidas las suyas propias, fui un hombre feliz, pues la novela que sólo era un proyecto y unos personajes en mi cabeza fue tomando forma, creciendo en estructura y páginas hasta hacerse realidad. A él se la debo, y sin él jamás habría podido escribirla. Sin su compañía nunca habría comprendido las palabras de aquella rola de Los Tigres del Norte, o Los Tucanes, o no recuerdo quién: Saben que soy sinaloense, ¿p’a qué se meten conmigo?
Con él anduve días y noches por garitos, cantinas y puticlubs de Culiacán: La Ballena, el mítico Don Quijote –donde te pasan el detector de metales a la entrada–, el téibol Lord Black y otros antros frecuentados por lo peor de cada casa. Y sé cómo lo respetan en su tierra; incluso, o en especial, los narcos. Cuando nos conocimos él había escrito ya Un asesino solitario; y sus siguientes novelas, en especial la serie protagonizada por el Zurdo Mendieta, lo situaron en un altar comparable al del santo bandido Jesús Malverde que se venera en Culiacán. El mismísimo Chapo Guzmán prohibió que lo tocaran. Pude comprobarlo en mis siguientes visitas: en una tierra de campesinos semianalfabetos, traficantes y violencia, donde morir de un balazo es morir de muerte natural, Élmer es un prestigioso profesor universitario que sale en la tele, habla de libros y de cultura, y menciona el narco con la objetiva ecuanimidad de quien conoce su realidad, causas y efectos. He visto a patrulleros corruptos, de los que se acercan en busca de mordida con la chamarra cerrada para ocultar el número de placa, cuadrarse al reconocerlo. Y he visto a narcos con el bulto de la pistola en la cintura, de los que apenas respetan nada sobre la tierra, saludarlo con una inclinación de cabeza o dejarle pagada una copa.
Lo he contado alguna vez. Mi mejor recuerdo de Élmer, porque sucedió la noche en que empecé a conocerlo de verdad, tuvo lugar en el Don Quijote. Estábamos en nuestra mesa cuando el camarero, señalando a dos tipos bigotudos y patibularios, de ésos que al entrar nadie cachea porque es evidente lo que llevan encima, nos puso dos tequilas en la mesa. «Invitan los señores», dijo. Yo sabía que Élmer, con úlcera de estómago por esa época, no bebía alcohol. Lo sabía todo Culiacán. Sin embargo, sin vacilar, tomó su caballito de Herradura Reposado, lo alzó en dirección a los dos sujetos y lo bebió de un trago, impasible. «Son las reglas, carnal», me dijo poniendo el vaso vacío sobre la mesa. Y vi que, desde la suya, los dos fulanos asentían agradecidos, muy aprobadores y muy serios. Con todo el respeto del mundo.
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Publicado el 23 de diciembre de 2018 en XL Semanal.
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