Siempre me preocupó la idea de la muerte. En realidad, más que la idea de la muerte misma, lo que me inquieta desde una temprana edad es tener una conciencia absoluta de la finitud: esto, algún día, se acaba. Durante mucho tiempo me conformé multiplicando mi edad por dos y concluyendo: tranquila, todavía no llegaste a la mitad de la vida. Pero desde hace unos años las cuentas no me dan, a menos que, como el Magiclik, yo haya venido al mundo con garantía por 104 años.
Son los cincuenta los que marcan la verdadera bisagra. Cuando uno cumple treinta o cuarenta cree que está pasando por un umbral hacia otra vida. Es un error de juventud. Son números redondos y eso impacta, pero nada más, a esa edad aún queda bastante rollo por delante. Cuando uno cumple cincuenta se ríe de aquel que fue y de las preocupaciones que hoy sabe no merecían tanta dedicación. Se ríe un rato, no más, porque enseguida concluye que ahora sí, que éste, el de los cincuenta, es el verdadero umbral. Es entonces cuando aparecen señales evidentes de que algo, de verdad, cambió. O de que algo tiene que cambiar. O de que nada, nunca, cambiará. Elige tu propia aventura, si es que puedes.
Algunas modificaciones se notan más que otras. El cuerpo, por ejemplo, se hace notar. Hasta mis amigas más flacas, esas que nunca se preocuparon por hacer dieta y que persisten en seguir usando un jean apretado, de pronto portan una especie de matambre arrollado en la cintura que logran disimular cuando están paradas pero que aflora, impertinente, en cuanto se sientan. “Es hormonal, por la edad”, dicen cuando te descubren mirando su cintura con aflicción, “no se puede hacer nada”. Luego, en defensa propia, te echan la maldición: “Ya vas a ver”. Y ves, claro que ves. El cambio no se limita a la cintura. Los pechos van camino a conformar un bloque único e indiferenciado, donde es difícil determinar pecho izquierdo y pecho derecho. Las manos se manchan con pecas que no son de sol sino de vejez. Si salen canas se tiñen, pero lo que no es fácil de ocultar es que el pelo está cada vez más ralo, cada vez más fino y cada vez más opaco. Los ojos se dividen entre los operados que siempre miran con asombro, las cejas levantadas y una expresión como si los hubieras agarrado metiendo el dedo en el tarro de dulce de leche, y aquellos otros, los que no pasaron por el bisturí, a los que se le cayeron los párpados.
Claro que no a todas se nos presentan las mismas marcas de época ni nuestros cuerpos son máquinas que se comportan de un modo preestablecido. Cada una va haciendo lo que puede. Una noche una amiga de mi misma edad se preparaba frente al espejo para una cena que íbamos a compartir con otras amigas. Su hijo adolescente la observaba tirado en la cama, mirando una película o aparentando mirar una película. Ella no hacía demasiado, apenas se acomodaba el pelo, se desabrochaba el último botón de la camisa, se miraba semi girada hacia un lado y luego semi girada hacia el otro, lo que hacemos todas antes de salir. De pronto el adolescente le dijo: “Maaa”. “Qué”, contestó mi amiga. “¿Alguna vez te pusiste a pensar que tenés la misma edad que Madonna?; es increíble, ¿no?” La frase fue lapidaria, inoportuna, escandalosa, cruel y cierta. Mi amiga salió con el peor de los humores. Y su humor nos lo contagió a las demás: esa noche, todas supimos que teníamos la misma edad de Madonna. O eso creíamos, al día siguiente una de las integrantes más obsesivas del grupo vino con el dato preciso: No tenemos la misma edad, ella es dos años mayor.
Michelle Pfeiffer, Siri Hustvedt, Mercedes Morán, Juliette Binoche, todas están años más, años menos, rondando los cincuenta. O sea, se puede llegar en mejor estado, lo que sí, es más caro y más trabajoso.
Pero dejando de lado lo físico, lo que verdaderamente marca el umbral en esta década es tomar conciencia o no de la propia vida, revisarla o no, aceptarla o no. Y la propia vida nos incluye a nosotros como individualidades, pero también a nuestra familia, a nuestros amores (maridos, novios, amantes), a nuestros amigos, a nuestro trabajo. ¿Estamos donde queremos estar? ¿Estamos con quien queremos estar? La respuesta puede ser que sí, y en ese caso valoraremos más aquello que logramos y que hoy constituye “nuestra vida”, lo seguiremos abonando, trabajaremos para que no se rompa, lo disfrutaremos. La respuesta puede ser que no, y entonces se activará el motor para buscar un lugar más propicio donde pasar los años que quedan. Lo que sin dudas es imperdonable a esta altura de la vida es no tener el coraje suficiente para hacerse la pregunta: ¿tengo la vida que quiero tener?, no darse permiso para cuestionar si uno es feliz o no y mirar hacia otro lado para no tener que decidir si seguir como hasta ahora o cambiar.
“Si alguien me hubiera preguntado cuando cumplí cincuenta años si estaba satisfecha con mi vida hasta entonces, hubiera respondido que estaba razonablemente conforme con mis logros personales y profesionales. No es que no quisiera ahondar por temor a encontrarme con un lado oscuro de mi personalidad, pero siempre creí que si algo funciona es mejor dejarlo que siga así.” Con este monólogo interior empieza la película de Woody Allen La otra mujer que se estrenó a fines de los años 80. Gena Rowlands le daba vida a la protagonista a quien corresponde ese monólogo interior, Marion Post, una profesora universitaria de filosofía que se toma un verano sabático para escribir un libro postergado. Pero en el departamento vecino a su estudio están haciendo arreglos y los ruidos de la construcción no le permiten concentrarse en la escritura. Por ese motivo decide alquilar temporalmente otro departamento en un edificio donde su vecino de piso es un psiquiatra. Entonces ya no son los ruidos de los albañiles los que no la dejarán trabajar, sino la voz de otra mujer, Hope (interpretada por Mia Farrow), que le llega a través de los tubos de la ventilación del edificio. Hope es una mujer joven, embarazada, que no está enamorada de su marido y no quiere tener el hijo que espera. Escuchando los planteos de esta “otra mujer” a su psiquiatra, Marion, de cincuenta años se da cuenta de que nunca se permitió repensar su propia vida, una vida en la que no disfrutó, en la que siempre hizo lo que era esperable que hiciera. O sea, a lo largo de la película desdice el monólogo con el que arranca. La otra mujer a la que alude el título es esa que habla del otro lado de la pared, pero también es esta otra mujer que la misma Marion está buscando dentro de ella, una mujer que hasta ahora no sabía que existía. Y una de las primeras conclusiones que saca como consecuencia de poner en duda su vida hasta ese momento es que la imagen que ella tiene de sí misma es absolutamente diferente a la que los demás tienen de ella. O sea que tanto trabajo y esfuerzo por ser quien los otros querían que ella fuera (sus padres, su actual marido, su primer marido, sus colegas) ni siquiera valió la pena. Escuchar la facilidad con la que Hope habla con el analista de sus miedos y sus sentimientos le permiten a Marion, por primera vez, pensar en los suyos.
Pero si hay algo que me interesa de esta película es la trasmisión de cierto saber de madres a hijas. Y la no trasmisión de otros. Las madres solemos pasar muchos saberes (y varios errores) cotidianos o intelectuales casi como un legado. Podemos darles una receta o explicarles la forma más efectiva para sacar una mancha de un vestido de seda, pero también recomendar un libro, una película, pensar cómo solucionar juntas un problema. Sin embargo lo que nos está prácticamente vedado de trasmitir, si es que la hubo, es la experiencia de la desilusión matrimonial. ¿Por qué? Porque ese relato involucra a su padre. Y no se trata de responsabilidades, ni culpas, sino simplemente de que para contar esa historia hay que hablar de quien compartió con uno esa parte de la vida, una vida puesta en común, con ilusiones, esperanzas y desaciertos, un hombre que no sólo es el que uno quiso sino también su padre. Y entonces esa charla no es posible, o nunca puede ser una charla sincera.
Hacia la mitad de la película hay una escena fundamental en la que Marion lee el poema de Rilke “Torso de Apolo arcaico”. El libro que tiene en sus manos perteneció a su madre que hacía poco acababa de fallecer. La clave de la escena está en los dos últimos versos: “… porque aquí no hay un solo lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida”.
El libro, exactamente sobre esas dos líneas, muestra una mancha. Marion estudia esa mancha y se da cuenta de que son las huellas de dos lágrimas ya secas. Entonces ella ahora lo sabe: su madre lloró sobre esos versos. Pero nunca antes había notado que su madre haya sido infeliz, que haya querido cambiar de vida, que el lugar donde estaba no fuera aquel donde quería estar.
También hay una escena similar en Los Puentes de Madison cuando la hija de la protagonista, Francesca (interpretada por Meryl Streep), lee los diarios de su madre que acaba de morir y se entera de que durante su matrimonio se enamoró perdidamente de Robert Kincaid (interpretado por Clint Eastwood), un fotógrafo de la National Geographic, que pasó de casualidad por ese pueblo de Illinois a tomar imágenes de sus puentes. Francesca no se va con él a pesar de lo que siente, decide sostener esa familia en la que cada vez será menos feliz, pero se reserva estar con el hombre al que amó después de la muerte. Por eso es que se lo cuenta a sus hijos en ese diario, para que cumplan su última voluntad: tirar sus cenizas desde los Puentes de Madison, donde unos años antes fueron arrojadas las de Robert Kincaid. Lo que más me conmueve de esta escena es la reacción de la hija de Francesca. El varón se enoja con su madre pero ella no, o mejor dicho, no se enoja porque su madre haya tenido un amante, se enoja porque no se lo hubiera dicho, porque ella misma está desde hace un tiempo en una crisis matrimonial, porque está encerrada en una vida que la hace infeliz pero de la que no puede salir. “Por qué no me lo dijiste antes, por qué no lo supe”, dice su hija, como si saberlo le hubiera dado el permiso necesario para cambiar su vida.
Mi madre quedó viuda a los cincuenta años. Después de la muerte de mi padre nunca más le conocimos un novio ni supimos ningún detalle de su vida sentimental, si es que la hubo. Yo cerca de los cincuenta me divorcié. Y cerca de los cincuenta espero volver a enamorarme. La mitad de mis amigas se separaron cerca de los cincuenta, la otra mitad no. No hay instrucciones para ser feliz. Sólo preguntas y posibles respuestas íntimas. Pero el momento para hacerlas es ahora, antes de que los párpados se nos caigan del todo y ya no nos dejen ver.
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Este texto de Claudia Piñeiro se publicó en el diario argentino Clarín en 2012.
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