Rafael. Sueño del Caballero. 1504. National Gallery. Londres
Tertuliano nos dice que muchos hombres deben su conocimiento de dios a los sueños. En la antigüedad clásica, la técnica de la incubación era la forma en la que los seguidores de Apolo adquirían el conocimiento a través de sueños soñados en los oscuros sótanos de los templos dedicados al dios de la luz, que, como cualquier otro santuario, no eran más que una cámara de tinieblas, en el mayor de los casos rodeada de una columnata.
Para el iniciado, la incubación no era caer en un mero estado onírico. Cuenta Jacobo Siruela en El Mundo Bajo los Párpados que «una vez alcanzado lo más profundo de la gruta, tenía que encajar como pudiese los miembros y el resto del torso en ese húmedo y escaso agujero, en donde tendría que permanecer toda una noche y un día en la más absoluta oscuridad y silencio, para experimentar en cuerpo y alma la experiencia de yacer como un cadáver en el inframundo. El objetivo de esta prueba era tener determinados sueños o visiones iluminadoras, que conviertan la muerte simbólica del cuerpo enterrado en vida en un renacimiento: un resucitar del alma en las oscuras entrañas de la Madre Tierra».
De Parménides, el sacerdote más famoso del culto de Apolo, se conserva un único poema, que relata un encuentro onírico con un ser luminoso que le muestra el camino de la verdad instruyéndole sobre la falsedad con el que los sentidos perciben el mundo de las apariencias que nos rodea. Aunando una vez más la luz y la oscuridad, sabiduría y conocimiento. Paradójicamente, Diógenes Laercio atribuye a Parménides el descubrimiento de que el Fósforo y el Véspero, el lucero del alba y el vespertino, eran un mismo astro, que hoy llamamos Venus.
Debemos el conocimiento del Sueño de Escipión a los Comentarios que realizó Macrobio, que lo popularizó de una forma inimaginable y del que se han conservado más de seiscientos manuscritos entre conventos y abadías copiados en diferentes códices desde el siglo IX al siglo XV. Gracias a los Comentarios se ha conservado el Sueño como una parte independiente de la De re Publica a la que pertenece. No fue hasta 1820 cuando se recuperó gran parte de la obra original a la que pertenecía.
Cicerón escribió El Sueño de Escipión en la parte final de su De re Publica, remedo romano del Mito de Er en la Republica de Platón. Y como éste sirve de moraleja final del libro.
Cicerón pone en boca de Escipión, siendo ya cónsul en Roma, el sueño que tuvo cuando era un joven soldado en la campaña de África, tras disfrutar de una copiosa cena invitado por el rey de Numidia.
Nada más quedarse dormido, se encuentra con su abuelo ya difunto, Escipión el Africano, que hace las veces de guía y anfitrión durante todo el sueño, en el que nos muestra la estructura del mundo más allá de la vida mortal de los humanos.
Es un sueño autoconsciente en el que, tras un sobresalto, al serle revelado su destino y su final a manos de parientes, ruega silencio, no sea que vayáis a despertarme del sueño, dice. Posteriormente, se encuentra con su padre, a quien abraza y besa llorando, hecho que no pudo llevar a cabo Odiseo cuando se encontró con su madre en el hades, ya que su etérea naturaleza se le escapaba de sus abrazos como una sombra envuelta en vapores. Pero en los sueños todo es posible.
El lugar donde se encuentra Escipión en su sueño es un espacio circular ubicado en el centro de la Vía Láctea, desde donde contempla el universo entero y descubre estrellas nunca vistas desde la tierra que llaman templos. Y es instruido en los astros y en sus órbitas y esferas.
Saturno; Júpiter, siempre beneficiosos para el género humano; Marte, rojizo y horrible para la tierra: el Sol, guía, soberano y moderador de los demás cuerpos luminosos; Venus y Mercurio, y, en la esfera inferior, gira la Luna, alumbrada por los rayos del Sol. Debajo de ésta, ya no hay nada que no sea mortal y perecedero, excepto las almas. Por encima, todo es eterno.
La Tierra, la novena esfera, ocupa el lugar mas bajo.
Todo ese espectáculo lo divisa con una extraña melodía de fondo.
«Quis est qui conplet aures meas tantus et tam dulcis sonus?»
¿Qué sonido es éste tan fuerte y tan suave a la vez, que llena mis oídos?»
Aquel que resulta del impulso y del movimiento de las esferas mismas, en intervalos desiguales, pero en proporciones determinadas, y que, combinando los tonos agudos con los más graves, produce acordes variados, pero armónicos; pues no puede hacerse en silencio movimiento tan grande, y la naturaleza hace que las esferas extremas emitan de una parte sonidos más graves, y de otra parte sonidos agudos. Por esta razón, aquel curso superior del cielo estrellado, cuya revolución es más acelerada, se mueve con un sonido agudo e intenso; por el contrario, la esfera lunar, más baja, lo hace con el más grave; en cuanto a la tierra, que es la novena esfera, permanece inmóvil, fija en un solo sitio, encerrando en sí el centro del universo. Más aquellos ocho cursos, entre los cuales dos tienen la misma velocidad, producen siete sonidos distintos en sus intervalos, número que es la unión de todas las cosas; al imitar los hombres instruidos estos sonidos con las cuerdas de la lira y con cantos, se abrieron el camino para venir a este lugar, como aquellos otros que cultivaron durante su vida humana los estudios divinos con sus ingenios sobresalientes. Aturdidos los oídos de los hombres por este sonido, ensordecieron; no hay en vosotros otro sentido más embotado. […] Realmente el sonido que produce la rapidísima revolución de todo el universo es tal, que los oídos humanos no pueden percibirlo.
Posteriormente, se describe la tierra y percibe su pequeñez, y le instan a atender a las cosas celestes antes que a las humanas. Es vano buscar la gloria, ya que no será eterna, ni siquiera duradera.
¿Qué importa, pues, que hablen de ti aquellos que nacerán en el futuro si los que nacieron antes que tú, que no son pocos, no han podido hacerlo?
Y se menciona la subjetividad del tiempo terrestre comparando el año solar con los 15.000 años del magnus annus que define Macrobio.
La teoría de la armonía de las esferas se remonta hasta Pitágoras, y «sus principios constructivos de la arquitectura del cosmos, recreada en el Timeo de Platón permiten establecer razones y proporciones armónicas de su naturaleza musical. Y cada nota o tonalidad compone un hito circular, equiparable a las cuerdas de la lira de Apolo, y a los círculos planetarios, con sus nombres griegos correspondientes a las órbitas de satélites y estrellas, iniciándose la escala en la tierra que gira entorno al fuego central, Hestia, la diosa del hogar, la divinidad vestal”, nos aclara Eugenio Trias en El Canto de las Sirenas. A cada nota de la escala corresponde un cuerpo celeste: a nètè (N), Selene (la Luna); a paranètè (Pn), Afrodita (Venus); a trítè (T), la Tierra; a paramèsè (Pm), Hermes (Mercurio); a mèsè (M), Helio (el Sol); a líchanos (L), Ares (Marte); a parypátè (Ph), Zeus (Júpiter); a hypátè (H), Cronos (Saturno). Todas ellas progresan de lo más cercano a lo más lejano.
En un diagrama cósmico de Ptolomeo pueden apreciarse los intervalos de los tonos correspondientes a las distancias entre los cuerpos celestes y sus respectivas velocidades: entre la Tierra y la Luna hay un tono; entre la Luna, Mercurio y Venus, un semitono; entre Venus y el Sol, tono y medio o tres semitonos; entre el Sol y Marte, un tono; entre Marte, Júpiter y Saturno, un semitono respectivamente, y entre Saturno y las estrellas fijas, tres tonos o seis semitonos.
Alexander Roob, en su Alquimia y Mística, sostiene que la altura de las diferentes notas planetarias sobre la escala musical celeste se determinaba por el tiempo que los planetas tardaban en recorrer su órbita, y las distancias se relacionaban con los intervalos entre los tonos.
Kepler complicó más el sistema, atribuyendo a cada planeta una sucesión de tonos próximos. La serie de notas que creía haber descubierto para la Tierra era (mi, fa, mi).
Disfrutar del concierto cósmico no es fácil, está vedado a los vivos. En la tradición popular solo está permitida su escucha a algunos moribundos justo antes de expirar. William Blake nos advierte que si las puertas de la percepción se abrieran todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito. Tan sólo algunos afortunados han podido oírlo y seguir con vida. Escipión fue uno de ellos.
Según nos recuerda Ramón Andrés en su El Mundo en el Oído, en las Nupcias de Martianus Capella las musas tomaron posición en el universo colocándose una en cada esfera: Clío (Luna) en la esfera más baja, con el tono más grave, Calíope (Mercurio), Terpsícore (Venus), Melpómene (Sol), Erato (Marte), Euterpe (Júpiter), Polimnia (Saturno) y Urania (Éter) en la esfera más alta, la que va a mayor velocidad, y por lo tanto, la que tiene el tono más agudo. La tradición cristiana pasó de la música de las esferas a los coros celestiales de los ángeles, atribuyendo las misma características y asociándolos según su importancia en la jerarquía divina con los planetas más alejados de la Tierra, pasando de los Ángeles (Luna), Arcángeles (Mercurio) y Principados (Venus) a Potencias (Sol), Virtudes (Marte) y Dominaciones (Júpiter) y Tronos (Saturno), Querubines (Estrellas) y Serafines (Éter), configurando con tres triadas que formaban las nueve esferas del universo la totalidad del coro celestial.
Shakespeare, en boca de Lorenzo en su Mercader de Venecia, se suma a la tradición.
Sentémonos, y acordes musicales
Penetrarán en los oidos nuestros.
Este silencio plácido, y la noche
Con melodiosa música se avienen.
Siéntate aquí, Jesica. Mira al cielo
Cuán incrustado está de lentejuelas
De oro brillantísimo; ni uno
De esos globos que ves, al par que gira
Cual ángel, deja de cantar de acuerdo
Con la voz de inocentes querubines.
Oye el alma inmortal esa armonía;
Pero, mientras la encierra toscamente
Esta envoltura de corrupto cieno,
No podemos nosotros entenderla.
La teoría de la armonía de las esferas llegó hasta principios del siglo pasado de la mano de Gurdjieff, y la fundación en 1922 de su Instituto para la formación Armoniosa del Hombre, basado en el principio de la octava. Ese mismo año dos personajes de la Tierra Baldía de T.S. Eliot mencionan ese ruido abrumador que se cierne sobre los oídos humanos:
¿Y ahora qué es ese ruido?
¿Qué está haciendo el viento?
Llevando
Lejos las tenues luces de los muertos.
Y por esas mismas fechas Einstein dijo que los seres humanos, los vegetales o el polvo cósmico, todos bailamos al compás de un tiempo misterioso, entonado en la distancia por un intérprete invisible, escribe Denis Brian en su biografía,
Según nos desvela Michio Kaku en sus Universos Paralelos, «la música proporciona la metáfora mediante la que podemos entender la naturaleza del universo, tanto a nivel subatómico como a nivel cósmico. Según la teoría de cuerdas, si uno tuviera un microscopio y pudiera observar el centro de un electrón, no vería una partícula puntual sino una cuerda vibrante. Si pellizcáramos esa cuerda, la vibración cambiaría; el electrón podría convertirse en un neutrino. Si volviéramos a pellizcar, podría convertirse en un quark o en cualquiera de las partículas subatómicas conocidas. Las armonías de la cuerda son las leyes de la física. Por lo que el universo vuelve a verse ahora como una inmensa sinfonía de cuerdas volviéndose así al sueño pitagórico».
Tal vez Escipión entró de veras en aquel sueño por la puerta de cuerno que revela verdades eternas, y su sueño fue una epifanía divina, y tal vez nosotros no debiéramos entrar dócilmente en esa buena noche, como nos alerta Dylan Thomas, no sea que entremos por la puerta de marfil y nuestros sueños sean engañosos y nefandos.
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