El dios Oro
Te busqué inútilmente
en mi extravío por las salas
del Museo Británico, dios Oro.
Quería tenerte ante mí,
no en la lámina oscura
de una enciclopedia,
frente a frente los dos mirándonos.
Quería ver tus ojos maliciosos
y tus brazos de basta soga,
tu cuerpo de cordones y madera,
ridículo y terrible.
Te busqué acaso
siguiendo tu llamada.
Dios Oro, pobre
dios, muñeco de palo, tosco ídolo,
en qué vitrina en qué sala cautivo,
lejos de tu isla aguardas
el día del rencor y la ira,
la hora del hacha,
del incendio y su llama desatada.
Dios Oro, dios
tahitiano de la guerra,
ay del día que te liberes
en tus fuerzas malignas,
en tus potencias sin gobierno,
en los tifones de tus climas.
El horror cegará entonces los ojos
del guardián abatido,
en el silencio de las salas
se oirá un estruendo grande
como si un furibundo cíclope
derribara los muros de su celda,
y un resplandor extraño,
con la forma temible de tu cuerpo,
ascenderá en la noche.
Dios Oro,
dios Oro,
estos versos que ahora escribo
responden quizá a una orden tuya,
a un mandato secreto, a un conjuro
que somete a mi mano. Estos versos
acaso anuncian ya tu despertar,
el final del letargo,
la amenaza cercana, la venganza
contra aquellos que ríen
irreverentes, hacen chanzas
ante tu burda
imagen destructora.
Ante unos cuadros de Mark Rothko
Sí, usted fue, Mark Rothko,
el último dios vivo. Sí, el último
dios. O su enviado.
Sentado ante sus cuadros, conmovido,
oyendo ahora en esta sala
la música que suena, mueve
silenciosa las cuerdas, los colores,
las franjas paralelas
de su pintura,
con mi espíritu al fin
hallando su reposo, sosegándose,
ya aquietada mi carne
en su pobre materia,
vencidos los deseos,
las ansias doblegadas,
postrado como en una iglesia
levemente alumbrada
donde apenas se oyesen en el eco
algunos pasos, siento
que, si me concentrara,
si mi mirada se abriera, cerrándose,
ciega en sus ojos, hacia adentro,
lograría llegar
allá donde usted, Rothko, pintaba,
lograría pasar
sin dolor, casi sin esfuerzo, sí,
al otro lado.
La sirena
Era mediodía otra vez. Las plantas colgaban del techo vencidas por el calor. Almanaques, crustáceos y estrellas de mar decoraban las paredes. Hablábamos y llenábamos las copas en espera del almuerzo. Laura dijo: La madre es una señora guapa; la hija, por su piel, por sus gestos, podría ser tu hermana.
La muchacha venía de pescar hermosos peces de encendidas agallas, de vivísimos colores, como también hubiera podido traer conchas o tornasoladas caracolas o las más escondidas y extrañas piedras del fondo. Su piel, sus gestos, quizás, sí, fueran semejantes a los míos, pero yo vi en ella la mirada de la sirena inviolada engastada en sus ojos, pero yo adiviné, además, una brillante hilera de escamas naciéndole bajo el vestido
Catacumbas de San Francisco
Para la calavera de Juan Llampallas
Aquí yace Manoel Gomes dos Santos.
Aquí yace Maria Albina de Sá Nasareth.
Aquí yace Custódio Luiz de Miranda.
Los enterrados próceres de Oporto
ya no lucen sus finas galas,
abajo, en las tumbas coronadas
por huesos y macabros coros de calaveras.
Los enterrados próceres de Oporto
ya no pueden oír, arriba,
en el templo, el canto de los ángeles
declarando la gloria de la vida
que todavía fluye, poderosa,
entre profusos oros vegetales.
Aquí yace Thomas Leite Ferreira.
Aquí yace Maria Emilia Braga.
Aquí yace.
Aquí.
La paz, en Braga
Para Antonio y Mari Ramos
Posiblemente fuera por el frescor desprotegido de la piedra. O por el hálito de novicia de la brisa que soplaba en el jardín descuidado. O por el canto de los pájaros que tejían minuciosos las arañas de la tarde. O tal vez fuera por ver a aquella anciana diminuta, encogida en su cuerpo derrotado, aquella anciana, portuguesa de tan pobre, que rezaba sola en la iglesia de los Congregados. O tal vez fuera por las campanas que resonaban con sus ritmos semejantes dentro de la campana del aire. O porque mi espíritu estaba en vilo, recogido, envuelto en su misterio interior, dispuesto a dejar sonar su escondida arpa al más ligero roce. Debió ser por todo esto por lo que me asaltó la paz en Braga. Debió ser por todo esto, y por algo más, algo irreductible al conocimiento, por lo que la paz, insospechadamente, me asaltó en Braga; la paz que apaciguó durante unas horas mi exaltado espíritu y me hizo estar en conformidad con todo: con dios, el mundo y los hombres, este mundo que creó un dios y que destruyen los hombres, los hombres que son y no son de dios.
—————————————
Autor: Melchor López. Título: Según la luz. Editorial: Trea. Venta: Amazon y Fnac
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: